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– Quiero ayudar -aseveró.

Él no tenía idea de lo que sucedería dentro.

– Gary necesita al menos a un progenitor.

Ella lo miró fijamente y repuso:

– Ese anciano también nos necesita.

77

Maryland

Stephanie escuchaba la Fox News Radio. Habían informado de la bomba en el coche, dado a conocer la matrícula del vehículo e identificado a Daley. Los comensales del restaurante habían confirmado la identificación física, además de describir a la mujer que se hallaba sentada con él. Los testigos habían referido que ésta, junto con otra mujer de piel oscura, habían salido corriendo de allí antes de que llegara la policía.

Como era de esperar, la prensa no informó de que se habían encontrado unos hombres armados muertos a escasos kilómetros del lugar de la explosión. La operación de limpieza del servicio secreto había sido rápida y minuciosa.

Ahora conducían otro coche, un Chevrolet Tahoe, que Daniels les había proporcionado. El presidente las quería lejos de Camp David antes de que ella hiciera la llamada. Cuando se hallaban a más de cien kilómetros al sur, en las ameras del norte de Washington, Stephanie cogió su móvil y marcó el número de Green.

– Estaba esperando -dijo éste al cogerlo-. ¿Te has enterado de lo de Daley?

– Teníamos asientos de primera fila. -Y le contó lo que había ocurrido en el restaurante.

– ¿Qué hacías allí?

– Desayunar. Invitaba él.

– ¿A qué viene esa frivolidad?

– Ver morir a un hombre te cambia la actitud.

– ¿Qué está pasando? -exclamó Green.

– Los que mataron a Daley trataron de liquidarnos a Cassiopeia y a mí, pero conseguimos zafarnos. Por lo visto seguían a Daley, y fueron por nosotras nada más salir del restaurante.

– Parece que tienes siete vidas, Stephanie.

– Daley me hizo algunas revelaciones, Brent. Están pasando muchas cosas, y él se hallaba al tanto.

– ¿Era él el traidor?

– Lo dudo. Ese título es para el vicepresidente. Daley había reunido mucha información sobre él.

Stephanie siguió conduciendo y escuchó el silencio al otro lado del teléfono.

– ¿Pruebas sólidas?

– Lo bastante buenas para The Washington Post. Estaba aterrado, por eso quedó conmigo. Quería ayuda, y me dio algunas cosas.

– En ese caso tu vida corre peligro, Stephanie.

– De eso ya nos hemos dado cuenta. Ahora necesitamos tu ayuda.

– Claro, cuenta con ella. ¿Qué quieres que haga?

– Las memorias USB de casa de Daley guardan relación con las pruebas que tengo. Juntas bastan para acabar con el vicepresidente. Cuando caiga sabremos el resto, porque dudo que tenga la gentileza de hundirse solo. La pena por traición es severa, el jurado puede optar por la pena de muerte.

Nuevo silencio.

– ¿Sabes si ha llamado Cotton? -preguntó Stephanie.

– Si lo ha hecho no me lo han dicho. No he tenido noticias de nadie. ¿Qué hay de Thorvaldsen? ¿Se ha puesto en contacto con Cassiopeia?

– No.

El corazón se le encogió al constatar que Brent Green formaba parte de lo que estaba pasando. El dolor que reflejó su rostro le reveló a Cassiopeia la traición del fiscal general.

– Tenemos que vernos, Brent. En privado. Solos tú, yo y Cassiopeia. ¿Cómo tienes la agenda?

– Nada que no pueda cambiar.

– Bien. Daley tenía más pruebas, material que, a su juicio, demostraba de forma concluyente quién más está en el ajo. Lleva algún tiempo recabando esa información. Los archivos que tú tienes incluyen conversaciones grabadas del jefe de gabinete del vicepresidente en las que habla de la sucesión cuando el presidente haya muerto. Pero aún hay más. Tenemos que vernos en casa de Daley. ¿Puedes acercarte?

– Claro. ¿Sabes dónde escondía la información?

– Sí.

– Pues acabemos con esto.

– Ésa es la idea. Nos vemos allí en media hora.

Y colgó.

– Lo siento -dijo Cassiopeia.

No dijo más. No quería agrandar la herida.

– Hemos de mantener los ojos bien abiertos. Green ordenó matar a Daley, ahora lo sabemos. Y también planea cargarse al presidente.

– Y a nosotras -apuntó Cassiopeia-. Esos tipos trabajaban para los saudíes. Por lo que se ve los árabes piensan que Green y el vicepresidente están de su lado, pero el vicepresidente también anda en tratos con la Orden, lo que significa que los saudíes no verán nada. La Orden se hará con todo y lo utilizará como le convenga.

El tráfico de la autopista interestatal se intensificó cuando llegaron a Washington. Stephanie aminoró la velocidad y repuso:

– Esperemos que los árabes se den cuenta antes de que decidan ocuparse de nosotras.

78

Península del Sinaí

George Haddad llevó a su verdugo a la Biblioteca de Alejandría. La subterránea sala, vivamente iluminada, podía deslumbrar a primera vista. Los muros estaban ornamentados con mosaicos que recogían el espíritu de la vida cotidiana: un barbero afeitando, un pedicuro, un pintor, hombres confeccionando lienzos. Él todavía recordaba su primera visita, pero su agresor no parecía impresionado.

– ¿De dónde obtienen la energía?

– ¿Tiene usted nombre? -preguntó Haddad.

El anciano frunció las pobladas cejas.

– Soy viejo, difícilmente constituyo una amenaza para usted. Sólo siento curiosidad.

– Me llamo Dominick Sabre.

– ¿Ha venido por usted mismo o por otros?

– Por mí mismo. He decidido hacerme bibliotecario.

Haddad sonrió.

– Comprobará que el trabajo supone todo un desafío.

Sabre pareció relajarse y echó un vistazo a su alrededor. La sala se parecía a una catedral, incluso tenía un techo de bóveda de cañón. El rojo granito brillaba como una gema. Del suelo al techo se alzaban columnas talladas en la misma piedra, cada una ornada con letras, rostros, plantas y animales. Todas aquellas cavidades y los corredores en su día habían sido las minas de los faraones, abandonadas durante siglos y remodeladas a lo largo de las centurias que siguieron por hombres obsesionados con el conocimiento. Por aquel entonces la luz la proporcionaban teas y lámparas de aceite. Sólo en los últimos cien años la tecnología había permitido eliminar el hollín y recuperar la belleza original.

Sabre señaló un emblema en mosaico que destacaba en la pared del fondo.

– ¿Qué es?

– Una almádena egipcia vista de frente, decorada con la cabeza de un chacal, con una piedra encima. El jeroglífico que expresa maravilla. Cada una de las salas de la biblioteca tiene un símbolo que da nombre a la estancia. Ésta es la Sala de la Maravilla.

– Aún no me ha dicho de dónde sale la energía.

– Es solar. La electricidad es de bajo voltaje, pero basta para alimentar luces, los computadores y un equipo de comunicaciones. ¿Sabía que el concepto de energía solar nació hace más de dos mil años? Sin embargo la idea cayó en el olvido hasta hace unos cinco decenios.

Sabre movió el arma.

– ¿Adonde lleva esa puerta?

– A las otras cuatro salas: las de la Competencia, de la Eternidad y la Vida, y la de Lectura. En todas ellas hay rollos, como puede ver. En esta sala aproximadamente diez mil.

Haddad se dirigió al centro con naturalidad. Estanterías de piedra con huecos en forma de rombo y el borde torneado, formando largas hileras, albergaban rollos apilados.

– Muchos ya no se pueden leer: el tiempo ha hecho estragos en ellos. Sin embargo aquí se guardan conocimientos de todo tipo: obras de Euclides, el matemático; tratados de medicina escritos por Herófilo; la Historia de Maneto, sobre los primeros faraones; Calímaco, el poeta y gramático…