– Habla usted mucho.
– Sólo pensé que, dado que pretende ser el bibliotecario, debería empezar a aprender su oficio.
– ¿Cómo se han conservado todos estos libros?
– Los primeros Guardianes escogieron bien el lugar: la montaña es seca. La humedad no es frecuente en el Sinaí, y el agua es el mayor enemigo de la palabra escrita, además de, naturalmente, el fuego. -Señaló los extintores, repartidos a intervalos regulares por la estancia.
– Veamos las otras salas.
– Claro. Debería verlo todo.
Guió a Sabre hasta la entrada, satisfecho.
Por lo visto su atacante no sabía quién era.
De ese modo la cosa quedaba igualada.
Hermann abrió los ojos y vio tres mariposas posadas en su manga, tenía el brazo extendido en el suelo pardusco de la Schmetterlinghaus. La cabeza le dolía, y recordó el golpe que le había propinado Thorvaldsen. No sabía que el danés pudiese ser tan violento.
Se levantó a duras penas y vio a su jefe de seguridad tendido boca abajo, a seis metros de él.
Su arma había desaparecido.
Se acercó hasta su empleado dando tumbos, agradecido de que no hubiese nadie. Consultó su reloj: había estado veinte minutos fuera de combate. Sentía un dolor punzante en la sien izquierda. Se la palpó y descubrió que tenía un chichón.
Thorvaldsen pagaría por esa agresión.
El mundo seguía siendo borroso, pero se dominó y se sacudió el polvo de la ropa. Después se agachó y zarandeó al jefe de seguridad hasta despertarlo.
– Tenemos que irnos -dijo.
El otro se frotó la frente y se puso en pie.
Hermann recobró la firmeza y ordenó:
– Ni una palabra de esto a nadie.
Su empleado asintió.
El austríaco se acercó al teléfono y levantó el auricular.
– Por favor, localice a Henrik Thorvaldsen.
Se sorprendió cuando la voz al otro lado le informó en el acto del paradero del danés:
– Está fuera, se dispone a marcharse.
Península del Sinaí
Sabre no se creía su buena suerte: había encontrado la Biblioteca de Alejandría. A su alrededor había rollos, papiros, pergaminos y lo que el anciano llamaba códices: pequeños libros compactos, las páginas quebradizas y pardas, colocados uno junto a otro en los estantes, cual cadáveres.
– ¿Por qué el aire es tan fresco? -quiso saber.
– El aire seco del exterior entra a través de ventiladores y la montaña lo enfría. Otra innovación añadida en décadas recientes. Los Guardianes que me precedieron eran ingeniosos, se tomaban en serio su cometido. ¿Lo hará usted?
Se encontraban en la tercera sala, la de la Eternidad, otro jeroglífico en mosaico -un hombre acuclillado con los brazos en alto- en lo alto de la pared. Estanterías de punta a punta atesoraban más códices; entre medias, estrechos pasillos. El bibliotecario explicó que ésos eran libros del siglo vii, justo antes de que la primigenia Biblioteca de Alejandría fuese saqueada definitivamente por los musulmanes.
– Se recuperó mucho durante los meses que precedieron a ese desastre -informó el bibliotecario-. Estas palabras no existen en ninguna otra parte de este planeta. Lo que el mundo considera Historia cambiaría si se estudiasen.
A Sabre le gustó lo que estaba oyendo. Todo ello se traducía en una cosa: poder. Necesitaba saber más, y deprisa. Era posible que Malone hubiese obligado a otro Guardián a que lo guiara por el laberinto, pero su rival también podía limitarse a esperar a que él saliera, lo cual parecía más lógico. Sabre había marcado cada una de las puertas que habían tomado con una «x» raspada en la piedra. Salir le resultaría sencillo. Y entonces se ocuparía de Malone.
Pero primero tenía que saber lo que Alfred Hermann habría preguntado:
– ¿Hay aquí manuscritos del Antiguo Testamento?
A Haddad le satisfizo que su invitado por fin abordara el motivo de su visita. Se había tomado muchas molestias para que así fuera: después de fingir su muerte en Londres se dispuso a esperar. Tenía el apartamento con micrófonos y cámaras ocultos, para comprobar si acudía alguien más. En efecto, el hombre que lo apuntaba con la pistola había encontrado la información que él dejó en el computador y la cinta.
Luego, en Bainbridge Hall, Haddad esperaba a Malone, ya que el material que guardaba bajo la cama llevaba directamente allí. Que apareciera Sabre lo sorprendió un tanto, y el hecho de que éste matara a los dos hombres a los que él mismo había enviado a la mansión no hizo sino confirmar sus malas intenciones.
Uno de los Guardianes se las arregló para seguir a Malone hasta el hotel Savoy y presenció un desayuno con Sabre. Luego esos mismos ojos vieron que los dos, además de la ex mujer de Malone, cogían un avión rumbo a Lisboa. Dado que el propio Haddad había ideado la búsqueda que Malone estaba emprendiendo, sabía exactamente adonde se dirigían los tres.
Razón por la cual envió a Adán y Eva a Lisboa: para asegurarse de que nada impidiera que Malone y su nuevo aliado llegaran al Sinaí.
Haddad pensó que la amenaza vendría de algún gobierno: israelí, saudí o americano, pero ahora se daba cuenta de que el mayor peligro lo suponía el hombre que tenía a dos metros de distancia. Esperaba que Sabre trabajara por su cuenta. Y al ver la expectación en las palabras y los actos del otro hombre supo a ciencia cierta que la amenaza se podía frenar.
– Tenemos muchos textos relativos a la Biblia -respondió-. Era un tema cuyo estudio suscitaba un enorme interés en la biblioteca.
– El Antiguo Testamento. En hebreo, ¿Existe algún manuscrito?
– Tres: dos supuestamente copiados de textos anteriores y uno original.
– ¿Dónde?
Haddad señaló la puerta por la que habían entrado.
– Dos habitaciones más atrás, en la Sala de la Competencia. Si pretende ser el bibliotecario, tendrá que aprender dónde se guarda el material.
– ¿Qué dicen esos textos?
Él fingió ignorancia.
– ¿A qué se refiere?
– He visto cartas. De san Jerónimo y san Agustín. Hablan de cambios en el Antiguo Testamento, de modificaciones en las traducciones. Hubo otros invitados, cuatro, que estudiaron eso mismo. Hace cinco años uno de ellos, un palestino, aseguró que el Antiguo Testamento relataba la vida de los judíos no en Palestina, sino en algún lugar de Arabia Saudí. ¿Qué sabe usted al respecto?
– Bastante. Y está en lo cierto: las traducciones de la Biblia aceptada son erróneas. El Antiguo Testamento es un testimonio de la vida de los judíos en el oeste de Arabia, para más señas. He leído numerosos manuscritos aquí, en la biblioteca, que lo demuestran. He visto mapas de la antigua Arabia que indican los lugares bíblicos.
El arma lo apuntó directamente.
– Enséñemelos.
– A menos que sea capaz de leer en hebreo o árabe no le dirán nada.
– Por última vez, viejo, enséñemelos o le pego un tiro y pruebo con sus empleados.
Él se encogió de hombros.
– Sólo intentaba ser servicial.
Sabre no sabía si las hojas y códices que se extendían ante sí eran lo que Alfred Hermann buscaba. Daba igual. Tenía intención de hacerse con todo cuanto lo rodeaba.
– Éstos son tratados escritos en el siglo ii por filósofos que estudiaban en Alejandría -informó el bibliotecario-. Por aquel entonces los judíos empezaban a ser una fuerza política en Palestina e imponían su supuesta presencia histórica, proclamando su derecho a la tierra. ¿Le suena? Esos eruditos determinaron que no existía semejante presencia histórica. Estudiaron los textos hebreos del Antiguo Testamento, que se conservaban en la biblioteca, y descubrieron que los relatos, tal y como los judíos los contaban oralmente antaño, eran muy diferentes en los textos, sobre todo los más antiguos. Al parecer, con el tiempo, las historias se fueron adaptando más y más a la patria de entonces de los judíos, que había acabado siendo Palestina. Sencillamente olvidaron su pasado en Arabia. De no ser por los topónimos, que no cambiaron, y el Antiguo Testamento escrito en el hebreo original, esa historia no se habría descubierto. -El bibliotecario señaló uno de los códices-. Ése es muy posterior, del siglo v, cuando los cristianos decidieron que querían incluir el Antiguo Testamento en su Biblia. Este tratado deja claro que las traducciones se modificaron para ajustar el Antiguo Testamento al Nuevo. Una tentativa consciente de fabricar un mensaje utilizando la historia, la religión y la política.