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Sabre miró fijamente los libros.

El bibliotecario señaló a otro montón de pergaminos que se hallaban en un expositor de plástico transparente.

– Éste es el Antiguo Testamento más antiguo que tenemos, escrito cuatrocientos años antes de Cristo. Todo él está en hebreo. En el mundo no existe nada igual. Creo que la Biblia más antigua que hay fuera de esta habitación se remonta a novecientos años después de Cristo. ¿Es esto lo que busca?

Sabre no dijo nada.

– Es usted un tipo extraño -comentó el bibliotecario.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Sabe cuántas personas han entrado aquí? Muchos miles a lo largo de los siglos. Nuestro libro de invitados es impresionante: comenzó en el siglo xii con Averroes, el filósofo árabe que rebatió a Aristóteles y desafió a san Agustín. Estudió aquí. Los Guardianes decidieron que había llegado la hora de compartir este conocimiento, pero de manera selectiva. Sólo hombres y mujeres de excepcional inteligencia llamaron la atención de los Guardianes. Cerebros que hicieron avanzar el conocimiento. En los días anteriores a la radio, la televisión y los computadores, los Guardianes vivían en grandes ciudades, siempre a la búsqueda de invitados. Santo Tomas de Aquino, Dante, Petrarca, Boccaccio, Poussin, Chaucer… esos hombres estuvieron en esta sala. Montaigne escribió sus Ensayos aquí, y Francis Bacon concibió su famosa afirmación: «Considero que todo conocimiento es de mi competencia», aquí, en la Sala de la Competencia.

– ¿Se supone que todo eso ha de decirme algo?

El anciano se encogió de hombros.

– Intento explicarle su cometido. Dice que quiere ser el bibliotecario, en cuyo caso le será otorgado un privilegio. Quienes ocuparon el cargo en el pasado conocieron a Copérnico, Kepler y Descartes. A Robespierre, a Benjamín Franklin. Incluso a Newton. Todos esos espíritus instruidos se beneficiaron de este lugar, y el mundo se benefició de su capacidad de comprensión y de ampliación de los saberes establecidos.

– Y ¿ninguno de ellos dijo nunca que había estado aquí?

– ¿Por qué iban a hacerlo? Nosotros no pretendemos llevarnos los méritos. Son ellos quienes reciben el reconocimiento. ¿Si los ayudamos? Ése era nuestro cometido. Mantener esta biblioteca ha sido todo un logro. ¿Podrá continuar usted con la tradición?

Dado que no pensaba dejar que nadie más viera el sitio, Sabre preguntó lo que de verdad quería saber:

– ¿Cuántos Guardianes hay?

– Nueve. Nuestras filas se han visto bastante mermadas.

– ¿Dónde están? Sólo he visto a dos fuera.

– El monasterio es grande. Estarán desempeñando sus quehaceres.

Sabre hizo una señal con el arma.

– Volvamos a la primera sala. Quiero ver otra cosa.

El anciano echó a andar.

Sabre se planteó liquidarlo allí mismo, pero a esas alturas Malone ya habría averiguado lo que estaba pasando y, o bien lo esperaría al otro extremo del laberinto o bien a medio camino.

Fuera como fuese, el viejo resultaría útil.

80

Malone dobló la última esquina y divisó una entrada formada por dos leones alados con cabeza humana. Conocía el simbolismo: la mente del hombre, la fuerza del animal, la ubicuidad del ave. Unas puertas de mármol con goznes de bronce estaban abiertas de par en par.

Entraron y admiraron la opulencia.

A Malone le maravilló lo mucho que tuvo que llevar crear algo tan extraordinario: hileras de estanterías interrumpidas por estrechos pasillos, rebosantes de rollos. Se acercó a una y sacó el primer manuscrito. El documento se hallaba en excelentes condiciones, pero no se atrevió a desenrollarlo. Miró por el hueco del cilindro y vio que la letra aún era legible.

– No sabía que pudiera existir algo así -comentó Pam-. Resulta incomprensible.

Él había visto cosas sorprendentes, pero nada tan maravilloso como lo que albergaba esa estancia. Reparó, en lo alto de una de las brillantes paredes rojas, en unas palabras en latín: AD COMMUNEM DELECTATIONEM. Para el deleite de todos.

– Los Guardianes han logrado algo extraordinario.

Después se fijó en algo grabado en uno de los muros. Se acercó y vio una descripción de lo que había más adelante, las salas, con su nombre en latín. Las tradujo una por una en voz alta para Pam:

– Son sólo cinco salas -dijo-. Podrían estar en cualquier parte.

Un movimiento en la puerta del fondo captó su atención. Vio a George Haddad y luego a McCollum.

– Agáchate -ordenó a Pam, y levantó el arma.

McCollum lo vio y derribó a Haddad de un empujón. A continuación apuntó y disparó. Malone se tiró al suelo, protegiéndose con las estanterías. La bala se estrelló contra las columnas de granito que quedaban a su espalda.

– Se mueve deprisa -dijo McCollum desde el otro lado de la estancia.

– No quería que se sintiera usted solo.

– El bibliotecario me hacía compañía.

– ¿Han llegado a conocerse?

– No es que hable mucho, pero se desenvuelve en este lugar.

Malone preguntó lo que quería saber.

– Y ahora ¿qué?

– Me temo que usted y su ex deben morir.

– Le dije que era mejor que no me cabreara.

– Adelante, Malone. He llegado hasta aquí, no tengo intención de perder ahora. Le propongo algo: que sea juego limpio. Usted y yo, aquí mismo. Si gana, el anciano y su ex se salvan. ¿Trato hecho? -Usted pone las condiciones. Actúe en consecuencia.

Haddad escuchó la conversación entre Sabre y Malone. Esos dos tenían que resolver sus diferencias, y él que liquidar su deuda. Pensó de nuevo en el Guardián de hacía tantas décadas, cuando el joven lo miró fijamente con ojos plenos de determinación. Sencillamente no comprendió. Pero ahora, habiendo visto la biblioteca, habiéndose convertido en su bibliotecario, sabía lo que sabía aquel Guardián de 1948.

Y mató a aquel buen hombre sin motivo alguno.

Lo había lamentado toda su vida.

– Arriba -le dijo Sabre al bibliotecario. Vio cómo se levantaba el anciano-. Muy bien, Malone, actuaré en consecuencia: ahí lo tiene. -Le indicó a Haddad con el arma-. Vaya.

El bibliotecario recorrió despacio el pasillo que se abría entre las estanterías. Sabre mantuvo su posición, agachado al final de una de las hileras.

A unos diez metros el bibliotecario se detuvo y se volvió.

Los ojos que lo miraron lo atravesaron, y Sabre se preguntó quién sería el anciano. Algo en él irradiaba peligro, como si el alma que habitaba tras los ojos se hubiese enfrentado a aquello antes y no tuviese miedo. Sopesó liquidar al bibliotecario, pero no haría más que espolear a Malone.

Y eso era algo que no deseaba. Todavía.

Malone era el único obstáculo que quedaba. Cuando hubiese desaparecido, la biblioteca sería suya.

Así que se sintió aliviado cuando el anciano echó a andar de nuevo.

81

Washington, DC

Stephanie aparcó, y ella y Cassiopeia fueron andando hasta la casa de Larry Daley. Ni rastro de Brent Green ni de nadie. Se acercaron a la puerta principal y nuevamente Cassiopeia abrió la puerta y Stephanie desactivó la alarma. Ésta se percató de que no habían cambiado el código. Daley lo había dejado tal cual, incluso después de que ellas se colaran. Una estupidez o bien una nueva prueba de que había juzgado mal a ese hombre.