– Yo te traje hasta aquí. Ahora no me decepciones.
La ira se apoderó de él.
– Había formas más sencillas de hacerlo. Podría traer refuerzos.
– Lo dudo. Pero tengo ojos fuera vigilando por si alguien entra en el farsh. Apuesto a que está solo y así seguirá.
– ¿Cómo lo sabes? Los israelíes no nos han dejado ni a sol ni a sombra.
– Se han marchado. -Haddad señaló al otro lado de la sala-. Sólo queda él.
Malone vio que McCollum desaparecía por el arco y se adentraba en la biblioteca. Otras tres salas y la de Lectura. Estaba a punto de infringir muchas de las reglas que lo habían mantenido con vida doce años en el Magehan Bittet. Una era evidente: no entres a menos que sepas cómo salir. Pero también se le pasó por la cabeza otra cosa que había aprendido: cuando las cosas van mal, cualquier cosa puede hacerte daño, incluido no hacer nada.
– Quiero que sepas que ese tipo fue el responsable de que se llevaran a tu hijo -le explicó Haddad-. También arrasó tu librería. Tiene tanta culpa de que estés aquí como yo. Habría matado a Gary si hubiese sido preciso. Y te matará a ti si puede.
– ¿Cómo sabe lo de Gary? -preguntó Pam.
– Los Guardianes poseen acceso a abundante información.
– Y ¿cómo llegaste a bibliotecario? -quiso saber Malone.
– Es una historia complicada.
– Apuesto a que sí. Tú y yo vamos a mantener una larga charla cuando esto termine.
Haddad sonrió.
– Sí, viejo amigo, mantendremos una larga charla.
Malone señaló a Pam y le dijo a Haddad.
– Retenla aquí. No le gusta nada obedecer órdenes.
– Vete -dijo ella-. Estaremos bien.
Él decidió no discutir y echó a correr por el pasillo. Una vez en la puerta, se detuvo en un lado. A seis metros se abría otra estancia. Más muros altísimos, hileras de estanterías de piedra, cartas, imágenes y mosaicos del suelo al techo. Siguió avanzando, pero pegado a los lustrosos costados del corredor. Entró en la segunda sala y de nuevo se protegió en el extremo de una de las filas de estanterías. La habitación era más cuadrada que la primera, y reparó en la mezcla de rollos y códices.
Ni un movimiento. Aquello era una solemne estupidez: estaba siendo arrastrado más y más dentro. En algún momento McCollum aparecería y abriría fuego, y con sus condiciones.
Pero ¿cuándo?
Haddad observaba a Pam Malone. En Londres había intentado valorar su personalidad, preguntándose qué hacía allí. Los Guardianes habían reunido información personal sobre Cotton Malone, cosas que Haddad desconocía: Malone rara vez hablaba de su mujer y su familia. La suya había sido una amistad intelectual, espoleada por el amor a los libros y el respeto al conocimiento. Pero sabía lo suficiente, y era hora de hacer uso de ese conocimiento.
– Hemos de entrar ahí -dijo.
– Cotton ha dicho que nos quedemos aquí.
Él la traspasó con la mirada.
– Hemos de entrar ahí -repitió. Y para reafirmar su decisión sacó una pistola de debajo del manto.
Curiosamente ella ni se inmutó.
– Lo vi cuando miró a McCollum -dijo.
– ¿Es ése el nombre que les dio?
Ella asintió.
– Se llama Sabre y es un asesino. Lo que dije en mi piso de Londres iba en serio: debo saldar una deuda y no tengo intención de que Cotton la salde por mí.
– Lo vi en sus ojos: quería que él disparase, pero sabía que no lo haría.
– Los hombres como Sabre escatiman el valor. Lo guardan para cuando lo necesitan de veras. Como ahora.
– ¿Sabía que todo esto iba a pasar?
Él se encogió de hombros.
– Sabía, pensaba, esperaba… No lo sé. Hemos estado vigilando a Sabre. Sabíamos que planeaba algo en Copenhague, y cuando se llevó a Gary caímos en la cuenta de que intentaba dar conmigo. Ahí es cuando decidí involucrarme. Mi segunda llamada a la Orilla Occidental fue descubierta por unos espías israelíes, y ello hizo que se movieran. Luego, en Lisboa, comprendí cómo podía traerles aquí, a los tres, sin los israelíes.
– ¿Hizo todo esto para poder morir?
– Lo hice para proteger la biblioteca. Sabre trabaja para una organización que quiere utilizar todo este conocimiento para sus propios fines políticos y económicos. Llevan algún tiempo investigándonos. Pero ya lo ha oído: está aquí por él, no por ellos. Deteniéndolo a él lo detendremos todo.
– ¿Qué va a hacer?
– Yo, nada. Esto es cosa suya.
– ¿Mía?
– Cotton la necesita. ¿Acaso va a desentenderse?
Él la vio sopesar la pregunta. Sabía que era lista, valiente e impetuosa, pero también vulnerable. Y propensa a cometer errores. Se había pasado la vida analizando a gente, y esperaba haber valorado correctamente a Pam Malone.
– De ninguna manera -respondió ésta.
El mercenario de la Orden salió como una flecha de la Sala de la Competencia y entró en la de Lectura, que contenía más mesas y menos estanterías. Sabía por su primera incursión que la siguiente estancia, la Sala de la Eternidad, conducía a la última; la biblioteca tenía forma de «U» invertida. Ventanas falsas y hornacinas adornadas con cuadros de paisajes lejanos, así como una iluminación especial, daban la impresión de que el edificio daba al aire libre. Tuvo que seguir recordándose que se encontraba bajo tierra.
Se detuvo.
Era hora de utilizar lo que había visto antes.
Malone continuó avanzando, el arma preparada. Había cambiado el cargador por el último que le quedaba, pero al menos tenía nueve disparos, además de los otros tres del cargador que guardaba en el bolsillo, así que disponía de doce oportunidades para detener a McCollum.
Su mirada iba de pared en pared y del techo al suelo, sus sentidos alerta. Tenía el pecho y la espalda empapados en sudor, y el aire de aquellas estancias subterráneas le resultaba frío. Cruzó la segunda sala y enfiló el pasillo para dirigirse a la siguiente estancia iluminada, que torcía a la derecha. No oía nada, y el silencio lo desconcertaba. Lo que hacía que continuara avanzando era lo que le había dicho Haddad: ese hombre había sido el que había secuestrado a Gary. Ese hijo de puta había tocado a su hijo, se lo había llevado, y le había obligado a él a matar. Eso no quedaría así, de ninguna manera. McCollum quería pelea e iba a tenerla.
Llegó a la entrada de la tercera habitación: la Sala de Lectura.
Unas veinte mesas de gruesa madera tosca, oscura y gastada entre estanterías.
Divisó una puerta en la pared opuesta.
La sala, rectangular, era más grande que las otras dos, mediría unos veinte metros de largo. Los muros exhibían tablas y dinteles de origen bizantino, además de mosaicos, en esta ocasión con escenas dedicadas a mujeres, unas hilando y tejiendo, otras practicando deporte. Apartó su mirada de esas imágenes y se concentró en el problema.
Esperaba que, en cualquier momento, McCollum saliera de entre las mesas. Estaba listo. Pero no sucedió nada.
Se detuvo.
Algo iba mal.
Después, al otro lado de la estancia, al pie del muro del fondo, vio un oscuro reflejo en el bruñido granito rojo. Un borrón impreciso, como a través de una botella, desdibujado.
Procedente del suelo.
Bajo las mesas.
Entonces se percató.
Washington, DC
Stephanie oyó el disparo, pero no la alcanzó ninguna bala. Entonces vio el orificio en la cabeza de Brent Green y supo lo que había sucedido.
Se volvió.
Allí estaba Heather Dixon, arma en mano.
El cuerpo de Green se desplomó en la noble madera del suelo, pero Stephanie seguía mirando a Dixon, que bajó su pistola.
Cassiopeia apareció tras la israelí.
– Se acabó -dijo ésta.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Stephanie.
– Cuando tú y Green volvisteis al despacho apareció ella -respondió Cassiopeia-. Estábamos en lo cierto: Green se trajo a unos amigos, que esperaban fuera, en la parte de atrás. El servicio secreto los cogió y luego -Cassiopeia señaló a Dixon- entró ella.