– Tu amigo no vio ninguna camioneta verde, a pesar de que salisteis juntos del centro comercial. A él no le comentaste nada. De hecho, no le comentaste nada a nadie durante más de dos semanas, hasta que oíste el rumor de que habían encontrado los carnets del gimnasio y del instituto en el río. Fue cuando inventaste tu historia, Joey; cuando tomaste la decisión de cargarte a Donté. Te indignaba que Nicole prefiriera a un negro. Le diste a Kerber el chivatazo anónimo por teléfono, y se armó la gorda. La poli estaba desesperada, y fue tan estúpida que no vio el momento de seguir con tu ficción. Funcionó perfectamente. Le arrancaron a golpes una confesión. Solo tardaron quince horas. Y luego, ¡bingo! En primera plana: «Donté Drumm confiesa». A partir de ese momento, tu memoria hizo milagros. De repente te acordabas de haber visto una camioneta verde, idéntica a la de los Drumm, que aquella noche se movía sospechosamente por el centro comercial. ¿Cuándo le dijiste a la poli lo de la camioneta, Joey? ¿Al cabo de tres semanas?
– Sí que vi una camioneta verde.
– ¿Era una Ford, Joey, o solo decidiste que lo era porque los Drumm tenían una Ford? ¿Viste de verdad que la conducía un negro, o solo fueron imaginaciones tuyas?
Para no contestar, Joey se embutió en la boca media quesadilla y la masticó despacio. Al mismo tiempo observó a los demás clientes, que no podían o no querían mirarlo a los ojos. Pryor comió un poco y siguió. Pronto se le acabaría la media hora.
– Mira, Joey -dijo, suavizando mucho el tono-, podríamos pasarnos varias horas discutiendo sobre el caso, pero no he venido a eso. He venido a hablar de Donté. Erais amigos. Crecisteis juntos, y estuvisteis… ¿cuánto, cinco años en el mismo equipo? Pasasteis muchas horas juntos en el campo. Ganasteis juntos y perdisteis juntos. ¡Si el último año fuisteis capitanes, caray! Piensa en su familia, en su madre, en sus hermanos; piensa en el pueblo, Joey; piensa en lo mal que acabará todo si lo ejecutan. Tienes que ayudarnos, Joey. Donté no ha matado a nadie. Ha sido una condena injusta desde el primer día.
– No era yo consciente de ser tan poderoso.
– Ya. La cosa está difícil. A los tribunales de apelación no les gustan mucho los testigos que cambian de postura de la noche a la mañana varios años después del juicio y horas antes de la ejecución. Tú nos das la declaración jurada y nosotros corremos a los tribunales y gritamos todo lo que podamos, pero tenemos las de perder. De todos modos, hay que intentarlo. A estas alturas lo intentaremos todo.
Joey removió la margarita con la caña y bebió un poco. Después se limpió la boca con una servilleta de papel.
– ¿Sabes que no es la primera vez que tengo esta conversación? -dijo-. Hace unos años me llamó el señor Flak y me pidió que pasara por su despacho. Fue mucho después del juicio. Creo que estaba preparando los recursos. Me suplicó que cambiara mi versión y que contase su versión de lo ocurrido. Yo le dije que se fuera a freír espárragos.
– Ya lo sé. Llevo mucho tiempo trabajando en el caso.
Tras haberse zampado la mitad de las quesadillas, Joey perdió bruscamente su interés por la comida, apartó la bandeja y se puso la margarita delante. La removió despacio, viendo cómo el líquido daba vueltas en el vaso.
– Ahora es muy diferente, Joey -dijo Pryor con suavidad, pero ejerciendo una cierta presión-. Falta poco para que termine el primer cuarto, y a Donté casi se le ha acabado el partido.
La gruesa pluma de color marrón prendida al bolsillo de la camisa de Pryor era en realidad un micrófono. Junto a la pluma, completamente visible, había un bolígrafo de verdad, con su tinta y su bola, por si acaso tenía que escribir algo. Entre el bolsillo de la camisa y el bolsillo izquierdo de delante de los pantalones, donde llevaba el móvil, se ocultaba un fino cable.
A trescientos kilómetros, Robbie era todo oídos. Estaba solo en un despacho, encerrado con llave, escuchando a través de un «manos libres» que al mismo tiempo lo estaba grabando todo.
– ¿Tú lo has visto jugar? -preguntó Joey.
– No -contestó Pryor.
Sus voces eran nítidas.
– Era un fenómeno. Corría por el campo como Lawrence Taylor, deprisa y sin miedo, y podía cargarse él solo toda una ofensiva. En segundo y tercer año ganamos diez partidos, pero con los Marshall nunca pudimos.
– ¿Por qué no lo reclutaron los colegios importantes? -preguntó Pryor.
«Tú déjalo hablar», se dijo Robbie.
– Por la altura. A partir de primero de instituto ya no creció más, y no conseguía pasar de los cien kilos de peso, que es demasiado poco para los Longhorns.
– Pues tendrías que verlo ahora -dijo Pryor, sin perder comba-. Pesa menos de setenta kilos, está flaco y demacrado, se rapa la cabeza y se pasa veintitrés horas al día encerrado en una celda diminuta. Yo creo que se le ha ido la chaveta.
– Me escribió algunas cartas. ¿Lo sabías?
– No.
Robbie se acercó al manos libres. Era la primera vez que lo oía.
– Poco después de que se lo llevasen, cuando yo aún vivía en Slone, me escribió; dos o tres cartas, largas. Hablaba del corredor de la muerte, y de lo horrible que es: la comida, el ruido, el calor, el aislamiento y todo eso. Juraba que nunca había tocado a Nikki, y que entre ellos dos nunca había habido nada. Juraba que en el momento de su desaparición él estaba lejos del centro comercial. Me rogaba que dijera la verdad, para ayudarlo a ganar el recurso y salir de la cárcel. Yo no le contesté.
– ¿Aún tienes las cartas? -preguntó Pryor.
Joey sacudió la cabeza.
– No, es que he vivido en muchos sitios.
Apareció la camarera, que se llevó la bandeja.
– ¿Otra margarita? -preguntó.
Joey le hizo señas de que se fuera. Pryor se apoyó en los codos, hasta que su cara estuvo a unos cincuenta centímetros de la de Joey.
– Mira, Joey -empezó a decir-, llevo años trabajando en este caso; le he dedicado miles de horas, no solo de trabajo, sino pensando, intentando entender qué había pasado, y te voy a explicar mi teoría. Tú estabas colado por Nikki. ¿Por qué no? Era monísima, popular y sexy, el tipo de chica que dan ganas de llevarse para siempre a casa. Sin embargo, te rompió el corazón, y para un chico de diecisiete años no hay nada más doloroso. Estabas hecho polvo, destrozado. Luego desapareció. Fue una conmoción para toda la ciudad, pero a ti, y a los que la queríais, os horrorizó especialmente. Todos querían encontrarla. Todos querían ayudar. ¿Cómo podía haberse esfumado así, sin más? ¿Quién la había raptado? ¿Quién podía hacerle daño a Nikki? Quizá creyeras que Donté tenía algo que ver, o quizá no; en todo caso, estabas emocionalmente por los suelos, y fue entonces cuando decidiste intervenir. Llamaste al detective Kerber para darle el chivatazo anónimo, y a partir de ahí todo se convirtió en una bola de nieve. Fue el momento en que la investigación tomó un derrotero equivocado, y no hubo manera de pararla. Al enterarte de que había confesado, supusiste que habías hecho lo correcto, y que era el verdadero culpable; luego tuviste ganas de meter cuchara, inventaste lo de la camioneta verde y de repente eras el testigo estrella. Te convertiste en el héroe de toda esa gente estupenda que quería y adoraba a Nicole Yarber. Saliste a declarar durante el juicio, levantaste la mano derecha, y lo que dijiste no era toda la verdad, pero qué más daba; ahí estabas, ayudando a tu amada Nikki. A Donté se lo llevaron esposado, directamente al corredor de la muerte. Tal vez entendieses que algún día lo ejecutarían, o tal vez no. Yo sospecho que en aquella época, siendo aún adolescente, no podías darte cuenta de la gravedad de lo que está pasando ahora.
– Confesó.
– Sí, y su confesión sería tan de fiar como tu testimonio. Hay muchos motivos por los que se dicen cosas que no son ciertas, ¿verdad, Joey?