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Billie, su suegra, se ofreció a preparar la comida, propuesta que fue inmediatamente aceptada.

– Me parece increíble que hayas estado allí, Keith -decía todo el rato Billie mientras miraban el funeral.

– A mí también, a mí también.

Quedaba muy lejos, en la distancia y en el tiempo. Aun así, a Keith le bastaba con cerrar los ojos para oler el desinfectante con el que limpiaban la celda de detención donde había esperado Donté, y para oír cortarse la respiración de sus familiares en el momento en que, apartadas las cortinas, lo habían visto en la camilla, con los tubos en las venas.

Al ver el funeral, se le empañaron los ojos por el cálido recibimiento de que era objeto Robbie, y lloró cuando el sobrino de Donté le dijo adiós. Por primera vez desde su salida de Texas, Keith sintió el impulso de volver.

Donté recibió sepultura en la ladera de una colina larga y baja del cementerio de Greenwood, donde se enterraba a casi todos los negros de Slone. La tarde se había nublado, y hacía frío. Durante los últimos cincuenta metros, en los que el ataúd ya pesaba mucho a los portadores del féretro, llevó la delantera un grupo de tambores cuyo ritmo, regular y perfecto, resonaba en el aire húmedo. La familia siguió al ataúd hasta que fue depositado cuidadosamente en lo alto de la sepultura, momento en que tomaron asiento en unas sillas forradas de terciopelo, a pocos centímetros de la tierra recién removida. El cortejo fúnebre formó un estrecho círculo en torno al pabellón fúnebre, de color morado. El reverendo Canty pronunció unas palabras, leyó algunos pasajes de las Escrituras y se despidió por última vez de su hermano caído. Donté fue depositado al lado de su padre.

Transcurrida una hora, la gente empezó a dispersarse. Roberta y la familia se quedaron bajo el pabellón, contemplando el ataúd en el fondo de la fosa y la tierra esparcida sobre él. Robbie se quedó con ellos, como única persona ajena a la familia.

El miércoles, a las siete de la tarde, el ayuntamiento de Slone se reunió en sesión ejecutiva para hablar sobre el futuro del detective Drew Kerber, que fue informado de la reunión pero no invitado a ella. La puerta estaba cerrada con llave. Los únicos presentes eran los seis concejales, el alcalde, el fiscal de la ciudad y un secretario. El único concejal negro, de apellido Varner, empezó exigiendo que se despidiera de inmediato a Kerber y que el consistorio aprobase por unanimidad una resolución donde se condenara a sí mismo por cómo había gestionado todo lo relativo a Donté Drumm. Enseguida quedó claro que no habría unanimidad en nada. Finalmente, no sin dificultades, la corporación municipal decidió aplazar la aprobación de cualquier resolución, aunque fuese por un plazo breve. Eran temas delicados, que resolverían paso a paso.

El fiscal de la ciudad desaconsejó el despido inmediato de Kerber. De todos era sabido que el señor Flak había interpuesto una demanda colosal contra el ayuntamiento, y despedir a Kerber equivaldría a un reconocimiento de culpa.

– ¿Podríamos ofrecerle una jubilación anticipada?

– Solo lleva aquí dieciséis años. No cumple los requisitos.

– En la policía no podemos mantenerlo.

– ¿Podríamos trasladarlo un año o dos al Departamento de Parques y Recreo?

– Sería ignorar lo que hizo en el caso Drumm.

– Sí, es verdad. Hay que despedirlo.

– Por otra parte, supongo que nosotros, el ayuntamiento, tendremos pensado impugnar las acusaciones de la demanda. ¿Alegaremos en serio que no somos responsables de nada?

– Es la postura inicial de los letrados de nuestra compañía de seguros.

– Pues será cuestión de echarlos, y de buscar abogados con sentido común.

– Lo que tenemos que hacer es admitir que nuestra policía se equivocó, y llegar a un acuerdo. Cuanto antes, mejor.

– ¿Por qué estás tan seguro de que la policía se equivocó?

– ¿Tú lees la prensa? ¿Tienes televisor?

– A mí no me parece tan claro.

– Será porque nunca has sabido ver lo evidente.

– Me ofendes.

– Oféndete todo lo que quieras. Si te parece que tendríamos que defender al consistorio contra la familia Drumm, es que eres un incompetente y deberías dimitir.

– Pues mira, igual dimito.

– Genial. Y llévate a Drew Kerber.

– Kerber tiene un largo historial de mal comportamiento. No deberían haberlo contratado. Deberían haberlo expulsado hace años. Que siga donde está es culpa del ayuntamiento. Seguro que lo dicen en el juicio, ¿no?

– ¡Pues claro!

– ¿Juicio? ¿Aquí hay alguien que esté a favor de ir a juicio? Pues tendrían que hacerle un test de inteligencia.

El debate se les fue de las manos durante dos horas. A veces parecía que hablaran seis personas a la vez. Se oyeron amenazas, improperios, muchos insultos, cambios bruscos de postura, y no hubo consenso, pese al sentir general de que el ayuntamiento debería hacer todo lo posible para no ir a juicio.

Finalmente votaron: tres a favor de cesar a Kerber, y tres de esperar a ver qué pasaba. El voto de calidad correspondía al alcalde, que votó por desembarazarse de él. En el interrogatorio maratoniano cuyo fruto fue la aciaga confesión de Donté habían participado los detectives Jim Morrissey y Nick Needham, pero ambos se habían ido de Slone para incorporarse a la policía de alguna ciudad más grande. Nueve años antes, Joe Radford, el comisario, solo era comisario adjunto, y como tal apenas había intervenido en la investigación del caso Yarber. La moción por expulsarlo también a él no prosperó, porque no hubo nadie que la secundase.

Acto seguido, Varner sacó el tema del ataque con gases lacrimógenos en el parque Civitan el jueves por la noche, y exigió que la ciudad condenara su uso. Tras otra hora de acaloradas discusiones, decidieron aplazar el debate.

El miércoles, entrada la noche, las calles estaban despejadas y tranquilas. Después de una semana de manifestaciones, fiestas y, en algunos casos, conductas delictivas, los manifestantes, protestantes, guerrilleros, luchadores o como se llamasen estaban cansados. Aunque quemasen toda la ciudad, y trastornasen su ritmo de vida durante un año entero, Donté seguiría descansando plácidamente en el cementerio de Greenwood. En el parque Washington se reunieron unos cuantos a beber cerveza y escuchar música, pero ni siquiera a ellos les interesaba ya tirar piedras e insultar a la policía.

A medianoche se dieron las órdenes, y la Guardia Nacional salió de Slone con rapidez y también con sigilo.

Capítulo 41

La convocatoria del obispo llegó el jueves a primera hora por correo electrónico, y fue confirmada por una breve conversación telefónica en la que no se habló de nada importante. A las nueve de la mañana, Keith y Dana iban otra vez en coche, esta vez hacia el sudoeste por la interestatal 35, en dirección a Wichita. Mientras conducía, Keith recordó que hacía solo una semana que había hecho el mismo viaje en el mismo coche y con la misma emisora de radio, pero con un pasajero muy distinto. Al final había convencido a Dana de que Boyette estaba lo bastante loco como para seguirla. Teniendo en cuenta que lo habían detenido un sinfín de veces, no era el más habilidoso de los criminales al acecho. Mientras no lo pillasen, Keith no pensaba perder de vista a su esposa.

Keith tenía abandonado su despacho, y también la iglesia. Las obras de beneficencia de Dana, y sus agendas sin un solo hueco, habían quedado al margen. En esos momentos solo importaba la familia. Si hubieran tenido la flexibilidad y el dinero necesarios, Keith y Dana habrían cogido a los niños y habrían salido para un largo viaje. Ella estaba preocupada por su marido. Keith había presenciado un acontecimiento turbador como pocos, una tragedia que lo perseguiría siempre, y aunque le hubiera resultado del todo imposible impedirla, o intervenir en ella de algún modo, no dejaba de pesar en su conciencia. Ya le había explicado muchas veces lo sucio que se había sentido después de la ejecución, y sus ganas de irse a algún sitio y darse una buena ducha, para limpiarse de sudor, suciedad, cansancio y complicidad. No dormía, no comía, y aunque con los niños se esforzaba al máximo por seguir con las bromas y los juegos de siempre, resultaba algo forzado. Tenía una actitud distante, y con el paso de los días Dana empezaba a darse cuenta de que no conseguía superarlo. Era como si se hubiera olvidado de la iglesia. No había comentado nada de ningún sermón, ni de nada relativo al domingo siguiente. Tenía un montón de mensajes telefónicos sobre la mesa, pendientes de respuesta. Alegando migraña, había endilgado la cena del miércoles a su pastor asistente. El nunca había tenido migraña, ni se había fingido nunca enfermo, ni le había pedido nunca a nadie que fuera su sustituto en alguna situación. Cuando no leía sobre el caso Drumm, y no investigaba sobre la pena de muerte, miraba las noticias por cable, sin importarle que se repitieran una y otra vez determinados reportajes. Algo se estaba avecinando.