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El obispo, que se llamaba Simón Priester, era una verdadera bola humana, un viejo enorme casado con la Iglesia, que no tenía absolutamente nada más que hacer salvo controlar bien de cerca a todos sus subordinados. Aunque no llegaba a los cincuenta y cinco años, Priester parecía mucho mayor, tanto por su aspecto como por su comportamiento. Su único pelo eran dos manchas blancas sobre las orejas. Su abdomen, grotesco y pronunciado, le colgaba burdamente por encima de las caderas. Nunca había tenido esposa que le regañase por su peso, o que se cerciorase de que sus calcetines hacían juego, o que pusiera algún remedio a las manchas de sus camisas. Hablaba despacio y en voz baja, casi siempre con las manos unidas por delante, como si esperase que todas sus palabras vinieran de lo alto. A sus espaldas lo llamaban «el Monje», por lo general de modo cariñoso, aunque no faltaban ejemplos de lo contrario. Dos veces al año -el segundo domingo de marzo y el tercero de septiembre-, el Monje insistía en pronunciar un sermón en la iglesia de St. Mark de Topeka. Era de los que aburren hasta a las piedras. Los pocos que acudían a escucharlo eran los más valientes de la grey, pero incluso a ellos tenían que persuadirlos con palabras halagüeñas Keith, Dana y el resto del personal. La escasa asistencia tenía muy preocupado al Monje por la salud de St. Mark. «Si te contase…», pensaba Keith, sin imaginarse un público más nutrido en ninguna otra iglesia de las giras del Monje.

La reunión no era urgente, aunque el primer correo electrónico empezaba así: «Querido Keith: estoy profundamente preocupado…». Simón había propuesto que comieran juntos -su pasatiempo favorito- algún día de la semana siguiente, pero Keith tenía poco más que hacer, y a decir verdad un viaje a Wichita le proporcionaría una excusa para salir de la ciudad y pasar el día con Dana.

– Seguro que ya has visto esto -dijo Simón, una vez debidamente acomodados en torno a una mesa pequeña, con café y cruasanes congelados.

Era una copia de un editorial de la edición matutina del periódico de Topeka, un texto que Keith había leído tres veces antes de que amaneciera.

– Sí -dijo Keith.

Con el Monje siempre era más seguro escatimar las palabras al máximo. Tenía una gran habilidad para coger las palabras sueltas, juntarlas y colgártelas al cuello.

– No me malinterpretes, Keith -dijo el Monje con las manos juntas, tras dar tal mordisco al cruasán que casi se lo terminó, salvo un trozo que le quedó pegado al labio inferior-. Estamos muy orgullosos de ti. ¡Qué valor! Echando todas las precauciones por la borda, corriste a una zona de guerra para salvar la vida a un hombre. La verdad es que es de lo más aleccionador.

– Gracias, Simón, pero yo no recuerdo haberme sentido tan valiente. Lo único que hice fue reaccionar.

– Claro, claro, pero debiste de pasar mucho miedo. ¿Cómo fue, Keith? La violencia, el corredor de la muerte, estar con Boyette… Debió de ser horrible.

Lo que menos le apetecía a Keith era contárselo, pero al Monje se le veía con tantas ganas…

– Vamos, Simón, ya lo has leído en el periódico -trató de protestar-. Ya sabes qué pasó.

– Dame ese gusto, Keith. ¿Qué sucedió de verdad?

Así que Keith se aburrió a sí mismo complaciendo al Monje, el cual salpicaba el relato cada quince segundos con un estupefacto «increíble», o un «vaya, vaya» acompañado por chasquidos de la lengua. En un momento dado sacudió la cabeza y se le cayó del labio el trocito de cruasán, que fue a parar al café sin que él lo advirtiera. Para aquella versión, Keith eligió como capítulo final la escalofriante llamada telefónica de Boyette.

– Vaya, vaya.

Como era típico en el Monje, empezaban por lo desagradable (el editorial), pasaban a lo placentero (el valeroso viaje de Keith hacia el sur) y viraban de golpe, una vez más, al verdadero objetivo de la reunión. Los dos primeros párrafos del editorial del periódico felicitaban a Keith por su valor, pero era un simple ejercicio de calentamiento. El resto lo reprendía por haber infringido la ley de manera consciente, aunque a los editores les costase tanto como a los abogados aclarar la naturaleza exacta de la infracción.

– Me imagino que estarás recibiendo asesoría jurídica de primera -dijo el Monje, que evidentemente tenía muchas ganas de dar su versión de tan necesarios consejos; solo faltaba que se lo pidiera Keith.

– Tengo un buen abogado.

– ¿Y…?

– Vamos, Simón, ya sabes lo que es la confidencialidad en las relaciones.

La sobrecargada columna vertebral del Monje logró erguirse.

– Por supuesto -dijo tras la reprimenda-. No quería ser indiscreto, pero este es un tema que nos interesa, Keith. Se está insinuando que podría haber una investigación criminal, que tú podrías estar metido en una buena, por decirlo de algún modo, y todas esas cosas. No es precisamente algo privado.

– Mira, Simón, yo soy culpable de algo; lo hice y punto. A mi abogado le parece que algún día quizá tenga que autoinculparme de un vago cargo de obstrucción a la justicia. Sin cárcel. Una pequeña multa. Al final se borrarían los antecedentes, y ya está.

El Monje se acabó el resto de cruasán que le había caído en el café con un mordisco salvaje, y estuvo un rato rumiando sobre el tema. Después se remojó la boca con un sorbo de café y se la limpió con una servilleta de papel.

– Supongamos que te declaras culpable de algo, Keith -dijo cuando ya no quedó rastro de nada-. ¿Qué esperarías de la Iglesia?

– Nada.

– ¿Nada?

– Tenía dos opciones, Simón: jugar sobre seguro, quedarme en Kansas y esperar que hubiera suerte, o actuar como actué. Imagínate por un momento que hubiera hecho otra cosa; que, sabiendo la verdad sobre quién había matado a la chica, hubiera sido demasiado tímido para moverme. Ejecutan a un inocente, encuentran el cadáver, y yo me paso el resto de mi vida sintiéndome culpable por no haber intentado intervenir. ¿Tú qué habrías hecho, Simón?

– Te admiramos, Keith, de verdad -repuso suavemente el Monje, esquivando por completo la pregunta-. Pero lo que nos preocupa es la idea de que intervenga la justicia; de que se acuse de un delito a uno de nuestros pastores, y de una manera muy pública.

El Monje usaba con frecuencia la primera persona del plural para remachar sus argumentos, como si todos los líderes importantes del mundo cristiano estuviesen centrados en el tema urgente que ocupaba su agenda.