– ¿Y si me declaro culpable? -preguntó Keith.
– En lo posible, habría que evitarlo.
– ¿Y si no tengo más remedio?
El Monje desplazó un poco su voluminoso cuerpo, se estiró el fofo lóbulo de la oreja izquierda y volvió a juntar las manos, como si fuera a rezar.
– Según la política de nuestro sínodo, habría que iniciar trámites disciplinarios. Lo exigiría cualquier sentencia por delito, Keith. Seguro que lo entiendes. No podemos dejar que nuestros pastores vayan a juicio con sus abogados, comparezcan ante el juez, se declaren culpables y se les aplique la sentencia, con todos los medios de comunicación alborotados; y menos en un caso así. Piensa en la Iglesia, Keith.
– ¿Cómo se me castigaría?
– Es todo prematuro, Keith. Ya lo pensaremos a su debido tiempo. Yo solo quería tener una primera conversación.
– A ver si me queda claro, Simón. Tengo muchas posibilidades de que me sancionen, suspendiéndome, dándome de baja o apartándome del sacerdocio, por haber hecho algo que a ti te parece admirable y a la Iglesia la llena de orgullo. ¿Es así?
– Sí, Keith, pero no nos precipitemos. Si puedes impedir que te procesen, evitamos el problema.
– Y todos contentos.
– Algo así. En todo caso, mantennos informados. Preferimos que nos des tú la noticia a que nos la dé el periódico.
Keith asintió, pero ya pensaba en otra cosa.
Las clases del instituto se reanudaron sin incidentes el jueves por la mañana. Al llegar, los alumnos fueron recibidos por el equipo de fútbol americano, que volvía a llevar sus camisetas. También estaban los entrenadores y las animadoras, en la entrada principal, sonriendo, dando la mano e intentando crear un clima de reconciliación. Dentro, en el vestíbulo, Roberta, Cedric, Marvin y Andrea conversaban con los alumnos y los profesores.
Nicole Yarber fue enterrada en una ceremonia privada el jueves a las cuatro de la tarde, transcurrida una semana casi exacta desde la ejecución de Donté Drumm. No hubo funeral, ni honras fúnebres formales. Reeva no se sentía con ánimos. Dos amigos íntimos le habían señalado que una ceremonia amplia y ostentosa solo estaría concurrida si se dejaba entrar a los reporteros. Por otra parte, la Primera Iglesia Baptista no tenía santuario, y la idea de que se lo prestase una confesión rival no era muy seductora.
La fuerte presencia policial mantuvo a las cámaras muy alejadas. Reeva estaba harta de aquella gente. Por primera vez en nueve años, huía de la publicidad. Ella y Wallis invitaron a cien familiares y amigos, que en muy pocos casos faltaron. Hubo algunas ausencias llamativas. Se excluyó al padre de Nicole por no haberse tomado la molestia de asistir a la ejecución, aunque, en retrospectiva, Reeva tenía que reconocer que ella también habría preferido no asistir. En el mundo de Reeva se habían complicado mucho las cosas, y en esos momentos no parecía apropiado invitar a Cliff Yarber. Más tarde se arrepentiría; no así de la exclusión de Drew Kerber y Paul Koffee, dos hombres a quienes ahora odiaba. La habían engañado, traicionado y herido tan profundamente que nunca se recuperaría.
Como artífices de la condena errónea, Kerber y Koffee tenían una lista de víctimas que no dejaba de crecer, y a la que se habían incorporado Reeva y su familia.
El hermano Ronnie, tan cansado de Reeva como de los medios de comunicación, presidió el acto con el comedimiento y la dignidad que requería la ocasión. Mientras hablaba y leía la Biblia, reparó en las caras de perplejidad y estupor de los asistentes. Todos eran blancos, y ninguno había tenido la menor duda de que los restos del ataúd de bronce situado ante ellos se los había llevado años antes el Red River. Si alguno de ellos había llegado a sentir un ápice de compasión por Donté Drumm y su familia, no se lo habían dicho a su pastor. Les había encantado la idea del castigo y de la ejecución, tanto como a él mismo. El hermano Ronnie estaba intentando hacer las paces con Dios, y hallar perdón. Se preguntó cuántos de los presentes hacían lo mismo. A pesar de todo, como no quería ofender a nadie, y menos que nadie a Reeva, su mensaje fue más positivo. Él no había conocido a Nicole, pero logró contar su vida con anécdotas que sabía a través de sus amistades. Aseguró a su público que durante todos esos años Nicole había estado en el cielo, con su Padre; y dado que en el cielo no hay tristeza, permanecía ajena al sufrimiento de los seres queridos a quienes había dejado atrás.
Un himno, un solo, otra lectura bíblica, y en menos de una hora se acabó la ceremonia. Por fin Nicole Yarber recibía la debida sepultura.
Paul Koffee esperó a que anocheciese para entrar disimuladamente en su despacho. Escribió a máquina una escueta carta de dimisión, y se la envió por correo electrónico al juez Henry, con copia al secretario del tribunal. Después redactó una explicación algo más larga para sus subordinados, y la mandó también por correo electrónico sin molestarse en revisarla. Tras meter a toda prisa en una caja el contenido del cajón central de su escritorio, cogió todos los objetos de valor que pudiera llevarse, y al cabo de una hora salió por última vez de su despacho.
Tenía el coche lleno. Iba hacia el oeste: un largo viaje, con Alaska como destino más probable. No tenía itinerario, ni planes dignos de ese nombre; tampoco ganas de volver a Slone en un futuro próximo. Lo ideal sería no volver nunca, aunque el encarnizamiento de Flak, como bien sabía, imposibilitaba esa opción. Lo obligarían a regresar para ser sometido a toda clase de insultos: arduas declaraciones que durarían varios días, probablemente una entrevista con un comité de disciplina del colegio de abogados del estado, y tal vez el suplicio de ser castigado por investigadores federales. Su futuro no era nada halagüeño. Estaba bastante seguro de que no le esperaba la cárcel, pero también era consciente de que no podría sobrevivir, ni económica ni profesionalmente.
Paul Koffee estaba en la ruina y lo sabía.
Capítulo 42
Todas las tiendas del centro comercial cerraban a las nueve de la noche. A las nueve y cuarto, Lilly Reed apagó las cajas registradoras, marcó en el reloj de fichar, encendió el sistema de alarma y cerró con llave las dos puertas de la tienda de ropa femenina de la que era gerente adjunta. Salió del centro por una puerta de servicio, y caminó rápidamente hacia su coche, un Volkswagen Beetle, aparcado en una zona reservada para empleados. Tenía prisa: su novio la esperaba en un bar deportivo, a casi un kilómetro de camino. Al abrir la puerta del coche, notó que algo se movía a sus espaldas, y oyó un paso.
– Hola, Lilly -dijo una extraña voz de hombre.
Lilly supo enseguida que tenía problemas. Al volverse, vislumbró una pistola negra, vio una cara que no olvidaría nunca e intentó gritar. Él, con una rapidez increíble, le puso una mano en la boca.
– Sube al coche -le ordenó, empujándola.
Dio un portazo, la abofeteó en la cara con gran fuerza y le metió el cañón de la pistola en la oreja izquierda.
– No hagas ruido -susurró-. Y baja la cabeza.
Lilly obedeció, casi demasiado horrorizada para moverse. Él puso el motor en marcha.
Enrico Munez llevaba media hora dormitando, mientras esperaba a que su mujer acabara el trabajo en un local familiar de la zona de restaurantes del centro comercial. Estaba aparcado entre dos coches, en una fila de vehículos vacíos. Cuando vio el ataque aún estaba adormecido, apoltronado en el asiento. El agresor apareció como por arte de magia. Sabía lo que hacía. Enseñó la pistola, pero sin agitarla. Redujo a la chica, demasiado atónita para reaccionar. En cuanto el Beetle se puso en movimiento, con el agresor al volante, Enrico reaccionó instintivamente. Encendió el motor de su camioneta, puso marcha atrás y luego aceleró en sentido contrario. Pilló al Beetle justo cuando giraba al final del pasillo y, consciente de la gravedad de la situación, no vaciló en estrellarse contra él. Logró evitar la puerta del copiloto, donde estaba la chica. Chocó contra la rueda delantera derecha. Justo después del impacto, pensó en la pistola, y se dio cuenta de que se había dejado la suya en casa. Entonces metió la mano por debajo del asiento, cogió un bate de béisbol serrado que llevaba por si las moscas y saltó sobre el Beetle. En el momento en que el hombre salía, Enrico le golpeó con el bate la parte de atrás de su lisa y reluciente cabeza. Más tarde contó a sus amigos que había sido como aplastar un melón.