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Se estaba hablando mucho de la última agresión de Boyette y de su posterior arresto, y Keith no siempre salía bien parado. Se reprodujeron unas declaraciones del padre de Lilly, en las que decía: «Parte de la culpa la tiene aquel pastor luterano de Topeka». Era un enfoque de la noticia que iba cobrando fuerza. A la luz de los antecedentes de Boyette, la familia de Lilly Reed sentía alivio por que la agresión no hubiera ido a más, pero también rabia por que un violador profesional como él anduviera suelto y pudiera traumatizar a su hija. Las primeras noticias al respecto le daban un sesgo que hacía que se interpretase como que Keith había sacado a Boyette de la cárcel y se había escapado con él a Texas.

Elmo le explicó que había hablado con el fiscal del distrito, y que, aunque no había planes inmediatos de encausar a Keith, la situación era poco clara. No se habían tomado decisiones. Varios periodistas habían llamado al fiscal, que era el blanco de críticas.

– ¿Usted cómo lo ve? -preguntó Keith.

– El mismo plan, Keith. Seguiré hablando con el fiscal del distrito, y si él da algún paso, prepararemos un acuerdo de aceptación de culpabilidad, con multa pero sin cárcel.

– Si me declaro culpable, probablemente me espere algún tipo de medida disciplinaria por parte de la Iglesia.

– ¿Grave?

– Ahora mismo no hay nada claro.

Quedaron en verse unos días más tarde. Keith fue en coche a St. Mark, y se encerró con llave en su despacho. No tenía ni idea de cuál sería el tema del sermón del domingo, ni estaba de humor para ponerse a prepararlo. Tenía un montón de mensajes telefónicos sobre la mesa, en su mayoría de reporteros. El Monje había llamado hacía una hora. Keith se sintió en la obligación de averiguar para qué. Hablaron unos minutos, que a Keith le bastaron para captar el mensaje. La Iglesia estaba muy preocupada con la publicidad, y con la posibilidad de que uno de sus pastores tuviera que responder ante la justicia. Fue una conversación breve, que acabó con el acuerdo de que Keith iría a Wichita el jueves siguiente para otra reunión con el Monje.

Más tarde, mientras ordenaba la mesa y se preparaba para irse de fin de semana, su secretaria le avisó que tenía al teléfono a un hombre de Abolish Texas Executions. Keith se sentó y se puso al aparato. Se llamaba Terry Mueller, y era director ejecutivo de ATeXX. Empezó dando las gracias a Keith por haberse unido a la organización. Estaban encantados de tenerlo a bordo, sobre todo por su participación en el caso Drumm.

– ¿Así que usted estaba allí cuando murió? -preguntó Mueller.

Se notaba que estaba intrigado, y que quería algún detalle. Keith resumió rápidamente lo esencial de la historia, y para cambiar de tema preguntó por ATeXX y sus actividades del momento. Durante la conversación, Mueller comentó que era miembro de la Iglesia Luterana Unida de Austin.

– Es una iglesia independiente que nació hace una década a partir del sínodo de Missouri -explicó-. Está en el centro, cerca del Capitolio, y tiene una congregación muy activa. Nos encantaría que viniera a hablar alguna vez.

– Muy amable -contestó Keith.

La idea de que se interesaran por él como orador le pilló desprevenido.

Después de colgar, entró en la web de la iglesia y mató una hora. La Iglesia Luterana Unida estaba bien consolidada, con más de cuatro mil miembros, y tenía una capilla imponente, de granito rojo de Texas, idéntico al del edificio del Capitolio del estado. Era una iglesia activa en lo político y en lo social, con talleres y conferencias que iban desde cómo hacer que en Austin no durmiera nadie en la calle hasta la lucha contra la persecución de los cristianos en Indonesia.

Su pastor titular estaba a punto de jubilarse.

Capítulo 43

Los Schroeder celebraron el día de Acción de Gracias en Lawrence, con la madre de Dana. El día siguiente, a primera hora, Keith y Dana dejaron a los niños en casa de su abuela y cogieron un avión en Kansas City para Dallas, donde alquilaron un coche. En tres horas llegaron a Slone. Pasearon por la ciudad en busca de los puntos de interés: la iglesia baptista, el campo de fútbol americano (con nueva tribuna de prensa en construcción), los restos chamuscados de unos cuantos edificios vacíos, el juzgado y el bufete de Robbie, en la antigua estación de trenes. Slone parecía muy tranquila; en la calle Mayor, varias brigadas del ayuntamiento disponían los adornos de Navidad.

La primera visita de Keith, dos semanas antes, le había dejado pocos recuerdos sobre la ciudad en sí. Describió a Dana la omnipresencia del humo y el constante ulular de las sirenas, pero en retrospectiva se daba cuenta de que en su estado de shock lo había visto todo borroso. Entonces la idea de volver no había pasado ni remotamente por su cabeza. Tenía a Boyette a su cargo, había una ejecución pendiente, un cadáver que localizar y reporteros por todas partes. Era un caos, una locura, y su percepción de las cosas tenía un límite. Ahora, al conducir por las calles arboladas de la ciudad, le costó creer que Slone hubiera estado ocupada por la Guardia Nacional hacía tan poco tiempo.

El banquete empezó hacia las cinco. Como la temperatura rondaba los veinte grados, se quedaron junto a la piscina, donde Robbie había puesto mesas y sillas alquiladas para la ocasión. Estaba todo su bufete, con sus cónyuges y sus parejas. El juez Henry y su mujer llegaron temprano. El clan de los Drumm, integrado como mínimo por veinte personas -niños pequeños incluidos-, llegó en una sola tanda.

Keith se sentó al lado de Roberta. Pese a haber coincidido en la misma sala en el momento de la muerte de Donté, en realidad no se habían presentado. ¿Qué decir? Al principio la conversación fue incómoda, pero no tardó en salir el tema de los nietos. Roberta sonreía con frecuencia, aunque se notaba que pensaba en otra cosa. Dos semanas después de perder a Donté, la familia seguía de luto, aunque se esforzó mucho por disfrutar del momento. Robbie hizo un brindis, un largo tributo a la amistad y un breve recordatorio de Donté. Estaba muy agradecido a Keith y Dana por haber podido venir desde Kansas. Hubo algunos aplausos. En el seno de la familia Drumm, la loca carrera de Keith hacia el sur para impedir la ejecución ya era una leyenda. Después de que Robbie se sentara, fue el juez Henry quien se levantó y dio unos golpecitos a su copa de vino. Su brindis estuvo dedicado al valor de Roberta y su familia, y concluyó con la observación de que siempre queda algo bueno de todas las tragedias. Terminados los discursos, los camareros empezaron a servir gruesos solomillos bañados en salsa de setas, con tantos acompañamientos que a duras penas cabían en el plato. Estuvieron comiendo hasta bien entrada la noche, y aunque Roberta solo bebió té, el resto de los adultos disfrutó con el vino de calidad que había traído Robbie para la ocasión.

Keith y Dana durmieron en la habitación de invitados, y a la mañana siguiente salieron temprano a desayunar en un bar de la calle Mayor famoso por sus gofres de pacana. Después cogieron otra vez el coche. Siguiendo las indicaciones de Robbie, encontraron el cementerio de Greenwood, detrás de una iglesia, donde se acababa la ciudad. «Os será fácil encontrar la tumba -había dicho Robbie-. Solo tenéis que seguir el camino hasta que encontréis tierra fresca.» El camino era de hierba, que se veía muy pisada. Delante había un grupo de unos diez peregrinos cogidos de la mano, que rezaban en torno a la tumba. Keith y Dana fingieron buscar otras lápidas, mientras esperaban a que se fueran.

La tumba de Donté era un pulcro montón de tierra roja circundado por decenas de ramos de flores. En su lápida, de gran tamaño, ponía: «Donté Lamar Drumm, nacido el 2 de septiembre de 1980 e injustamente ejecutado por el estado de Texas el 8 de noviembre de 2007. Aquí yaceun hombre inocente». En el centro había una foto grabada en color, de veinte por veinticinco, en la que Donté aparecía con hombreras y jersey azul, a punto para salir a jugar. Keith se arrodilló junto a la lápida, cerró los ojos y rezó una larga oración. Dana miraba. Sus sentimientos eran una mezcla de pena por aquella muerte trágica, de compasión por su marido y de permanente confusión por lo que estaban haciendo.