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Paul Koffee acabó siendo expulsado de la profesión por una comisión estatal de ética. Se fue de Slone y se hizo fiador judicial en Waco. Drew Kerber se declaró en quiebra y se marchó con su familia a Texas City, donde encontró trabajo en una plataforma petrolífera.

Martha Handler fue la primera en publicar, y lo hizo con el primer libro de lo que prometía ser todo un alud sobre el caso Drumm. Estuvo casi un año en la lista de los más vendidos. Su relación con Robbie y la familia Drumm se agrió por desavenencias sobre el reparto del dinero.

El procesamiento de Travis Boyette y la absolución de Donté Drumm aumentaron todavía más la presión sobre el gobernador Gilí Newton para que convocase a la cámara legislativa en Austin con el fin de debatir las consecuencias de la ejecución. El gobernador y sus asesores habían tenido la esperanza de que el paso del tiempo hiciera disminuir el interés por el tema, pero no fue así. Los contrarios a la pena de muerte ponían más empeño que nunca, aguzaban sus tácticas y recibían el apoyo de gran parte de la prensa nacional. El grupo negro de parlamentarios, encabezado por el senador Rodger Ebbs, de Houston, hacía oír su voz más que nunca. Cada vez parecía más posible que cumplieran su promesa de suspender el gobierno del estado hasta que se celebrase una sesión especial. Por otra parte, las encuestas no respaldaban la postura del gobernador. Una clara mayoría de texanos deseaba que el estado examinase atentamente la cuestión de las ejecuciones. Los ciudadanos seguían estando a favor de la pena de muerte por un amplio margen, pero querían garantías de que su uso se limitara a quienes fueran realmente culpables. La idea de una moratoria era objeto de debates muy generalizados, y poco a poco iba ganando apoyo.

Al final fueron más fuertes las encuestas, y el gobernador Newton convocó al Capitolio a los treinta y un senadores y a los ciento cincuenta parlamentarios. Al ser él quien marcaba los límites de lo que podría debatirse, el orden del día quedó así: primero, una resolución sobre Drumm; segundo, una moratoria en las ejecuciones; y tercero, la creación de una comisión de inocencia para estudiar los problemas. Tardaron tres días en aprobar la resolución, que en su redactado final declaraba absuelto de toda culpa a Donté y concedía un millón de dólares a su familia. En la propuesta inicial, avalada por todos los miembros del grupo negro de parlamentarios, la cantidad solicitada eran veinte millones, pero el proceso legislativo la dejó en uno solo. El gobernador, un águila de las finanzas conocido por su tacañería -al menos en campaña-, expresó como siempre su preocupación por «el gasto excesivo del gobierno». Cuando el Houston Chronicle publicó la notica en portada, desveló que el gobernador y su personal se habían gastado más de cuatrocientos mil dólares en su reciente viaje a Faluya para luchar contra el terror.

La propuesta de moratoria desencadenó una guerra política. En su redactado original, pedía suspender todas las ejecuciones durante dos años, plazo en el que se estudiaría la pena de muerte desde todos los ángulos posibles, y por todo tipo de comisiones y de expertos. Las sesiones del comité fueron televisadas. Entre los testigos había jueces jubilados, activistas radicales, investigadores conocidos y hasta tres hombres absueltos después de varios años en el corredor de la muerte. Las bulliciosas manifestaciones frente al Capitolio eran prácticamente diarias. Hubo varios brotes de violencia, porque los defensores de la pena de muerte se acercaban demasiado a sus adversarios. El circo que tanto temía el gobernador había llegado a la ciudad.

Desde el principio de la polémica sobre la moratoria en el Senado, la Cámara de Representantes empezó a trabajar en lo que al principio se llamó Comisión Donté Drumm sobre la Inocencia. Se concibió como una comisión a tiempo completo, con nueve miembros que estudiarían las raíces de las condenas injustas y se esforzarían por subsanar los problemas. En aquel momento, el número de absoluciones en Texas ascendía a treinta y tres, casi todas por pruebas de ADN, con una proporción alarmante en el condado de Dallas. Hubo otra serie de sesiones del comité, en las que no faltaron testigos entusiastas.

Tras instalarse a fines de enero en su nueva casa, Keith y Dana fueron a menudo al Capitolio, para asistir a los debates. Participaron en varias manifestaciones, y vieron cómo la asamblea legislativa se resentía del complejísimo proceso de abordar un problema importante. Como la mayoría de los observadores, pronto tuvieron la impresión de que nada cambiaría.

Mientras se eternizaba la sesión especial, empezó a aparecer en las noticias el nombre de Adam Flores. Tras veintisiete años en el corredor de la muerte, su ejecución estaba programada para el 1 de julio. Antaño, Flores había sido un traficante de drogas de poca monta que, en una mala noche, había matado a otro tan insignificante como él. Sus apelaciones eran historia. No tenía abogado.

La asamblea legislativa suspendió sus actividades a finales de marzo, y volvió a reunirse durante la primera semana de mayo. Tras varios meses de feroces luchas intestinas, lo obvio prevaleció. Había llegado el momento de olvidarse de aquella pequeña guerra y de volver a casa. En la votación final, la moratoria quedó descartada por diecinueve votos contra doce, sin ningún voto tránsfuga. Dos horas más tarde, la Cámara de Representantes arrojó setenta y siete votos en contra y setenta y tres a favor de crear la comisión de inocencia.

El 1 de julio, Adam Flores fue acompañado a Huntsville y recibido por el director, Ben Jeter. Lo pusieron en la celda de detención, donde habló con el capellán de la cárcel. Comió por última vez (bagre frito), y rezó su última oración. A las seis en punto de la tarde hizo el corto recorrido hasta la cámara de ejecuciones, y veinte minutos más tarde lo declararon muerto. No hubo testigos, ni de su lado ni del de la víctima. Como nadie reclamaba su cadáver, Adam Flores fue enterrado en el cementerio de la cárcel, junto a otros muchos reclusos del corredor de la muerte a quienes no reclamaba nadie.

Nota del autor

Mi más sentida gratitud a David Dow, del Texas Defender Service, por su tiempo, sus consejos y conocimientos, y por el duro trabajo de leer el manuscrito y ofrecerme sus sugerencias. David es un abogado de prestigio, experto en la pena de muerte, pero también es profesor de Derecho y escritor de éxito. Sin su ayuda me habría visto obligado a investigar por mi cuenta, perspectiva que me sigue asustando y que debería asustar a mis lectores.

El director de la Unidad de las Paredes de Huntsville es C. T. O'Reilly, un texano pintoresco que me enseñó aquella cárcel y contestó a todas las preguntas habidas y por haber. A él y a su ayudante de confianza, Michelle Lyons, les agradezco su hospitalidad y su buena disposición.

Doy también las gracias a Neal Kassell, Tom Leland, Renee, Ty y Gail.

Es posible que algunos lectores más observadores de la cuenta encuentren un par de datos que les parezcan erróneos y se planteen escribirme para señalar mis deficiencias. Mejor que se guarden el papel. En este libro hay errores, como siempre, y mientras siga odiando la investigación y me guste adornar algún que otro dato, me temo que seguirá habiéndolos. Tengo la esperanza de que sean realmente insignificantes.

John Grisham

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