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Hubo un largo paréntesis en la conversación, mientras los dos pensaban qué decir.

En Slone, Robbie esperó pacientemente, aunque no era un hombre que destacase por su paciencia, ni por tomarse momentos de reflexión silenciosa.

A continuación habló Joey.

– ¿Qué pone en la declaración?

– La verdad. Declaras bajo juramento que tu testimonio en el juicio fue inexacto, y tal y cual. Lo preparará nuestro bufete. Podemos tenerla lista en menos de una hora.

– No corras tanto. ¿O sea que estaría diciendo que mentí en el juicio?

– Podríamos adornarlo, pero lo esencial es eso. También nos gustaría dejar zanjado lo del chivatazo anónimo.

– ¿Y se presentaría la declaración en los tribunales? ¿Acabaría saliendo en el periódico?

– Claro. La prensa sigue el caso. Cualquier moción de último minuto, cualquier recurso, será noticia.

– Vaya, que mi madre leerá en el periódico que ahora digo que mentí en el juicio. Estaré reconociendo que soy un mentiroso, ¿no?

– Sí, Joey, pero ¿qué es más importante, tu reputación o la vida de Donté?

– Pero has dicho que la cosa está difícil, ¿no? Así que lo más probable es que yo reconozca ser un mentiroso y que a él le pongan la inyección de todos modos. Entonces, ¿quién sale ganando?

– Hombre, él no, seguro.

– Me parece que paso. Bueno, tengo que volver a trabajar.

– Venga, Joey…

– Gracias por invitarme. Ha sido un placer.

Salió del reservado y se fue del restaurante a toda prisa.

Pryor respiró hondo, fijando en la mesa una mirada de incredulidad. Justo cuando estaban hablando de la declaración, la charla se cortaba de golpe. Sacó lentamente el móvil y llamó a su jefe.

– ¿Lo has grabado todo?

– Sí, palabra por palabra -dijo Robbie.

– ¿Se puede usar algo?

– No, nada. Ni de lejos.

– Ya me lo parecía. Lo siento, Robbie. He creído que estaba a punto de ceder.

– Más no podías hacer, Fred. Te felicito. Tiene tu tarjeta, ¿verdad?

– Sí.

– Pues llámalo después de trabajar, salúdalo y recuérdale que puede hablar contigo cuando quiera.

– Intentaré quedar para tomar una copa. Me huelo que tiende a pasarse de la raya. A ver si consigo emborracharlo para que diga algo.

– Asegúrate de grabarlo.

– De acuerdo.

Capítulo 5

En la segunda planta del hospital St. Francis, Aurelia Lindmar se estaba recuperando muy bien de una operación de vesícula. Keith estuvo veinte minutos a su lado, comió dos trozos de chocolate barato y en mal estado que había enviado una sobrina por correo, y consiguió aprovechar la aparición de una enfermera con una jeringuilla para despedirse sin ser maleducado. En el pasillo de la tercera planta consoló a la inminente viuda de Charles Cooper, uno de los pilares de St. Mark, cuyo corazón enfermo ya no daba más de sí. Keith tenía que ver a otros tres pacientes, pero se encontraban en situación estable, y sobrevivirían hasta el día siguiente, cuando él tendría más tiempo. Encontró al doctor Herzlich sentado a solas en una pequeña cafetería de la primera planta, comiendo un bocadillo frío de una máquina a la vez que leía un apretado texto.

– ¿Ya ha comido? -preguntó educadamente Kyle Herzlich mientras ofrecía asiento al pastor.

Keith se sentó y miró el raquítico bocadillo (pan blanco a ambos lados de una fina rebanada de carne que parecía muy artificial).

– He desayunado tarde, gracias -dijo.

– Muy bien. Mire, Keith, he conseguido meter un poco la nariz, y la verdad es que he llegado lo más lejos que he podido. ¿Me entiende?

– Claro que sí. Tampoco tenía ninguna pretensión de que se entrometiera en nada íntimo.

– Eso nunca. No puedo hacerlo. Ahora bien, he preguntado un poco y… vaya, que hay maneras de enterarse de alguna que otra cosa. El hombre del que me habló ha venido como mínimo dos veces en el último mes; se ha hecho un montón de pruebas, y lo del tumor es verdad. No tiene buen pronóstico.

– Gracias, doctor.

A Keith no le sorprendió enterarse de que Travis Boyette decía la verdad, al menos sobre el tumor cerebral.

– Más no puedo decirle.

El doctor lograba comer, leer y hablar al mismo tiempo.

– No, claro, tranquilo.

– ¿Qué delito cometió?

«Mejor que no lo sepas», pensó Keith.

– Uno muy feo. Es un veterano con un largo historial.

– ¿Qué hace en St. Mark?

– Estamos abiertos a cualquiera, doctor. Se nos pide que estemos al servicio de todos los hijos de Dios, aunque tengan antecedentes penales.

– Supongo que sí. ¿Hay algo que temer?

– No, es inofensivo.

«Mientras escondas a las mujeres y las niñas, y puede que a los niños…» Keith le dio otra vez las gracias y se despidió.

– Hasta el domingo -dijo el doctor, sin apartar la vista del informe médico.

Anchor House era un edificio cuadrado de ladrillo rojo, con las ventanas pintadas; el tipo de estructura que sirve un poco para todo y que probablemente haya tenido usos muy diversos en los cuarenta años transcurridos desde su acelerada construcción. El responsable de levantarlo tenía prisa, y no le había parecido necesaria la participación de ningún arquitecto. El lunes, a las siete de la tarde, Keith entró por la acera de la calle Diecisiete y se paró en un mostrador improvisado, desde donde lo vigilaba todo un ex presidiario.

– ¿Sí? -dijo este último, sin calidez alguna.

– Tengo que ver a Travis Boyette -anunció Keith.

El vigilante miró a su izquierda, hacia una gran sala abierta donde una docena aproximada de hombres, sentados en diversos grados de relajación, seguían embobados el concurso La rueda de la fortuna en un gran televisor con el volumen a tope. Después miró a su derecha, hacia otra sala abierta de grandes dimensiones donde unos diez o doce hombres leían libros de bolsillo muy gastados o jugaban a las damas y al ajedrez. Boyette estaba en un rincón, en una mecedora de mimbre, parcialmente oculto detrás de un periódico.

– Allá -dijo el hombre, señalando con la cabeza-. Firme aquí.

Keith firmó y fue al rincón. Al verlo, Boyette cogió su bastón y se levantó con dificultad.

– No lo esperaba -comentó, claramente sorprendido.

– Estaba por esta zona. ¿Tiene unos minutos para hablar?

Los demás hombres fueron reparando en Keith como si tal cosa. No hubo interrupción en los juegos de damas ni de ajedrez.

– Sí, claro -respondió Boyette, mirando a su alrededor-. Vamos al comedor.

Al seguirlo, Keith vio que su pierna izquierda sufría en cada paso una leve interrupción que era la causa de su cojera. El bastón se clavaba en el suelo, haciendo clic, clic, clic… Keith pensó en lo horrible que debía de ser vivir cada minuto con un tumor de grado cuatro entre las orejas, un tumor que crecía sin parar hasta que parecía reventar el cráneo, y no pudo evitar compadecerse de aquel hombre, aunque fuera un canalla. Un hombre muerto.

El comedor era una sala pequeña, con cuatro mesas largas plegables, y al fondo un gran hueco que daba a la cocina. El equipo de limpieza armaba un gran escándalo con las ollas y las sartenes, y también con las carcajadas. Una radio emitía rap. Era el escenario perfecto para que no se oyera una conversación en voz baja.

– Aquí podemos hablar -dijo Boyette, señalando una mesa con la cabeza.

La mesa estaba llena de migas, y el aire, muy cargado de olor a aceite de freír. Se sentaron el uno frente al otro. Como no tenían nada en común de que hablar, salvo del clima, Keith decidió ir al grano.