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– ¿Le apetece un café? -preguntó cortésmente Boyette.

– No, gracias.

– Buena idea. Es el peor café de todo Kansas, peor que el de la cárcel.

– Travis, esta mañana, después de que se fuera, he entrado en internet, he encontrado la web sobre Donté Drumm y me he pasado el resto del día metido en ese mundo. Es fascinante y desolador. Existen serías dudas acerca de su culpabilidad.

– ¿Serias? -dijo Boyette, riéndose-. Debería haberlas, sí. Ese chico no tuvo nada que ver con lo que le pasó a Nikki.

– ¿Qué le pasó a Nikki?

Una mirada de sorpresa, como un ciervo deslumbrado por unos faros. Silencio. Boyette se cogió la cabeza con las manos y se hizo un masaje en el cuero cabelludo. Sus hombros empezaron a temblar. El tic dio comienzo, paró y volvió a empezar. Al observarlo, Keith casi sintió su sufrimiento. De la cocina salía el ritmo maquinal de la música rap.

Keith introdujo lentamente la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una hoja doblada, que desplegó y puso sobre la mesa.

– ¿Reconoce a esta chica? -preguntó.

Era una impresión de una foto en blanco y negro bajada de la web, una imagen en la que Nicole Yarber, vestida de animadora, posaba con un pompón y sonreía con toda la inocencia de sus dulces diecisiete años.

Al principio Travis Boyette no reaccionó. Era como si nunca hubiera visto a Nikki. Se quedó mirándola un buen rato, y de pronto, sin previo aviso, empezó a llorar. Nada de jadeos, sollozos o disculpas; solo un reguero líquido que corrió por sus mejillas hasta llegar a la barbilla y gotear. No hizo el menor esfuerzo por limpiarse la cara. Miró a Keith. La foto se estaba mojando. Luego gruñó, carraspeó y por fin dijo:

– Quiero morirme, de verdad.

Keith volvió de la cocina con dos cafés solos en vasos de cartón, y papel de cocina. Boyette cogió un trozo y se secó la cara y la barbilla.

– Gracias -dijo.

Keith volvió a sentarse.

– ¿Qué le pasó a Nikki? -preguntó.

Pareció que Boyette contara hasta diez antes de contestar.

– Todavía la tengo.

Keith se creía preparado para todas las respuestas posibles, pero no lo estaba. ¿Era posible que Nikki siguiera con vida? No. Boyette se había pasado los últimos seis años en la cárcel. ¿Cómo iba a tenerla encerrada en otro sitio? «Está loco.»

– ¿Dónde está? -preguntó con firmeza.

– Enterrada.

– ¿Dónde?

– En Missouri.

– Mire, Travis, si sigue contestando con palabras sueltas nos pasaremos toda la vida aquí. Esta mañana ha venido a mi despacho por una razón: confesar. Como le ha faltado valor, aquí me tiene. Adelante.

– ¿A usted por qué le importa?

– Es bastante obvio, ¿no? Están a punto de ejecutar a un inocente por algo que hizo usted. Quizá aún haya tiempo de salvarlo.

– Lo dudo.

– ¿A Nicole Yarber la mató usted?

– ¿Es confidencial, pastor?

– ¿Quiere que lo sea?

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Por qué no confiesa, lo reconoce todo e intenta ayudar a Donté Drumm? Es lo que debería hacer, Travis. Según lo que me ha dicho esta mañana, tiene los días contados.

– ¿Confidencial o no?

Keith se tomó un respiro, y acto seguido cometió el error de beber un poco de café. Travis tenía razón.

– Si quiere que sea confidencial, Travis, lo será.

Una sonrisa y un tic. Boyette miró a su alrededor, aunque de momento nadie se había fijado en ellos, y empezó a asentir.

– Lo hice yo, pastor. No sé por qué. Nunca sé por qué.

– ¿La raptó en el aparcamiento?

El tumor, al expandirse, le producía dolores de cabeza insoportables. Boyette volvió a sujetarse la cabeza, y logró capear el temporal. Apretó las mandíbulas, resuelto a seguir adelante.

– La rapté y me la llevé. Iba armado. No se resistió mucho. Salimos de la ciudad, y la retuve unos cuantos días. Tuvimos relaciones. Nos…

– No tuvieron relaciones." Usted la violó.

– Sí, varias veces. Luego hice lo que tenía que hacer y la enterré.

– ¿La mató?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Estrangulándola con su cinturón. Aún lo lleva alrededor del cuello.

– ¿Y la enterró?

– Sí.

Boyette miró la foto, y Keith casi le vio sonreír.

– ¿Dónde?

– Al sur de Joplin, donde crecí. Muchas colinas, valles, hondonadas, caminos de leñadores, carreteras sin salida… Nunca la encontrarán. Ni siquiera llegaron a acercarse.

Hubo una pausa, durante la cual percibió aquella nauseabunda realidad. Naturalmente, existía la posibilidad de que mintiese, pero Keith fue incapaz de convencerse de ello. ¿Qué ganaba mintiendo, sobre todo en aquella etapa de su triste vida?

En la cocina se apagó la luz, y también la radio. Salieron tres fornidos hombres negros, que al cruzar el comedor saludaron con la cabeza y hablaron educadamente con Keith, mientras que a Travis solo lo miraron de pasada. Al salir cerraron la puerta.

Keith cogió la copia de la foto, la giró, destapó su bolígrafo y escribió algo en ella.

– ¿Y si me pusiera en antecedentes, Travis? -dijo.

– Por mí, perfecto. No tengo nada más que hacer.

– ¿Qué hacía en Slone, Texas?

– Trabajar para una empresa de Fort Smith, R. S. McGuire and Sons. De construcción. Los habían contratado para hacer una nave en Monsanto, justo al oeste de Slone. Yo estaba contratado de peón, de machaca; un asco de trabajo, pero no encontraba nada más. Me pagaban menos que el salario mínimo, en efectivo y en negro, igual que a los mexicanos. Semana de sesenta horas sin incentivos, ni seguro, ni capacitación, ni nada. No pierda el tiempo en consultarlo con la empresa, porque nunca estuve empleado oficialmente. Vivía de alquiler en una habitación de un motel viejo al oeste de la ciudad, que se llamaba Rebel Motor Inn. Probablemente aún exista. Búsquelo. Cuarenta por semana. El trabajo duró cinco o seis meses. Un sábado por la noche vi las luces, encontré el campo de detrás del instituto, compré una entrada y me senté entre el público. No conocía a nadie. Estaban mirando un partido de fútbol americano. Bueno, yo miraba a las animadoras. Siempre me han encantado las animadoras. Culitos monos, faldas cortas y mallas negras. Dan brincos, volteretas, saltan de aquí para allí, y se les ven tantas cosas… De hecho, quieren que las veas. Entonces fue cuando me enamoré de Nicole. Me lo enseñaba todo, especialmente a mí. Supe desde el primer momento que era ella.

– Continúe.

– De acuerdo, continuemos. Yo iba al partido cada dos viernes. Nunca me sentaba en el mismo sitio, ni me vestía de la misma manera. Cambiaba de gorra. Son cosas que aprendes cuando sigues a alguien. Nicole se convirtió en todo mi mundo. Yo notaba que mis impulsos se iban haciendo cada vez más fuertes. Sabía lo que iba a pasar, pero no podía parar. Nunca puedo parar. Nunca, nunca.

Tomó un sorbo de café e hizo una mueca.

– ¿Vio jugar a Donté Drumm?

– Puede ser. No me acuerdo. Nunca miraba el partido. Solo me fijaba en Nicole. Y de repente ya no la vi. Se había terminado la temporada. Me desesperé. Como ella iba en un BMW muy chulo, pequeño y rojo, el único de toda la ciudad, si sabías dónde buscar no costaba mucho encontrarla. Frecuentaba los mismos sitios que la mayoría. Aquella noche, al ver su coche aparcado en el centro comercial, supuse que estaría en el cine. Esperé y esperé. En caso de necesidad, puedo ser muy paciente. Cuando se liberó la plaza de al lado de su coche, entré en marcha atrás.

– ¿Usted en qué coche iba?

– En una furgoneta Chevrolet vieja que había robado en Arkansas. Las matrículas las robé en Texas. Aparqué en marcha atrás para quedar puerta con puerta. Cuando Nicole se metió en la trampa, la asalté. Tenía una pistola y un rollo de cinta americana, que era lo único que necesitaba. No se oyó ni mu.