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– Mi madre aún está viva.

– ¿Dónde?

– En Joplin, Missouri.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Va a llamarla por teléfono, pastor?

– No, no quiero molestarla. ¿Cómo se llama?

– Susan Boyette.

– Y vivía en la calle Trotter, ¿verdad?

– ¿Cómo lo…?

– Su madre murió hace tres años, Travis.

– ¿Cómo lo…?

– Google. He tardado unos diez minutos.

– ¿Qué es Google?

– Un servicio de búsqueda por internet. ¿Sobre qué otras cosas miente? ¿Cuántas mentiras me ha contado hoy, Travis?

– Si miento, ¿por qué está usted aquí?

– No lo sé. Una buena pregunta. Cuenta usted una bonita historia, y tiene un mal expediente, pero no puede demostrar nada.

Boyette se encogió de hombros, como si no le importase, pero se ruborizó y entornó los ojos.

– Yo no tengo que demostrar nada. No soy el acusado, para variar.

– Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto en un banco de arena del Red River. ¿Cómo encaja eso en su historia?

– Llevaba su teléfono dentro del bolso. En cuanto la tuve a ella, empezó a sonar como un loco y no había manera de pararlo. Al final me enfadé, cogí el bolso y lo tiré por el puente. En cambio, a la chica me la quedé. La necesitaba. Me recuerda a su mujer, muy mona.

– Cállese, Travis -dijo Keith impulsivamente, sin poder evitarlo. Respiró hondo y añadió con paciencia-: Dejemos a mi mujer al margen.

– Perdone, pastor. -Boyette se quitó una cadenita del cuello-. Si quiere pruebas, échele un vistazo a esto.

La cadena tenía un anillo de graduación, de oro, con una piedra azul. Boyette abrió la cadena y tendió el anillo a Keith. Era fino y pequeño; estaba claro que lo había llevado una mujer.

– En un lado pone ANY -dijo Boyette, sonriendo-. Alicia Nicole Yarber. En el otro pone SHS 1999: el Slone High School de nuestros amores.

Keith lo contempló con incredulidad, apretándolo entre el pulgar y el índice.

– Enséñeselo a la madre de ella, y verá cómo llora -dijo Boyette-. La única otra prueba que tengo, pastor, es la propia Nicole, y cuanto más pienso en ella, más convencido estoy de que sería mejor dejarla en paz.

Keith puso el anillo encima de la mesa. Boyette lo cogió. De pronto echó hacia atrás la silla, cogió el bastón y se levantó.

– No me gusta que me llamen mentiroso, pastor. Váyase a su casa y diviértase con su mujer.

– Mentiroso, violador, asesino, y encima cobarde, Travis. ¿Por qué no hace algo bueno en la vida por una vez? Y deprisa, antes de que sea demasiado tarde.

– Déjeme en paz.

Boyette abrió la puerta y dio un portazo al salir.

Capítulo 6

La tesis mantenida por la acusación se había basado parcialmente en la esperanza, contra viento y marea, de que alguien, algún día, encontrase el cadáver de Nicole. No podía quedarse sumergido para siempre, ¿verdad? Tarde o temprano el Red River lo devolvería; lo descubriría un pescador, o un capitán de barco, o un niño que chapotease por los bajos, y pediría ayuda. Una vez identificados los restos, la última pieza del rompecabezas encajaría a la perfección. Quedarían atados todos los cabos sueltos. Adiós a las preguntas y las dudas. Policía y acusación podrían dar un carpetazo discreto y satisfactorio.

A pesar de no haber encontrado el cadáver, no fue muy difícil conseguir la condena. La acusación atacó a Donté Drumm en todos los frentes, y a la vez que presionaba sin descanso por que se le juzgase, confiaba mucho en la aparición del cadáver. Nueve años más tarde, sin embargo, el río seguía sin cooperar. Ya hacía tiempo que se habían esfumado las esperanzas, los rezos y, en algunos casos, los sueños. Tal vez ello alimentase dudas en ciertos observadores, pero no tuvo ningún efecto atenuante en las convicciones de quienes eran responsables de la pena de muerte para Donté. Tras años de ver las cosas con anteojeras, y habiendo tanto en juego, albergaban la absoluta seguridad de que habían pillado al asesino. Habían echado demasiada carne en el asador para poner en duda sus propios actos y teorías. El fiscal del distrito era un tal Paul Koffee, duro fiscal de carrera que llevaba más de veinte años siendo elegido y reelegido sin ninguna oposición seria. Se trataba de un ex marine a quien le gustaba luchar, y que solía vencer. Su alto índice de condenas estaba expuesto en su página web, y en época de elecciones lo pregonaban a los cuatro vientos anuncios chillones por correo directo. Pocas veces manifestaba la menor compasión por el acusado. Como suele ocurrir con la rutina de los fiscales de distrito de localidades pequeñas, el único alivio en la monótona persecución de adictos a la metanfetamina y de ladrones de coches era un asesinato o una violación impactante, o ambas cosas a la vez. Para gran -aunque bien disimulada- contrariedad del propio Koffee, en toda su carrera solo había sido fiscal en dos asesinatos acreedores a la pena de muerte, tibio historial para Texas. El primero, y más famoso, era el de Nicole Yarber. Tres años después, en 2002, conseguía más fácilmente otra condena a muerte en el caso de un negocio de drogas malogrado que había dejado sembrada de cadáveres una carretera rural.

Y de ahí no pasaría. Abandonaba el cargo por culpa de un escándalo. Había prometido a los votantes que dentro de dos años no aspiraría a la reelección. Su mujer, con quien llevaba veintidós años casado, lo había dejado de la noche a la mañana, armando un gran revuelo. La ejecución de Drumm sería su último momento de gloria.

Su secuaz era Drew Kerber, quien, tras su ejemplar labor en el caso Drumm, había sido ascendido a detective jefe de la policía de Slone, cargo que seguía orgulloso de ostentar. Rondaba los cuarenta y seis años, diez menos que el fiscal, y aunque a menudo trabajaban codo con codo, se movían en círculos sociales diferentes. Kerber era poli, y Koffee, letrado. Slone, como la mayoría de las ciudades pequeñas del Sur, tenía las fronteras bien delimitadas.

Ambos, cada uno por su lado, le habían prometido a Donté Drumm que asistirían al momento del «pinchazo». El primero en hacerlo fue Kerber, durante el brutal interrogatorio del que salió la confesión. Cuando no clavaba el dedo en el pecho del joven, y no le lanzaba todos los insultos imaginables, le prometía una y otra vez que le esperaba la inyección, y que él, el detective Kerber, lo presenciaría.

En el caso de Koffee, la conversación fue mucho más breve. Durante una pausa en el juicio, en ausencia de Robbie Flak, Koffee organizó un encuentro rápido y secreto con Donté Drumm justo a la salida del juzgado, bajo una escalera. Le propuso un trato: declárate culpable y vivirás, sin libertad condicional; de lo contrario, morirás. Donté lo rechazó. Al oírle reiterar su inocencia, Koffee lo insultó y le aseguró que lo vería morir. Al cabo de un momento, ante el ataque verbal de Flak, negó el encuentro.

Hacía nueve años que ambos convivían con el caso Yarber, y se habían visto a menudo en la necesidad, por diversos motivos, de «ir a ver a Reeva». No siempre era una visita agradable, que les apeteciera hacer, pero Reeva era una pieza de tal importancia en el caso que no se podía descuidar de ningún modo.

Reeva Pike era la madre de Nicole, una mujer recia y sin pelos en la lengua cuyo entusiasmo al aceptar el papel de víctima rayaba con frecuencia en lo ridículo. Su implicación en el caso era larga, pintoresca y a menudo polémica. Ahora que la historia entraba en su último acto, en Slone muchos se preguntaban qué sería de ella cuando terminase.

Reeva se había pasado dos semanas dando la lata a Kerber y a la policía, mientras ellos buscaban frenéticamente a Nicole. Había llorado ante las cámaras, y amonestado en público a todos los cargos electos -desde el concejal de su barrio hasta el gobernador- por no haber encontrado a su hija. Tras la detención y supuesta confesión de Donté Drumm, se sometió gustosamente a largas entrevistas en las que no mostraba comprensión alguna con la presunción de inocencia, y en las que exigía cuanto antes la pena de muerte. Sus años de experiencia como profesora de la Biblia para mujeres en la Primera Iglesia Baptista le permitían blandir las escrituras y predicar como si tal cosa sobre la aquiescencia divina al castigo amparado por el estado. Su insistencia en referirse a Donté como «el chico ese» encrespaba a los negros de Slone. También le tenía reservados otros nombres, entre los que sentía predilección por «monstruo» y «asesino a sangre fría». Durante el juicio estuvo sentada junto a su marido, Wallis, y a sus dos hijos, en primera fila, justo detrás de la acusación, estrechamente rodeada por otros parientes y amigos. Nunca andaban lejos dos agentes armados, que separaban a Reeva y su clan de la familia y los partidarios de Donté Drumm. Durante los descansos circulaban palabras tensas. En cualquier momento podría haber brotado la violencia. Cuando el jurado anunció la condena a muerte, Reeva se levantó de un salto.