– ¡Alabado sea Dios! -dijo.
El juez la reconvino de inmediato, amenazándola con la expulsión. Cuando se llevaron esposado a Donté, Reeva ya no pudo contenerse.
– ¡Tú has matado a mi nenita! -gritó-. ¡Te veré exhalar el último aliento!
Al cumplirse el primer año de la desaparición de Nicole (y cabía suponer que de su muerte), Reeva organizó una rebuscada vigilia en Rush Point, a orillas del Red River, cerca del banco de arena donde habían encontrado el carnet del gimnasio y el de estudiante. Alguien hizo una cruz blanca y la clavó en el suelo. En torno a ella se dispusieron flores y grandes fotos de Nikki. El predicador ofició una ceremonia en su recuerdo, y dio gracias a Dios por «el veredicto justo y veraz» del jurado. Se encendieron velas, se entonaron himnos y se rezaron oraciones. La vigilia se convirtió en un acto anual, siempre en la misma fecha; un acto al que Reeva siempre asistía, frecuentemente con un equipo de reporteros a su zaga.
Ingresó en un grupo de víctimas, y en poco tiempo ya iba a conferencias e impartía charlas. Compiló una larga lista de quejas contra el sistema judicial, empezando por sus «retrasos interminables y dolorosos», y se volvió toda una experta en contentar a multitudes con sus nuevas teorías. Escribió a Robbie Flak cartas feroces, y hasta intentó escribir a Donté Drumm.
Reeva creó una web, WeMissYouNikki.com, y la llenó con mil fotos de la joven. Llevaba infatigable un blog sobre su hija y el proceso, que a menudo la tenía toda la noche ante el teclado. Robbie Flak la amenazó por dos veces con denunciarla por los textos difamatorios que publicaba, aunque era consciente de que lo mejor era dejarla en paz. Reeva acosaba a los amigos de Nikki para que colgasen sus anécdotas y recuerdos favoritos, y guardaba rencor a los que perdían interés por el asunto.
Su conducta podía ser estrambótica. Cada cierto tiempo protagonizaba viajes en coche río abajo, en busca de su hija. Se la veía con frecuencia mirando el agua desde un puente, perdida en otro mundo. El Red River atraviesa Shreveport, Luisiana, a doscientos kilómetros al sudeste de Slone. Lo de Reeva con Shreveport fue una fijación. Encontró un hotel céntrico con vistas al río, que se convirtió en su refugio. Pasó en él muchos días y muchas noches, paseándose por la ciudad y merodeando por centros comerciales, cines y cualquier otro sitio donde les gustase reunirse a los adolescentes. Sabía que aquello era irracional. Sabía que era inconcebible que Nikki pudiera haber sobrevivido y se escondiese de ella, pero a pesar de los pesares seguía yendo en coche a Shreveport y fijándose en las caras de las chicas. No podía renunciar a ello. Algo tenía que hacer.
Acudió varias veces a otros estados donde hubieran desaparecido adolescentes. Era la experta, la que tenía una experiencia que comunicar. Su lema, con el que se esforzaba por consolar y serenar a las familias, era «Puedes sobrevivir», aunque en su ciudad muchos se preguntaban hasta qué punto estaba sobreviviendo ella.
Ahora que había empezado la cuenta atrás, andaba loca con los detalles de la ejecución. Los reporteros habían vuelto, y ella tenía mucho que decir. Tras nueve largos años de amargura, por fin tenía la justicia a su alcance.
El lunes al caer la tarde, Paul Koffee y Drew Kerber decidieron que era el momento de ir a ver a Reeva.
Los recibió en la puerta con una sonrisa, e incluso con rápidos abrazos. Koffee y Kerber nunca sabían con qué Reeva se iban a encontrar. Podía ser encantadora o terrorífica. Sin embargo, con la muerte de Donté tan cerca, estuvo educada y vehemente. Atravesando la acogedora casa suburbana de dos plantas, llegaron a una sala grande, un anexo detrás del garaje que con el paso de los años se había convertido en el centro de operaciones de Reeva. Una mitad era un despacho, con archivadores, y la otra, un santuario en honor de su hija. Había grandes ampliaciones enmarcadas en color, retratos hechos póstumamente por admiradores, trofeos, cintas, placas y un premio del concurso científico de octavo curso. Las vitrinas permitían seguir casi toda la vida de Nikki.
Wallis, el segundo marido de Reeva y padrastro de Nicole, no estaba en casa. Con los años se le veía cada vez menos, y corría el rumor de que le estaba resultando muy difícil soportar el duelo y los lamentos constantes de su esposa. Se sentaron en torno a una mesa de centro, donde Reeva les sirvió té helado. Tras un intercambio de cumplidos, salió el tema de la ejecución.
– En la sala de testigos hay cinco plazas -dijo Koffee-. ¿Para quién serán?
– Para Wallis y para mí, claro. Chad y Marie aún no se han decidido, pero es probable que vengan. -Reeva nombró al hermanastro y la hermanastra de Nicole como si no se decidieran a ir a un partido-. La última plaza probablemente sea para el hermano Ronnie. No tiene ganas de ver una ejecución, pero siente la necesidad de acompañarnos.
El hermano Ronnie era el pastor de la Primera Iglesia Baptista. Llevaba unos tres años en Slone, y obviamente no había conocido a Nicole, pero estaba convencido de la culpabilidad de Drumm, y temía disgustar a Reeva.
Hablaron durante unos minutos sobre el protocolo del corredor de la muerte y las normas sobre testigos, horarios y demás.
– Reeva, ¿podríamos hablar sobre mañana? -preguntó Koffee.
– Pues claro.
– ¿Aún vas a hacer lo de Fordyce?
– Sí. Ya está en la ciudad. Rodaremos aquí mismo, a las diez de la mañana. ¿Por qué lo preguntas?
– No tengo claro que sea buena idea -dijo Koffee.
Kerber asintió, mostrándose de acuerdo.
– Ah, ya. ¿Y por qué no?
– Es que es un personaje tan incendiario, Reeva… Nos preocupan mucho las reacciones del jueves por la noche. Ya sabes lo disgustados que están los negros.
– Puede haber problemas, Reeva -añadió Kerber.
– Si los negros dan problemas, detenedlos -dijo ella.
– Es justo el tipo de situación al que le gusta lanzarse Fordyce. Es un agitador, Reeva. Lo que quiere es armar follón, para poder estar en el centro. Así suben los índices de audiencia.
– Es lo único que le importa -añadió Kerber.
– Vaya, vaya… Qué nerviosos os veo -los regañó ella.
Sean Fordyce era el presentador de un programa de Nueva York que se había hecho un hueco en la televisión por cable dando una visión sensacionalista de los asesinatos. No tenía complejos en teñirlo todo con un sesgo de derechas, siempre a favor de la última ejecución, o del derecho a llevar armas, o de la detención de inmigrantes ilegales (grupo al que le encantaba atacar por ser objetivos mucho más fáciles que otros de piel oscura). No era un formato muy original, pero Fordyce había encontrado una mina de oro al empezar a filmar el momento en que las familias de las víctimas se preparaban para presenciar las ejecuciones. Se había hecho famoso por una proeza de su equipo: esconder una cámara minúscula en la montura de las gafas del padre de un niño asesinado en Alabama. Era la primera vez que el mundo veía una ejecución, y el dueño de la filmación era Sean Fordyce, que la reprodujo sin descanso, comentando a cada proyección lo sencilla, plácida e indolora que era, demasiado fácil para un asesino tan violento.