Выбрать главу

– Pues de repente tendríamos algo de munición, una o dos balas, algo que presentar ante los tribunales para hacer un poco de ruido. El problema es que cuando los mentirosos empiezan a retractarse de sus testimonios a todo el mundo le da por sospechar, sobre todo a los jueces que dirimen los recursos. ¿Dónde está el límite de las mentiras? ¿Cuándo miente, ahora o antes? La verdad es que está difícil, pero ahora mismo todo está difícil.

Robbie siempre había sido franco, sobre todo en su trato con las familias de los acusados por delitos graves. En aquella fase del caso de Donté, parecía absurdo albergar esperanzas.

Roberta se quedó estoicamente sentada, con las manos debajo de las piernas. Tenía cincuenta y seis años, pero aparentaba muchos más. Desde que su marido, Riley, había muerto, hacía cinco años, ya no se teñía el pelo, y había dejado de comer. Estaba gris, demacrada, y hablaba muy poco; claro que siempre había sido parca. El gran hablador, el bocazas, el lanzado, era Riley; a Roberta le quedaba el papel de suavizar las cosas a espaldas de su marido, poner parches en las desavenencias que creaba. Desde hacía unos días aceptaba lentamente la realidad, que parecía superarla. Ni ella, ni Riley, ni ningún miembro de la familia habían puesto en duda alguna vez la inocencia de Donté. En sus tiempos, el muchacho había intentado lesionar a algún jugador, y en caso de necesidad sabía defenderse muy bien en el patio o en la calle, pero en el fondo era un bonachón, un chico sensible, incapaz de hacer daño a una persona inocente.

– Mañana iremos Martha y yo a Polunsky, para ver a Donté -dijo Robbie-. Si tenéis alguna carta, se la puedo llevar.

– Yo a las diez de la mañana estoy citado con el alcalde -anunció el reverendo Canty-. Habrá varios pastores más. La intención es transmitirle nuestra inquietud por lo que pueda pasar en Slone si ejecutan a Donté.

– La cosa se pondrá fea -dijo un tipo.

– Ni lo dudes -añadió Cedric-. Por aquí la gente está que trina.

– La ejecución sigue programada para el jueves a las seis de la tarde, ¿no? -preguntó Andrea.

– Sí -confirmó Robbie.

– ¿Y cuándo estaremos seguros de que la cumplirán? -preguntó ella.

– Normalmente no se sabe hasta el último momento, más que nada porque los abogados apuran al máximo todas las posibilidades.

Andrea miró a Cedric, nerviosa.

– Pues mira, Robbie -dijo-, que sepas que en esta parte de la ciudad hay mucha gente que piensa salir a la calle en cuanto eso ocurra. Habrá problemas, y yo lo entiendo; pero una vez que empiece, podría descontrolarse.

– Más vale que la ciudad vaya con cuidado -dijo Cedric.

– Es lo que le diremos al alcalde -intervino Canty-. Más le vale hacer algo.

– Lo único que puede hacer es reaccionar -dijo Robbie-. El no tiene nada que ver con la ejecución.

– ¿No puede hablar por teléfono con el gobernador?

– Sí, claro, pero no deis por supuesto que el alcalde esté en contra de la ejecución. Si habla con el gobernador, lo más probable es que le presione para que no suspenda la condena. El alcalde es un texano de la vieja escuela. Le encanta la pena de muerte.

Nadie en la sala tenía gran cariño al alcalde, ni al gobernador, dicho fuera de paso. Robbie cambió de tema, para no seguir hablando de posibles brotes de violencia. Tenían detalles importantes que tratar.

– Según el reglamento de la Dirección General de Prisiones, la última visita de la familia será el jueves a las ocho de la mañana, en la Unidad Polunsky, antes de que trasladen a Donté a Huntsville -siguió explicando-. Ya sé lo impacientes que estáis por verlo, y él también se muere de ganas, pero al llegar no os sorprendáis, porque será una visita normal. Habrá una lámina de plexiglás entre él y vosotros, y hablaréis por teléfono. Es ridículo, pero bueno, estamos en Texas.

– ¿Ni abrazos ni besos? -dijo Andrea.

– No. Son las normas.

Roberta empezó a llorar, con lagrimones y sollozos sofocados.

– No puedo coger a mi niño -se lamentó.

Uno de los hermanos le dio un kleenex, y unas palmadas en el hombro. Roberta tardó aproximadamente un minuto en recuperar la compostura.

– Lo siento.

– No lo sientas, Roberta -dijo Robbie-. Eres madre, y están a punto de ejecutar a tu hijo por algo que no hizo. Tienes derecho a llorar. Yo estaría llorando a grito pelado, y pegando tiros. Aún no lo descarto.

– ¿Y en lo que es la ejecución en sí? -preguntó Andrea-. ¿Quién puede estar?

– La sala de testigos está dividida por una pared, para separar a la familia de la víctima de la del recluso. Todos los testigos están de pie. No hay asientos. A ellos les tocan cinco plazas, y a vosotros otras cinco. El resto es para los abogados, los funcionarios de la cárcel, la prensa y algunas personas más. Yo estaré presente. Roberta, ya sé que piensas ser testigo, pero Donté se niega rotundamente a que vayas. Tu nombre está en la lista, pero él no quiere que lo veas.

– Lo siento, Robbie -dijo ella, sonándose-. Ya lo hemos hablado. Estuve cuando nació, y estaré cuando muera. Aunque no lo sepa, me necesitará. Seré testigo.

Robbie no pensaba discutir. Prometió volver el día siguiente por la tarde.

Capítulo 7

Mucho después de acostar a los niños, Keith y Dana Schroeder estaban en la cocina de la modesta casa parroquial del centro de Topeka, propiedad de la iglesia. Se habían sentado frente a frente, con sendos portátiles, libretas y cafés descafeinados. La mesa estaba llena de materiales de la web, impresos en el despacho del pastor. Habían cenado algo rápido (macarrones con queso), porque los niños tenían deberes y los padres estaban ocupados.

Al consultar fuentes en la red, Dana no había podido corroborar la afirmación de Boyette de que en enero de 1999 lo hubieran detenido y encarcelado en Slone. Los registros judiciales antiguos de la ciudad no estaban disponibles. Según el directorio del Colegio de Abogados, en Slone había ciento treinta y un letrados. Eligió diez al azar y los llamó por teléfono, diciendo que trabajaba en la comisión de libertad condicional de Kansas, y que estaba consultando los antecedentes de un tal Travis Boyette. ¿Ha representado usted alguna vez a alguien que respondiera a ese nombre? No. Pues disculpe la molestia. No tenía tiempo de llamar uno por uno a todos los abogados, ni le veía el sentido. Decidió que el día siguiente, que era martes, llamaría a primera hora al secretario judicial del ayuntamiento.

Después de haber tenido en sus manos el anillo de graduación de Nicole, Keith albergaba pocas dudas de que Boyette dijera la verdad. ¿Y si le habían robado el anillo antes de su desaparición?, preguntó Dana. ¿Y si lo sacaba de una casa de empeños? ¿Y si…? Era poco probable que Boyette se comprase un anillo así en una casa de empeños, ¿no? Se pasaron horas así, poniendo en duda mutuamente sus ideas.

Gran parte del material esparcido por la mesa procedía de dos webs, WeMissYouNikki.com y FreeDonteDrumm.com. La de Donté la administraba el bufete de Robbie Flak, y era mucho más completa, activa y profesional; la web de Nikki la llevaba su madre. Ninguna de las dos hacía el menor esfuerzo por ser neutral.

Entrando en la de Donté, y abriendo la pestaña «Historial judicial», Keith bajó con el ratón hasta el meollo de la tesis de la acusación: «La confesión». El texto empezaba explicando que se basaba en dos versiones muy distintas de lo ocurrido. El interrogatorio, que se produjo en un intervalo de quince horas y doce minutos, sufrió pocas interrupciones. A Donté le dieron permiso para ir tres veces al baño y lo acompañaron dos veces por el pasillo hasta otra sala, para la prueba del polígrafo. Por lo demás, no salió de la habitación, llamada por el personal «sala del coro». A los policías les gustaba decir que tarde o temprano los sospechosos empezaban a cantar.