Cuando se trata de un recluso condenado a muerte, la comisión suele decidirse dos días antes de la ejecución. No hay ninguna reunión para votar, sino que se hace circular por fax una papeleta. Es lo que se llama «muerte por fax».
En el caso de Donté Drumm, la noticia de su muerte por fax se dio el martes a las ocho y cuarto de la mañana. Robbie leyó el fallo en voz alta a su equipo, sin que se produjera la más leve sorpresa. A esas alturas ya habían perdido tantos rounds que la victoria no entraba en sus cálculos.
– Bueno, venga, a pedir la suspensión al gobernador -dijo Robbie, sonriendo-. Seguro que se alegra de volver a tener noticias nuestras.
Entre las toneladas de instancias, peticiones y solicitudes que había elevado el bufete a lo largo del último mes, y que seguiría expidiendo en abundancia hasta que falleciera su cliente, el mayor despilfarro de papel era sin duda pedirle al gobernador de Texas que suspendiera la condena. Durante el último año, el gobernador había hecho por dos veces caso omiso a otros tantos indultos de su comisión de libertad condicional, dando luz verde a las correspondientes ejecuciones. Le encantaba la pena de muerte, sobre todo cuando andaba a la caza de votos. Una de sus campañas tenía como lema «La justicia dura de Texas», e incluía la promesa de «vaciar el corredor de la muerte». Y no se refería a dejar a nadie en libertad condicional.
– Vamos a ver a Donté -anunció Robbie.
El viaje en coche de Slone a la Unidad Polunsky, cerca de Livingston, Texas, suponía tres horas de tedio por carreteras de un solo carril por dirección. Robbie lo había hecho cien veces. Unos años atrás, cuando tenía a tres clientes pendientes de ejecución -Donté, Lamar Billups y un tal Colé Taylor-, se había cansado de las multas por exceso de velocidad, los conductores rurales y los accidentes evitados por los pelos al hablar por teléfono, así que se había comprado una camioneta, larga, voluminosa, sobrada de espacio, y la había llevado a un taller de gama alta de Fort Worth para que le instalasen teléfonos, televisores y todos los aparatitos del mercado, además de tapicería de lujo, butacas de la mejor piel (a la vez giratorias y reclinables), un sofá en la parte trasera (por si tenía que echar una cabezadita) y un minibar (por si le entraba sed). Designó chófer oficial a Aaron Rey. En el asiento de al lado solía ir Bonnie, la otra técnica legal, lista para saltar a la menor orden del señor Flak. Desde entonces los viajes eran mucho más productivos, ya que Robbie podía hacer llamadas, trabajar con el portátil o leer informes de ida o de vuelta a Polunsky, cómodamente instalado en su despacho portátil.
Su asiento estaba justo detrás del asiento del conductor. A su lado iba Martha Handler, y delante, junto a Aaron, Bonnie.
Salieron de Slone a las ocho y media de la mañana, y poco después circulaban entre las colinas del este de Texas.
El quinto miembro del equipo era nuevo: la doctora Kristina Hinze, o Kristi, como se la llamaba en el bufete Flak, donde no había nadie con tantas pretensiones como para llevar título, y donde casi todos los nombres de pila se abreviaban. Era la última de una serie de expertos en los que Robbie había quemado su dinero para salvar a Donté. Era una psiquiatra clínica que había realizado estudios sobre presos y sobre las condiciones carcelarias, y escrito un libro entre cuyas tesis figuraba la de que las celdas incomunicadas eran una de las peores formas de tortura. A cambio de diez mil dólares, se esperaba de ella que hablase con Donté y, tras haberlo evaluado, preparase (deprisa) un informe en el que describiese el deterioro de su estado mental y declarase que 1) ocho años incomunicado lo habían vuelto loco y que 2) tales medidas constituyen un castigo cruel e inhabitual.
En 1986, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que no se ejecutase a ningún loco. La última ofensiva de Robbie sería presentar a Donté como un psicótico esquizoide que no entendía nada.
No era un argumento que tuviera muchas posibilidades. Kristi Hinze solo tenía treinta y dos años, y no hacía mucho que había dejado las aulas. Carecía de experiencia judicial en su currículo, cosa que a Robbie no le preocupaba, ya que su esperanza era que Kristi tuviera la oportunidad de declarar en una vista sobre facultades mentales, dentro de varios meses. A ella le correspondía el sofá de detrás, y trabajaba tan duro como todos, rodeada de papeles.
– ¿Podemos hablar? -dijo Martha Handler a Robbie, que acababa de hacer una llamada.
Se había convertido en la fórmula habitual siempre que tenía algo que preguntarle.
– Claro que sí -repuso él.
Martha encendió una de sus muchas grabadoras y la puso delante de Robbie.
– Es sobre el tema del dinero. La jueza te asignó la defensa de Donté, que fue calificado de acusado indigente, pero…
– Sí, Texas no tiene ningún sistema de defensa pública digno de ese nombre -la interrumpió él.
Después de varios meses juntos, Martha había aprendido a perder la esperanza de acabar alguna frase.
– Total, que los jueces de la zona recurren a sus amigotes -siguió diciendo Robbie-, o, si es un caso tan malo que no lo quiere nadie, se traen a algún desgraciado. En mi caso, fui a ver a la jueza y me presenté voluntario. Me lo dio encantada. Los otros abogados de la ciudad no querían verlo ni en pintura.
– Pero los Drumm no son precisamente pobres; los dos…
– Ya, pero funciona así. Pagarse a un abogado para un delito castigable con la pena de muerte solo está al alcance de los ricos, y en el corredor de la muerte no hay ricos. Yo podría haber sacado cinco mil o diez mil dólares a la familia, y hacer que hipotecaran otra vez la casa, o algo por estilo, pero ¿qué sentido tenía? Total, lo iba a pagar la buena gente del condado de Chester… Es una de las grandes ironías de la pena de muerte. La gente quiere pena de muerte (sobre un setenta por ciento, en este estado), pero no tiene ni idea de por cuánto dinero le sale.
– ¿Cuánto han pagado? -preguntó Martha, deslizando la pregunta con habilidad antes de que Robbie pudiera seguir hablando.
– Uy, no lo sé, mucho. Bonnie, ¿de momento cuánto nos han pagado?
– Casi cuatrocientos mil -dijo Bonnie sin vacilar ni mirar apenas por encima del hombro.
Robbie siguió hablando prácticamente sin interrupción.
– Incluidos los honorarios de los abogados, a razón de ciento veinticinco dólares la hora, más gastos, sobre todo en investigadores, y un buen pellizco para los testigos periciales.
– Es mucho dinero -dijo Martha.
– Sí y no. Cuando un bufete trabaja por ciento veinticinco dólares la hora, pierde dinero a espuertas. Yo nunca lo volveré a hacer. No puedo permitírmelo; los contribuyentes tampoco, pero al menos yo sé que pierdo la camisa, mientras que ellos no. Ve a la calle Mayor de Slone y pregúntale a fulanito cuánto han pagado él y sus conciudadanos para acusar a Donté Drumm. ¿Sabes qué te dirá?
– ¿Cómo voy a saber…?
– Te dirá que no tiene ni idea. ¿Conoces el caso de los hermanos Tooley, en el oeste de Texas? Es muy famoso.
– Lo siento. Debí de perderme…
– Dos hermanos, los Tooley, un par de idiotas de no sé qué parte del oeste de Texas. ¿Qué condado, Bonnie?
– Mingo.
– Del condado de Mingo. Una zona muy rural. Toda una historia. Escucha. Dos chorizos estaban atracando tiendas de veinticuatro horas y gasolineras. De lo más sofisticado, ya ves. Una noche les sale algo mal y le pegan un tiro a una dependienta. La bala estaba serrada; un asco, vaya. Luego los pillan porque se habían olvidado de las cámaras de vigilancia. El pueblo se indigna. La policía se pavonea. El fiscal promete justicia rápida. Todos quieren un juicio rápido y una ejecución igual de rápida. Con la cantidad de delitos que hay en el condado de Mingo, nunca ha habido ningún tribunal que haya mandado a nadie al corredor de la muerte. Mira, en Texas hay muchas maneras de sentirse olvidado, pero vivir en una comunidad que se ha quedado al margen del tema de las ejecuciones ya es bochornoso. ¿Qué se han creído los parientes de Houston? En Mingo ven llegada su ocasión. Quieren sangre. Los hermanos no quieren pactar una sentencia, porque el fiscal insiste en la pena de muerte, y ¿qué sentido tiene autoinculparse para que te maten? Así que los juzgan a los dos juntos. Condena rápida, y por fin pena de muerte. Durante el recurso, el tribunal encuentra todo tipo de errores. El fiscal había hecho una chapuza. Se anulan las condenas, y se empieza otra vez pero con juicios separados. Dos juicios en vez de uno. ¿Estás tomando apuntes?