– No, estoy buscando qué relación tiene con lo nuestro.
– Es una historia buenísima.
– Y eso es lo único que importa.
– Pasa un año, más o menos. Juzgan por separado a los hermanos. Otros dos veredictos de culpabilidad, y otros dos viajes al corredor de la muerte. El tribunal de apelación ve más problemas, pero de los garrafales, ¿eh? El fiscal era tonto perdido. Anulación y dos nuevos juicios. La tercera vez, un jurado condena por asesinato al que había disparado, y le echa cadena perpetua. Vete tú a saber. Es Texas. O sea que un hermano cumple cadena perpetua. Al otro lo mandaron al corredor de la muerte, donde se suicidó a los pocos meses; sin saber cómo, consiguió una cuchilla de afeitar y se hizo un tajo.
– ¿Y por qué lo cuentas?
– Por lo siguiente. El caso, de principio a fin, costó tres millones al condado de Mingo. No tuvieron más remedio que subir varias veces los impuestos sobre la propiedad, lo cual sublevó a la gente. Se recortaron drásticamente los presupuestos para escuelas, mantenimiento de carreteras y sanidad. Cerraron la única biblioteca que había. El condado estuvo varios años al borde de la quiebra. Y todo se podría haber evitado si el fiscal hubiera dejado que los hermanos se declarasen culpables y aceptasen la cadena perpetua sin libertad condicional. He oído que ahora en Mingo la pena de muerte ya no está tan bien vista.
– A mí me interesaba más…
– Entre una cosa y otra, matar legalmente a una persona en Texas cuesta unos dos millones de dólares. Compáralo con los treinta mil que cuesta anualmente tener a alguien en el corredor de la muerte.
– No es la primera vez que oigo eso -dijo Martha.
Y no lo era, en efecto: Robbie tenía una gran facilidad para pontificar, sobre todo si era sobre la pena de muerte, uno de sus muchos temas favoritos.
– De todos modos, ¿qué más da? En Texas nos sobra el dinero.
– ¿Podríamos hablar del caso de Donté Drumm?
– Ah, bueno, por qué no…
– El fondo de defensa. Lo…
– … creé hace unos años, como organización sin ánimo de lucro registrada y regida por toda la normativa pertinente que dicta la Agencia Tributaria. Lo administran conjuntamente mi bufete y Andrea Bolton, la hermana pequeña de Donté Drumm. ¿A cuánto ascienden de momento los ingresos, Bonnie?
– Noventa y cinco mil dólares.
– Noventa y cinco mil dólares. ¿Y cuánto hay disponible?
– Cero.
– Ya me lo suponía. ¿Quieres que te detalle en qué se ha gastado?
– Tal vez. ¿En qué?
– En gastos procesales, gastos del bufete, testigos periciales y algo de pasta para que la familia viajara a ver a Donté. No es exactamente una ONG de primera. Francamente, no hemos tenido tiempo ni personal para buscar donativos.
– ¿Quiénes son los donantes?
– Sobre todo británicos y europeos. El donativo medio ronda los veinte pavos.
– Dieciocho con cincuenta -puntualizó Bonnie.
– Cuesta mucho recaudar dinero para un reo condenado por asesinato, independientemente de lo que explique él.
– ¿Cuánto suman las pérdidas? -preguntó Martha.
La respuesta no fue inmediata. Bonnie, que por una vez no sabía qué decir, se encogió ligeramente de hombros en el asiento delantero.
– No lo sé -dijo Robbie-. Puestos a decir algo, al menos cincuenta mil, o puede que cien mil. Quizá tuviera que haber gastado más.
Dentro de la camioneta sonaban constantemente los teléfonos. Sammie tenía que preguntar algo a su jefe desde el bufete. Kristi Hinze hablaba con otro psiquiatra. Aaron escuchaba a alguien mientras conducía.
La fiesta empezó temprano, con galletas de boniato directamente salidas del horno de Reeva. A ella le encantaba hacerlas y comerlas, y cuando Sean Fordyce reconoció no haberlas probado nunca, Reeva simuló incredulidad. A la hora en que llegó Fordyce -en el centro de una piña compuesta por su peluquera, su maquilladora, su secretaria y su relaciones públicas-, la casa de Reeva y Wallis Pike estaba a reventar de vecinos y amigos. Por la puerta salía un denso vaho de jamón curado frito. En el camino de entrada había dos camiones largos, aparcados de culo, y hasta el equipo de rodaje masticaba galletas.
A Fordyce, un imbécil irlandés de Long Island, le irritó un poco el gentío, pero puso al mal tiempo buena cara y firmó autógrafos. Era la estrella, y ellos, Sus fans. Compraban sus libros, miraban su programa y alimentaban sus índices de audiencia. Fordyce posó para unas cuantas fotos y se comió una galleta con jamón, que pareció gustarle. Era un hombre rechoncho, de rasgos carnosos; poco que ver con el aspecto tradicional de las estrellas, aunque a esas alturas ya daba igual. Llevaba trajes oscuros y gafas modernas que le hacían parecer mucho más inteligente de lo que mostraban sus actos.
El plato estaba en la habitación de Reeva, el gran anexo pegado a la parte trasera de la casa como una excrecencia cancerosa. Reeva y Wallis se situaron en un sofá, con fotos ampliadas en color de Nicole como trasfondo. Wallis, con corbata, parecía recién salido de su dormitorio por obligación, lo cual era cierto. Reeva iba abundantemente maquillada, con el tinte y la permanente recién hechos, y llevaba su mejor vestido negro. Fordyce se sentó cerca de ellos, en una silla, atendido por sus cuidadores, que le echaban espray en el pelo y le empolvaban la frente. El equipo estaba ocupado con las luces. Había pruebas de sonido en marcha, y monitores en proceso de ajuste. Los vecinos se apretujaban detrás de las cámaras, con severas instrucciones de no hacer ningún ruido.
– ¡Silencio! -dijo el productor-. Estamos rodando.
Primer plano de Fordyce dando la bienvenida a sus espectadores a un nuevo episodio. Explicó dónde estaba, a quién iba a entrevistar y lo esencial del delito, la confesión y la condena.
– Si se cumplen las previsiones -dijo con gravedad-, el señor Drumm será ejecutado pasado mañana.
Presentó a la madre y al padrastro, y les dio su pésame por la tragedia, como no podía ser menos. También les dio las gracias por abrirle su casa, a fin de que el mundo, a través de sus cámaras, pudiera presenciar su sufrimiento. Empezó por Nicole.
– Cuéntenos algo de ella -suplicó, o poco menos.
Wallis no hizo el menor esfuerzo por hablar, actitud que mantuvo durante toda la entrevista. Era el espectáculo de Reeva, que, excitada y saturada de estímulos, se echó a llorar a las pocas palabras. Sin embargo, llevaba tanto tiempo llorando en público que ya sabía conversar al mismo tiempo que corrían sus lágrimas. Habló y habló sobre su hija.
– ¿La echa de menos? -preguntó Fordyce.
Era una de sus preguntas tontas, especialidad de la casa, cuyo único objetivo era extraer más emoción. Reeva se la dio. Él le ofreció el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo de la americana. De hilo. El hombre irradiaba compasión por todos sus poros.