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Finalmente sacó el tema de la ejecución, motor de su programa.

– ¿Todavía piensa estar presente? -preguntó, seguro de la respuesta.

– ¡Por supuesto! -dijo ella.

Wallis logró asentir con la cabeza.

– ¿Por qué? ¿Qué significará para usted?

– Significa tanto… -dijo ella. La idea de la venganza secó sus lágrimas-. Esa bestia le quitó la vida a mi hija. Se merece morir, y yo quiero verlo; quiero mirarle a los ojos cuando exhale su último aliento.

– ¿Cree que él la mirará?

– Lo dudo. Es un cobarde. Dudo que cualquier ser humano capaz de hacer lo que le hizo a mi niña preciosa sea bastante hombre para mirarme.

– ¿Y sus últimas palabras? ¿Desea usted una disculpa?

– Sí, pero no la espero. Nunca se ha responsabilizado de lo que hizo.

– Confesó.

– Sí, pero después lo pensó, y desde entonces lo ha negado. Supongo que también lo negará cuando le aten las correas y se despida.

– Adelantémonos un poco en el tiempo, Reeva. Díganos qué cree que sentirá cuando lo declaren muerto.

Reeva sonrió solo de pensarlo, pero se refrenó enseguida.

– Alivio, tristeza… No lo sé. Será cerrar otro capítulo de una historia larga y triste. Pero no será el final.

Wallis frunció un poco el ceño al oírlo.

– ¿Cuál es el último capítulo, Reeva?

– Cuando pierdes un hijo, Sean, sobre todo si te lo quitan de manera tan violenta, no hay final.

– No hay final -repitió Fordyce, sombrío. Después se volvió hacia la cámara y repitió, extremando el dramatismo-: No hay final.

Hicieron un descanso rápido, en el que cambiaron algunas cámaras de sitio y añadieron más espray al pelo de Fordyce. Cuando volvieron a rodar, Fordyce consiguió unos cuantos gruñidos de Wallis, un material que no aguantaría ni diez segundos en la fase de montaje.

El rodaje concluyó en menos de una hora. Fordyce se fue rápidamente. También estaba trabajando en una ejecución en Florida. Se aseguró de que todos supieran que le esperaba un avión. Uno de sus equipos de rodaje se quedaría dos días más en Slone, con la esperanza de que hubiera algún acto violento.

El jueves por la noche, Fordyce estaría en Huntsville, buscando el drama y rezando por que no se pospusiera la ejecución. Su parte favorita del programa era la entrevista posterior a la ejecución, en la que hablaba con la familia de la víctima justo después de que salió de la cárcel. Emocionalmente solían estar hechos papilla. Sabía que Reeva iluminaría la pantalla.

Capítulo 9

Dana tuvo que pasarse casi dos horas al teléfono, usando todas sus dotes de persuasión, para encontrar a un subsecretario que estuviera dispuesto a rebuscar en el registro indicado y confirmar que el 6 de enero de 1999 habían detenido a un tal Travis Boyette en Slone, Texas, por conducir borracho. Ya en la cárcel, se habían añadido acusaciones de mayor gravedad. Boyette había pagado la fianza y se había marchado de la ciudad. Más tarde, al ser detenido y condenado a diez años de cárcel en Kansas, se desestimaron los cargos y se archivó la causa. El funcionario explicó que el sistema seguido en Slone era eliminar los casos que no se quisiera o no se pudiera llevar adelante. En el caso de Boyette no había ningún auto pendiente, al menos en Slone y en el condado de Chester.

Keith, que no podía dormir, y que a las tres y media de la madrugada se preparó su primera cafetera, llamó por primera vez al bufete del señor Flak a las siete y media de la mañana. No estaba muy seguro de lo que le diría al abogado si se lo pasaban al teléfono, pero él y Dana habían decidido que no podían quedarse cruzados de brazos. En vista de que la recepcionista de Flak se lo quitaba de encima, llamó a otro abogado.

Matthew Burns era fiscal adjunto, y parroquiano activo de St. Mark. El y Keith tenían la misma edad, y habían entrenado juntos los equipos de béisbol infantil de sus hijos. Por suerte, aquel martes por la mañana Burns no tenía ningún juicio, aunque sí estaba en los juzgados, muy ocupado con comparecencias iniciales y otras cuestiones rutinarias. Keith encontró la sala, una de las muchas del juzgado, y asistió al curso de la justicia desde un asiento de las últimas filas. Después de una hora, empezó a ponerse nervioso y tuvo ganas de salir, pero no sabía muy bien adónde ir. Burns finalizó otra comparecencia ante el juez, se guardó los papeles en el maletín y se dirigió a la puerta. Saludó con la cabeza a Keith, que lo siguió. Encontraron un lugar a salvo del bullicio de los pasillos: un banco de madera muy gastado, junto a una escalera.

– Te veo muy mal -dijo Burns afablemente.

– Gracias. No sé si es una manera muy educada de saludar a tu pastor. Esta noche no he podido dormir, Matthew. Ni un minuto. ¿Has mirado la web?

– Sí, en el bufete, durante unos diez minutos. Drumm no me sonaba de nada, pero bueno, son casos que tienden a confundirse. Por aquí son bastante rutinarios.

– Drumm es inocente, Matthew -dijo Keith, con una convicción que sorprendió a su amigo.

– Bueno, es lo que pone en la web, pero no será el primer asesino que se proclame inocente.

Casi nunca hablaban de cuestiones jurídicas, ni de nada relacionado con la pena de muerte. Keith daba por supuesto que Matthew, como fiscal, era partidario de ella.

– El asesino está aquí, en Topeka, Matthew. El domingo por la mañana estuvo en la iglesia, probablemente a pocos bancos de donde estabais tú y tu familia.

– Soy todo oídos.

– Acaban de concederle la condicional. Está pasando noventa días en la casa de reinserción, y se está muriendo de un tumor cerebral. Ayer pasó por la oficina parroquial para que lo aconsejase. Tiene un largo historial de agresiones sexuales. He hablado dos veces con él, y ha admitido que violó y mató a la chica (confidencialmente, claro). Sabe dónde está enterrado el cadáver. No quiere que ejecuten a Drumm, pero tampoco quiere declarar. Es un desastre, Matthew, un psicópata enfermo de verdad, que en pocos meses también estará muerto.

Matthew espiró y sacudió la cabeza, como si le hubieran dado una bofetada.

– ¿Te puedo preguntar por qué estás tan metido en el asunto?

– No lo sé, pero lo estoy. Sé la verdad. La cuestión es qué hay que hacer para impedir la ejecución.

– Santo Dios, Keith.

– Sí, con él también he hablado, y todavía espero que me oriente; pero mientras espero que lo haga, también necesito que tú me orientes un poco. He llamado al bufete de la defensa, en Texas, pero no ha servido de nada.

– ¿Estos temas no tienes que guardarlos en secreto?

– Sí, y lo haré, pero ¿y si el asesino decide sincerarse y contar la verdad para que no ejecuten al otro? ¿Entonces qué? ¿Qué hacemos?

– ¿«Hacemos»? No tan rápido, colega.

– Ayúdame, Matthew. Yo no entiendo de leyes. He leído la web hasta quedarme bizco, pero cuanto más leo más me desconcierta. ¿Cómo se puede condenar a alguien por un asesinato sin que haya ningún cadáver? ¿Cómo se puede dar crédito a una confesión que está clarísimo que la policía consiguió a la fuerza? ¿Por qué dejan declarar a los chivatos de la cárcel a cambio de rebajarles la condena? ¿Cómo es posible que a un acusado negro le toque un jurado formado solo por blancos? ¿Cómo puede ser tan ciego un tribunal? ¿Dónde están los tribunales de apelación? Tengo una larga lista de preguntas.

– Pues yo no puedo contestar a todas, Keith. De todos modos, parece que la única importante es la primera: ¿cómo impedir la ejecución?

– Es lo que te pregunto, chico; el abogado eres tú.

– Está bien, está bien, déjame pensar un minuto. ¿Verdad que necesitas un café?