– Sí, solo me he tomado cinco litros.
Bajaron por una escalera a un pequeño bar donde encontraron una mesa en un rincón. Keith invitó a café y se sentó.
– Necesitas el cadáver -dijo Matthew-. Si el hombre que dices puede enseñar el cadáver, es probable que los abogados de Drumm consigan un indulto de los tribunales. Si no, la ejecución también podría suspenderla el gobernador. No estoy muy seguro de cómo funciona en Texas; cada estado es diferente, pero sin el cadáver tu amigo parecerá otro loco de los que buscan llamar la atención. Ten en cuenta que habrá peticiones de último minuto, Keith, como siempre. Los abogados expertos en pena de muerte saben utilizar el sistema, y muchas ejecuciones se aplazan. Puede que tengas más tiempo de lo que crees.
– Texas es bastante eficaz.
– En eso tienes razón.
– Hace dos años, a Drumm le faltaba una semana para que lo ejecutasen. Salió bien alguna instancia en un juzgado federal, aunque no me pidas detalles; lo he leído esta noche, y sigo sin tenerlo muy claro. El caso es que, según la web, ahora es poco probable un milagro de última hora. Su milagro, Drumm ya lo ha tenido. Se le ha acabado la suerte.
– Es esencial encontrar el cadáver. Es la única prueba clara de que ese hombre dice la verdad. ¿Tú sabes dónde está? Si lo sabes, no me lo expliques. Dime solo si lo sabes.
– No. Me dijo el estado, la localidad más próxima y la ubicación aproximada, pero también me dijo que lo había escondido tan bien que incluso a él le sería difícil encontrarlo.
– ¿Es en Texas?
– En Missouri.
Matthew sacudió la cabeza y bebió un buen sorbo.
– ¿Y si es un mentiroso como tantos, Keith? -preguntó-. Yo me encuentro cada día con una docena. Mienten sobre cualquier cosa. Mienten por costumbre. Mienten aunque les beneficiase mucho más la verdad. Mienten en el banquillo de los acusados, y a sus propios abogados; y cuanto más tiempo pasan en la cárcel, más mienten.
– Tiene el anillo de graduación de la chica, Matthew. Lo lleva al cuello, colgado de una cadena barata. La estuvo persiguiendo. Lo tenía obsesionado. Me enseñó el anillo. Yo lo cogí y lo examiné.
– ¿Estás seguro de que es auténtico?
– Si lo vieras tú, dirías que es auténtico.
Otro largo sorbo. Matthew miró el reloj.
– ¿Tienes que irte?
– Dentro de cinco minutos. ¿Está dispuesto a ir a Texas y proclamar la verdad?
– No lo sé. Dice que si sale de su jurisdicción infringirá la libertad condicional.
– En eso no miente; pero si se está muriendo, ¿qué más le da?
– Se lo pregunté, y me contestó con vaguedades. Además, no tiene dinero ni medios para el viaje. Su credibilidad es nula. Nadie le dará ni la hora.
– ¿Por qué has llamado al abogado?
– Porque estoy desesperado, Matthew. Yo a este hombre lo creo, y también creo que Drumm es inocente. Puede que el abogado de Drumm sepa qué hacer. Yo no.
Hubo un paréntesis en la conversación. Matthew asintió con la cabeza y habló con dos abogados de la mesa contigua. Volvió a mirar el reloj.
– Una última pregunta -dijo Keith-, puramente hipotética. ¿Y si lo convenzo de que vaya a Texas cuanto antes y empiece a contar su versión?
– Acabas de decir que no puede ir.
– Ya, pero ¿y si lo llevo yo?
– Ni hablar, Keith. Serías cómplice de infringir el pacto de libertad condicional. Rotundamente no.
– ¿Es muy grave?
– No estoy seguro, pero podría ponerte en una situación incómoda, y vete a saber si no te apartarían del sacerdocio. Dudo que fueras a la cárcel, pero doloroso lo sería.
– ¿Pues cómo quieres que vaya él a Texas?
– Creía que habías dicho que no tiene decidido ir.
– Pero ¿y si se decide?
– Cada cosa a su tiempo, Keith. -Tercera mirada al reloj-. Oye, me tengo que ir volando. Si te parece, quedamos para almorzar algo rápido y acabamos de hablarlo.
– Buena idea.
– Aquí, a la vuelta de la esquina, la de la calle Siete, hay un sitio que se llama Eppie's. Podríamos hablar tranquilamente en una de las mesas del fondo.
– Ya lo conozco.
– Nos vemos a las doce.
En el mostrador de Anchor House estaba el mismo ex recluso de ceño permanente, enfrascado en un crucigrama. No le gustó mucho que lo interrumpiesen. Dijo secamente que Boyette no estaba. Keith insistió con suavidad.
– ¿Está trabajando?
– Está en el hospital. Se lo llevaron ayer por la noche.
– ¿Qué tenía?
– Ataques. No sé nada más. El tipo está jodido de verdad, en varios sentidos.
– ¿A qué hospital?
– Yo no conducía la ambulancia.
Retomó su crucigrama sin decir nada más. La conversación se había terminado.
Keith encontró al paciente en la segunda planta del hospital St. Francis, en una habitación para dos, junto a la ventana. Las dos camas estaban separadas por una cortina muy delgada. En calidad de pastor visitante -cuyo rostro, además, no era desconocido-, Keith dijo a la enfermera que el señor Boyette había asistido a su iglesia, y que tenía que verlo. No hizo falta más.
Boyette estaba despierto, con una vía intravenosa en la mano izquierda. Al ver a Keith, sonrió y tendió flácidamente su mano derecha para un rápido apretón.
– Gracias por venir, pastor -dijo con voz débil y ronca.
– ¿Cómo se encuentra, Travis?
Pasaron cinco segundos. Boyette levantó ligeramente la mano izquierda.
– Estos medicamentos son eficaces -dijo-. Me encuentro mejor.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Keith, aunque creyera saberlo.
Boyette desvió la mirada hacia la ventana, aunque solo se viera el cielo gris. Pasaron diez segundos.
– Después de que se fuera usted, pastor, me puse nervioso de verdad. Tuve unos dolores tremendos de cabeza, que no había manera de que se fueran. Luego me quedé inconsciente, y me trajeron aquí, dicen que con temblores y sacudidas.
– Lo siento, Travis.
– La culpa es casi toda suya, pastor. Fue usted quien me estresó.
– Lo siento mucho, pero haga el favor de recordar que vino a verme usted a mí, Travis. Quería que lo ayudase. Fue usted quien me habló de Donté Drumm y de Nicole Yarber, dos personas que no me sonaban de nada. Dijo lo que dijo. Nuestro contacto no lo empecé yo.
– Es verdad.
Boyette cerró los ojos. Respiraba pesadamente, con dificultad.
Hubo una larga pausa. Keith se inclinó.
– ¿Me oye, Travis? -preguntó, casi susurrando.
– Sí.
– Pues escúcheme. Tengo un plan. ¿Quiere oírlo?
– Sí, claro.
– Primero hacemos un vídeo en el que usted cuenta su historia. Reconoce lo que le hizo a Nicole. Explica que Donté no tuvo nada que ver con su rapto y su muerte. Lo cuenta todo, Travis. Y explica dónde está enterrada, con el mayor detalle posible, para que con algo de suerte la puedan encontrar. Hacemos el vídeo ahora mismo, aquí, en el hospital; y una vez que yo lo tenga, lo mandaré a Texas, a los abogados de Donté, al fiscal, al juez, a la policía, a los tribunales de apelación, al gobernador y a todos los periódicos y cadenas de televisión que haya, para que se enteren. Se enterará todo el mundo. Lo haré electrónicamente, para que llegue en cuestión de minutos. Después, para la segunda parte de mi plan, usted me da el anillo. Yo lo fotografío y mando las fotos a toda la gente a la que acabo de nombrar, también por internet. Mandaré el anillo a los abogados de Donté por mensajería exprés; así tendrán la prueba física. ¿Qué le parece, Travis? Así puede contar su historia sin salir de esta cama de hospital.
Los ojos no se abrieron.
– ¿Me oye, Travis?