Sin embargo, pronto se dio cuenta de que podía soportar el cautiverio y sus rituales. De lo que no estaba tan seguro era de poder vivir sin su familia y sus amigos. Echaba de menos a sus hermanos y a su padre, pero la idea de verse permanentemente separado de su madre bastaba para hacerle llorar. Lloraba durante horas, siempre boca abajo, a oscuras, y sin hacer ruido.
El corredor de la muerte es una pesadilla para los asesinos en serie y para los que han matado con un hacha. Para un inocente es una vida de tortura mental que el espíritu humano no está en condiciones de superar.
La pena de muerte de Donté adquirió un nuevo sentido el 16 de noviembre, cuando Desmond Jennings fue ejecutado por haber matado a dos personas durante una venta de droga frustrada. El día 17 fue a John Lamb a quien ejecutaron por el asesinato de un viajante al día siguiente de haber salido de la cárcel en libertad condicional. Un día más tarde, el 18 de noviembre, fue ejecutado José Gutiérrez por un robo a mano armada y un asesinato cometidos junto con su hermano. Al hermano lo habían ejecutado cinco años antes. Jennings llevaba cuatro años en el corredor de la muerte; Lamb, dieciséis y Gutiérrez, diez. Un vigilante explicó a Donté que la estancia media en el corredor de la muerte antes de la ejecución era de diez años, la más corta del país, dijo orgulloso. También en esto Texas era el número uno.
– Pero no te preocupes -añadió-. Serán los diez años más largos de tu vida, y los últimos, claro.
Ja, ja.
Tres semanas más tarde, el 8 de diciembre, David Long fue ejecutado por matar a tres mujeres con un hacha en las afueras de Dallas. Durante el juicio dijo al tribunal que si no lo condenaban a muerte volvería a matar. El jurado le hizo caso. El 9 de diciembre ejecutaron a James Beathard por otro triple homicidio. Cinco días más tarde le llegó el turno a Robert Atworth, después de solo tres años en el corredor de la muerte. Al día siguiente ejecutaron a Sammie Felder, tras veintitrés años de espera.
Después de la muerte de Felder, Donté escribió una carta a Robbie Flak donde ponía: «Oye, tío, aquí la cosa va en serio. Siete muertos en cuatro semanas. Sammie era el número ciento noventa y nueve, desde que hace unos años volvieron a dar luz verde. En lo que va de año ha sido el treinta y cinco, y tienen programados a cincuenta para el año que viene. Tienes que hacer algo, tío».
Las condiciones de vida fueron de mal en peor. Los responsables del Departamento de Justicia Criminal de Texas habían iniciado el traslado del corredor de la muerte desde Huntsville a la Unidad Polunsky, cerca de la localidad de Livingston, a unos sesenta kilómetros. Aunque no se diera ninguna razón oficial, el traslado llegó después de una tentativa malograda de fuga por parte de cinco presos condenados. A cuatro los cogieron dentro de la cárcel. El quinto apareció flotando en el río, sin que se esclareciesen las causas de su muerte. Poco después se tomó la decisión de reforzar la seguridad y de trasladar a los hombres a Polunsky. Tras cuatro meses en Huntsville, Donté fue esposado y subido con veinte presos más a un autobús.
En la nueva cárcel le asignaron una celda que medía menos de dos metros por tres. No había ventanas. La puerta era de metal macizo, con una pequeña abertura cuadrada para que los vigilantes pudiesen controlar el interior. Debajo había una ranura estrecha para una bandeja de comida. Era una celda sin salida al exterior, sin barrotes por los que mirar ni modo alguno de ver a otras personas; un búnker asfixiante de hormigón y acero.
Los gestores de la cárcel decidieron que la mejor manera de controlar a los presos y de evitar fugas y actos violentos eran veintitrés horas diarias de encierro. Se eliminaron prácticamente todas las formas de contacto entre reclusos: nada de programas de trabajo, ni de ceremonias religiosas, ni de recreo en grupo, ni de cualquier otra cosa que permitiera la interrelación humana. Se prohibieron los televisores. Durante una hora diaria Donté era llevado a una «sala de día», un pequeño espacio interior, apenas más grande que su celda, donde en principio debía disfrutar de cualquier pasatiempo que pudiera confeccionar mentalmente, a solas y con la supervisión de un vigilante. Dos veces por semana, si lo permitía el clima, lo sacaban a una zona pequeña y medio cubierta de hierba que recibía el nombre de «la caseta del perro», y podía mirar el cielo durante una hora.
Por curioso que parezca, en poco tiempo empezó a añorar el incesante ruido que tanto despreciaba en Huntsville.
Tras un mes en Polunsky, escribió en una carta a Robbie Flak: «Estoy encerrado veintitrés horas al día en este armario. La única vez que hablo con alguien es cuando los vigilantes traen la comida, o lo que aquí llaman comida; o sea que solo veo a vigilantes, no al tipo de gente que elegiría yo. Estoy rodeado de asesinos, de asesinos de verdad, pero preferiría hablar con ellos que con los vigilantes. Aquí todo está pensado para que se viva lo peor posible. Las comidas, por ejemplo. Nos dan el desayuno a las tres de la madrugada. ¿Por qué? Nadie lo sabe, ni lo pregunta. Nos despiertan para darnos de comer una bazofia que haría salir corriendo a la mayoría de los perros. La comida es a las tres de la tarde, y la cena a las diez de la noche. De desayuno, huevos fríos y pan blanco, y a veces compota de manzana y creps. Para comer, bocadillos de mantequilla de cacahuete, y a veces mortadela de la mala; para cenar, pollo de goma y puré de paquete. Un juez de no sé dónde dijo que tenemos derecho a dos mil doscientas calorías al día (seguro que lo sabes), y si les parece que se han quedado un poco cortos lo único que hacen es añadir pan blanco, que siempre está en mal estado. Ayer me dieron para comer cinco rebanadas de pan blanco, judías con tocino frías y un trozo de queso cheddar mohoso. ¿Podemos poner una demanda por la comida? Seguro que ya lo ha hecho alguien. De todos modos, la comida todavía la soporto, y que me cacheen a todas horas; creo que puedo soportarlo todo, Robbie, pero el aislamiento me resulta insoportable. Haz algo, por favor».
Dormía doce horas al día, aún más deprimido y desanimado que antes. Para luchar contra el aburrimiento, repasaba mentalmente todos los partidos de su época del instituto. Hacía ver que era un locutor de radio que describía las jugadas de manera pintoresca, siempre con el gran Donté Drumm como estrella. Desgranaba los nombres de sus compañeros de equipo, con la única excepción de Joey Gamble, y ponía nombres ficticios a sus adversarios. Doce partidos en segundo curso, y trece en tercero; y aunque en ambas ocasiones Marshall hubiera ganado a Slone en las finales, dentro de la cárcel Donté no aceptaba eso. Aquellos partidos los habían ganado los Slone Warriors, que seguían en su progresión hasta arrasar con el Odessa Permian en la gran final del estadio de los Cowboys, ante setenta y cinco mil hinchas. Donté era nombrado mejor jugador de Texas esos dos años, algo sin precedentes.
Después de los partidos, y tras poner punto final a las retransmisiones, escribía cartas; su objetivo diario era escribir al menos cinco. Leía la Biblia durante horas, y se aprendía de memoria versículos de las Escrituras. Cuando Robbie presentó otro grueso escrito ante otro tribunal, Donté leyó hasta la última coma. Lo demostraba escribiendo a su abogado largas cartas de agradecimiento.
Sin embargo, después de un año de aislamiento, empezó a tener miedo de perder la memoria. Se le escapaban los resultados de sus antiguos partidos. Los nombres de sus compañeros de equipo caían en el olvido. Ya no podía recitar de un tirón los veintisiete libros del Nuevo Testamento. Estaba somnoliento, y no conseguía superar la depresión. Se le desintegraba el cerebro. Dormía dieciséis horas al día, y solo comía la mitad de lo que le traían.
El 14 de marzo de 2001 ocurrieron dos cosas que casi pudieron con él. La primera fue una carta de su madre: tres páginas escritas con la letra que él tanto quería. Después de leer la primera página, no siguió adelante. Era incapaz de leer toda una carta. Quería hacerlo, era consciente de tener que hacerlo, pero la vista se le desenfocaba y su cerebro no asimilaba las palabras de su madre. Al cabo de dos horas recibió la noticia de que el Tribunal Penal de Apelación de Texas había confirmado su condena. Lloró durante mucho rato. Luego se estiró en la cama y se quedó mirando al techo, en una bruma medio catatónica. No se movió en varias horas. Se negó a comer.