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Durante el último partido de tercer curso, en las finales contra Marshall, un defensa de ciento cuarenta kilos le había pisado la mano izquierda, aplastándolo y fracturándole tres dedos. El dolor fue inmediato, y tan intenso que casi lo hizo desmayarse. Un entrenador le juntó los dedos con cinta adhesiva, y en la siguiente serie Donté volvió a jugar. Jugó como un salvaje casi toda la segunda mitad. El dolor lo enloquecía. Entre jugada y jugada, miraba estoicamente el pelotón ofensivo sin sacudir la mano ni tocarla una sola vez, negándose a reconocer el dolor que empañaba sus ojos. De algún lugar sacó la voluntad de hierro y la increíble dureza necesarias para acabar el partido.

Aunque de aquella puntuación tampoco se acordara ya, juró buscar de nuevo en lo más hondo de sus entrañas, en los estratos subconscientes de un cerebro que le estaba fallando, y encontrar la voluntad necesaria para no caer en la demencia. Logró levantarse de la cama, y al caer al suelo hizo veinte flexiones. Después hizo abdominales hasta que le dolió la barriga. Corrió sin moverse de su sitio hasta que ya no pudo levantar los pies. Sentadillas, levantamientos de piernas y más flexiones y abdominales. Empapado de sudor, se sentó a preparar un horario. Cada mañana, a las cinco, iniciaría una serie exacta de ejercicios, y la practicaría sesenta minutos sin parar. A las seis y media escribiría dos cartas. A las siete memorizaría un nuevo versículo de las Escrituras. Y así el resto del día. Su objetivo era mil flexiones y mil abdominales diarios. Escribiría diez cartas, sin limitarse a su familia y a sus mejores amigos. Se buscaría nuevas amistades por correspondencia. Leería como mínimo un libro al día. Reduciría las horas de sueño a la mitad. Empezaría un diario.

Estos objetivos, pulcramente anotados, recibieron el título de «La Rutina», y quedaron pegados a la pared, junto al espejo de metal. Donté encontró el entusiasmo necesario para ceñirse a ese régimen que emprendía cada mañana. Al cabo de un mes hacía mil doscientas flexiones y otros tantos abdominales al día, y el endurecimiento de sus músculos le procuraba bienestar. El ejercicio hizo que la sangre volviera a circular por su cerebro. La lectura y la escritura le abrieron nuevos mundos. Una chica de Nueva Zelanda le escribió una carta, a la que él respondió inmediatamente. Se llamaba Millie; tenía quince años y sus padres le daban permiso para escribir a Donté, aunque leían su correspondencia. Cuando Millie mandó una pequeña foto, Donté se enamoró. Pronto llegó a las dos mil flexiones y abdominales, azuzado por el sueño de conocer alguna vez a Millie. Su diario estaba lleno de escenas eróticas muy gráficas de la pareja viajando por todo el mundo. Millie le escribía una vez al mes, y por cada carta que echaba al correo recibía un mínimo de tres.

Roberta Drumm tomó la decisión de no contarle a Donté que su padre se estaba muriendo de una enfermedad cardíaca. Durante una de sus muchas visitas habituales, cuando le dijo que su padre había muerto, el frágil mundo de Donté empezó a resquebrajarse de nuevo. Saber que su padre había fallecido antes de que él pudiera salir de la cárcel, libre de cualquier acusación, resultó demasiado para él. Se permitió infringir su rígida rutina. Primero se la saltó un día, y luego otro. No paraba de llorar y temblar.

Después lo dejó Millie. Sus cartas llegaban hacia el día 15, todos los meses, durante más de dos años, sin contar las postales de cumpleaños y de Navidad, hasta que se interrumpieron por razones que Donté nunca supo. El siguió mandando cartas y más cartas, pero no recibía nada a cambio. Acusó a los celadores de esconderle el correo, y hasta convenció a Robbie de que amenazara a las autoridades de la cárcel; sin embargo, poco a poco aceptó el hecho de que Millie ya no daba señales de vida, y cayó en una oscura y larga depresión en la que perdió todo interés por la Rutina. Empezó una huelga de hambre: estuvo diez días sin comer, pero en vista del desinterés general, renunció. Estuvo semanas sin hacer ejercicio, sin leer ni escribir en su diario; sus únicas cartas eran para su madre y para Robbie. No tardó mucho en volver a olvidar los resultados de viejos partidos, y solo se acordaba de algunos versículos bíblicos, los más famosos. Se quedaba durante horas con la vista clavada en el techo, murmurando sin parar:

– Dios mío, se me va la cabeza.

La sala de visitas de Polunsky es un espacio grande, abierto, lleno de mesas, sillas y máquinas expendedoras en las paredes. En el centro hay una larga hilera de cabinas, separadas por cristales. Los reclusos se sientan a un lado, y las visitas al otro, y todas las conversaciones son por vía telefónica. Detrás de los reclusos siempre hay guardias vigilando. En un lado hay tres cabinas que se usan para las visitas de abogados; también tienen divisorias de cristal, y todas las consultas son asimismo telefónicas.

Durante los primeros años, a Donté le entusiasmaba ver a Robbie Flak sentado ante el pequeño mostrador del otro lado del cristal. Robbie era su abogado, su amigo, su entregado defensor, y el hombre que resolvería aquel inaudito error. Robbie era un luchador encarnizado y sin pelos en la lengua, que amenazaba con el fuego eterno a todo el que maltratase a su cliente. Gran parte de los condenados tenían malos abogados en el exterior, o ninguno. Sus apelaciones habían seguido su curso, y el sistema ya se los había ventilado. Fuera no había nadie que abogase por ellos. En cambio, Donté tenía a Robbie Flak, y sabía que siempre, en algún momento del día, su abogado pensaba en él y buscaba nuevas maneras de sacarlo de allí.

Tras ocho años en el corredor de la muerte, sin embargo, Donté ya había perdido la esperanza. No es que hubiera perdido la fe en Robbie, sino que se había dado cuenta de que los sistemas de Texas eran mucho más poderosos que un solo abogado. Solo un milagro podía evitar que aquella injusticia siguiera su curso. Robbie le había explicado que elevarían una petición tras otra hasta el final, pero también era realista.

Hablaron a través del teléfono, contentos de verse. Robbie le dio recuerdos de toda la familia Drumm. Había estado en su casa la noche anterior, y se lo explicó en detalle. Donté escuchaba sonriendo, pero apenas dijo nada. Sus facultades para la conversación se habían deteriorado, como todo lo demás. Físicamente era un hombre de veintisiete años flaco y encorvado. Mentalmente estaba hecho un desastre. Perdía la noción del tiempo, nunca sabía si era de noche o de día, y se saltaba a menudo las comidas, las duchas y su hora diaria de recreo. No quería decir ni una palabra a los celadores, y a menudo le costaba seguir sus órdenes más básicas. Ellos le tenían cierta compasión, sabedores de que no era peligroso. A veces dormía entre dieciocho y veinte horas al día, y cuando no dormía era incapaz de hacer otra cosa. Llevaba años sin hacer ejercicio. Nunca leía, y aunque consiguiera escribir una o dos cartas por semana, solo eran para su familia y para Robbie. Eran cartas breves, en muchos casos incoherentes, y llenas de palabras mal escritas y errores garrafales de gramática. La letra era tan torpe que daba lástima. No era agradable abrir un sobre con una carta de Donté.

La doctora Kristi Hinze había analizado centenares de cartas escritas por Donté durante sus ocho años en el corredor de la muerte, y estaba convencida de que estar incomunicado lo había alejado mucho de la realidad. Se sentía deprimido, somnoliento, con ideas delirantes, paranoico, esquizofrénico y con impulsos suicidas. Oía voces, concretamente las de su difunto padre y de su entrenador de fútbol americano en el instituto. Por decirlo en lenguaje de la calle: se le había secado el cerebro. Estaba loco.