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Tras media hora de conversación tirante, en la que apenas se registraron avances, Keith se empezó a cansar de la entrevista. Boyette no mostraba ningún interés por Dios, y dado que la especialidad de Keith era esa, no parecía poder hacer gran cosa. Él no era neurocirujano, ni tenía trabajo que ofrecer a nadie.

Llegó a su ordenador un mensaje, anunciado suavemente por un timbre de los de antes. Si sonaba dos veces, podía ser cualquiera; tres, en cambio, indicaba un mensaje de la recepción. Fingió ignorarlo.

– ¿Y el bastón? -preguntó amablemente.

– La cárcel es muy dura -dijo Boyette-. Me metí en más peleas de la cuenta. Una herida en la cabeza. Probablemente fuera la causa del tumor.

Le pareció gracioso. Se rió de su propio chiste.

Tras una risita cortés, Keith se levantó y se acercó a su escritorio.

– Mire -dijo-, le voy a dar una tarjeta. Puede llamarme cuando quiera. Aquí siempre será bienvenido, Travis.

Al coger la tarjeta, miró de reojo el monitor. Cuatro, ni más ni menos que cuatro condenas, todas vinculadas a agresiones sexuales. Volvió a la silla, le dio a Travis la tarjeta y se sentó.

– La cárcel es especialmente dura para los violadores, ¿verdad, Travis?

Te vas a otra ciudad, y tienes que ir corriendo a la comisaría o al juzgado para inscribirte como agresor sexual. Después de veinte años de lo mismo, ya das por supuesto que lo sabe todo el mundo. Todo el mundo te mira. Boyette no parecía muy sorprendido.

– Muy dura -convino-. Ya no llevo la cuenta de las veces que me han atacado.

– Mire, Travis, no es un tema del que tenga muchas ganas de hablar. Estoy citado con varias personas. Si quiere venir a verme otra vez, por mí perfecto, pero en todo caso llame antes. También vuelvo a invitarlo a que asista a nuestro oficio religioso este domingo.

Keith no estaba seguro de decirlo en serio, pero su tono era sincero.

Boyette sacó un papel doblado de un bolsillo de su cazadora.

– ¿Le suena el caso de Donté Drumm? -preguntó al tendérselo a Keith.

– No.

– Un chico negro de una pequeña ciudad del este de Texas, condenado por asesinato en 1999. Dijeron que había matado a una animadora de instituto, blanca. El cadáver no lo han encontrado nunca.

Keith desdobló el papel. Era una copia de un breve artículo del periódico de Topeka, con fecha del domingo anterior. Tras una rápida lectura, miró la foto policial de Donté Drumm. La noticia no tenía nada de especiaclass="underline" otra ejecución rutinaria en Texas, con otro acusado que proclamaba su inocencia.

– La ejecución está prevista para este jueves -dijo al levantar la vista.

– Voy a decirle una cosa, pastor: se equivocaron de hombre. Ese chico no tuvo nada que ver con el asesinato.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

– No hay pruebas. Ni una sola. Los polis decidieron que lo había hecho él, lo hicieron confesar a golpes, y ahora lo van a matar. No está bien, pastor, nada bien.

– ¿Cómo sabe todo eso?

Boyette se inclinó un poco más, como si fuera a susurrarle algo que jamás había dicho. El pulso de Keith se aceleraba por segundos. Sin embargo, no dijo ni una palabra. Otra larga pausa, durante la cual se miraron fijamente.

– Aquí pone que no encontraron el cadáver -dijo Keith. «Hazle hablar», pensó.

– Exacto. Todo este disparate de que el chico pilló a la chica, la violó, la estranguló y tiró su cadáver al Red River desde un puente se lo inventaron ellos. Todo mentira.

– ¿O sea que usted sabe dónde está el cadáver?

Boyette se irguió con los brazos cruzados, y empezó a asentir. El tic. Luego otro. Bajo presión se repetían con mayor frecuencia.

– ¿La mató usted, Travis? -preguntó Keith, sorprendiéndose a sí mismo.

Menos de cinco minutos antes, repasaba mentalmente la lista de todos los feligreses a quienes tenía que ir a visitar al hospital, y buscaba la manera de sacar a Travis del edificio por las buenas. Ahora estaban hablando de un asesinato y de un cadáver oculto.

– No sé qué hacer -dijo Boyette, sintiendo otra punzada de dolor. Se encogió como si fuera a vomitar. Después se empezó a presionar la cabeza con las palmas-. Me estoy muriendo, ¿sabe? Dentro de unos meses me habré muerto. ¿Por qué tiene que morir también ese chico, si no ha hecho nada?

Tenía los ojos húmedos y la cara crispada.

Keith percibió cómo temblaba. Le dio un kleenex, y vio que se lo pasaba por la cara.

– El tumor está creciendo -afirmó Boyette-. Cada día presiona más el cráneo.

– ¿Toma alguna medicación?

– Sí, pero no sirve de nada. Tengo que irme.

– Creo que no hemos acabado.

– Yo creo que sí.

– ¿Dónde está el cadáver, Travis?

– Eso a usted no le interesa.

– Sí que me interesa. Quizá podamos impedir la ejecución.

Boyette se rió.

– Ah, ¿sí? ¿En Texas? Un poco difícil. -Se levantó despacio y dio unos golpes en la alfombra con el bastón-. Gracias, pastor.

Keith no dijo nada. Se limitó a mirar cómo Boyette salía a toda prisa de su despacho arrastrando los pies.

Dana miraba fijamente la puerta, negándose a sonreír.

– Adiós -logró contestar con pocas fuerzas al «gracias» de Boyette.

Luego desapareció. Volvió a la calle, sin abrigo ni guantes, cosa que a ella, la verdad, le daba igual.

Su esposo no se había movido. Seguía apoltronado en la silla, estupefacto, con la mirada extraviada en una pared y la copia del artículo en la mano.

– ¿Estás bien? -preguntó Dana.

Keith le dio el artículo. Dana lo leyó.

– No acabo de entenderlo -dijo al acabar.

– Travis Boyette sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo sabe porque la mató él.

– ¿Ha admitido haberlo hecho?

– Casi. Dice que tiene un tumor cerebral que no se puede operar, y que dentro de unos meses se habrá muerto. Según él, Donté Drumm no tiene nada que ver con el asesinato, y ha insinuado claramente que sabe dónde está el cadáver.

Dana se dejó caer en el sofá, hundiéndose entre cojines y mantas.

– ¿Y tú lo crees?

– Me parece que sí.

– ¿Cómo puedes creerlo? ¿Por qué?

– Está sufriendo, Dana; y no solo por el tumor. Sabe algo del asesinato y del cadáver; algo no, mucho, y le incomoda sinceramente que haya un inocente esperando a que lo ejecuten.

Como era una persona que pasaba gran parte de su tiempo escuchando problemas delicados de otras personas, y dando consejos y opiniones merecedores de su confianza, Keith se había convertido en un observador astuto y perspicaz, que rara vez se equivocaba. Dana, en cambio, reaccionaba con mayor rapidez; le era mucho más fácil criticar y juzgar, y también equivocarse.

– ¿Qué piensas, pastor? -preguntó.

– Vamos a tomarnos una hora solo para investigar. Vamos a comprobar dos cosas: ¿es verdad que está en libertad condicional? Y si lo está, ¿quién es su supervisor? ¿Es paciente de St. Francis? ¿Tiene un tumor cerebral? Y si lo tiene, ¿es terminal?

– Será imposible conseguir el historial médico sin su consentimiento.

– Ya, pero a ver qué podemos confirmar. Llama al doctor Herzlich. ¿Estuvo ayer en la iglesia?

– Sí.

– Ya me lo parecía. Llámalo e indaga un poco. En principio, mañana le toca guardia en St. Francis. Llama a la comisión de libertad condicional, a ver qué averiguas.

– ¿Y se puede saber qué harás tú, mientras yo les saco humo a los teléfonos?