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Dana asentía ahora con la cabeza. Pasaron cinco segundos. Diez…

– Puede que funcione -dijo finalmente Travis-. Puede que podamos evitar la ejecución, pero a ella es imposible que la encuentren. Para eso tengo que estar yo.

– Centrémonos en evitarlo.

– Mañana a las nueve de la mañana me sueltan.

– Allá estaré, Travis. La fiscalía no queda muy lejos.

Cinco segundos, diez.

– De acuerdo, pastor. Hagámoslo.

A la una de la madrugada Dana encontró el frasco de somníferos sin receta, pero al cabo de una hora los dos seguían despiertos, ocupados en el viaje a Texas. Ya lo habían hablado una vez por encima, pero les daba tanto miedo que no habían seguido discutiéndolo. La idea era absurda: Keith en Slone, con un violador en serie de dudosa credibilidad, tratando de que alguien prestase oídos a una historia estrambótica mientras la ciudad contaba las últimas horas de Donté Drumm. Formaban una pareja improbable, que sería objeto de burlas, quizá incluso de un atentado. Por si fuera poco, a su regreso a Kansas el reverendo Keith Schroeder podía verse acusado de un delito para el que no habría defensa posible. Podían peligrar su trabajo y su carrera, y todo por un canalla como Travis Boyette.

Capítulo 12

Miércoles por la mañana. Seis horas después de salir del bufete a medianoche, Robbie volvía a estar en la sala de reuniones, preparándose para otro día frenético. La noche no había dado buenos frutos. La sesión de copas entre Fred Pryor y Joey Gamble había tenido un único resultado: el reconocimiento por parte de Joey de que Koffee lo había llamado para recordarle la pena por perjurio. Robbie había escuchado toda la sesión. Pryor, que con los años se había vuelto un maestro de los aparatos de grabación, había usado la misma pluma-micro para transmitir la conversación por un teléfono móvil. La calidad de sonido era notable. Robbie los había acompañado con un par de copas, desde su despacho, mientras Martha Handler tomaba sorbitos de bourbon y Carlos, el técnico, bebía cerveza v controlaba el «manos libres». En todos los casos, los placeres del alcohol habían durado dos horas: para Joey y Fred, en un falso saloon de las afueras de Houston, y para el bufete Flak (inmerso en el trabajo), en su oficina de la antigua estación de trenes. Sin embargo, al cabo de dos horas, Joey ya no quería más (ni siquiera cerveza), y dijo estar cansado de que lo presionasen. No podía aceptar que una declaración de última hora, firmada de su puño y letra, revocase su testimonio en el juicio. No quería llamarse a sí mismo mentiroso, aunque hubiera estado a punto de reconocer que había mentido.

– Donté no debería haber confesado -dijo varias veces, como si una falsa confesión fuera base suficiente para una condena a muerte.

Pero Pryor estaba decidido a no despegarse de él durante todo el miércoles y el jueves, si hacía falta. Aún veía un resquicio de esperanza, que aumentaba con el paso de las horas.

A las siete de la mañana el bufete se congregó en la sala de reuniones para el informe diario. Estaban todos, exhaustos, con ojos de cansancio, listos para el esfuerzo final. Después de trabajar toda la noche, la doctora Kristi Hinze tenía su informe a punto. Hizo un breve resumen, mientras los demás tomaban café y pastas a espuertas. Era un informe de cuarenta y cinco páginas, más de las que leería el tribunal, pero tal vez suficientes para que alguien se fijara. Las conclusiones no sorprendieron a nadie, al menos entre los componentes del bufete Flak. La doctora describió su examen de Donté Drumm. Había consultado el historial médico y psicológico correspondiente a su estancia en la cárcel, y leído doscientas sesenta cartas escritas por Drumm durante los ocho años que llevaba en el corredor de la muerte. Sufría esquizofrenia, psicosis, ideas delirantes y depresión, y no entendía lo que le pasaba. La doctora procedió a condenar la incomunicación como modalidad de encarcelamiento, que volvió a calificar de forma cruel de tortura.

Robbie pidió a Sammie Thomas que mandase la petición de indulto al bufete de Austin con el que colaboraban, adjuntando el informe completo de la doctora Hinze. Durante los ocho años del proceso de apelación, el bufete de Robbie había recibido el apoyo del Texas Capital Defender Group, más conocido como Defender Group, una organización sin ánimo de lucro que representaba aproximadamente al veinticinco por ciento de los reclusos del corredor de la muerte. El Defender Group se dedicaba en exclusiva a las apelaciones de condenados a muerte, y lo hacía con gran conocimiento del tema y enorme diligencia. Las instrucciones de Sammie eran enviar la petición y el informe por vía electrónica. A las nueve de la mañana, el Defender Group mandaría copias impresas al Tribunal Penal de Apelación.

Al faltar tan poco para la ejecución, el tribunal estaba sobre aviso, listo para zanjar con rapidez las peticiones de última hora. Si eran denegadas -como solía ser el caso-, Robbie y el Defender Group podrían acudir al tribunal federal y seguir cuesta arriba con la esperanza de que en algún momento se produjese un milagro.

Robbie analizó estas estrategias y se cercioró de que todos sabían qué hacer. El día siguiente sería Carlos quien se ocupase de la familia Drumm, aunque sin salir de Slone: se aseguraría de que llegasen a Polunsky a tiempo para su última visita. Ahí estaría Robbie, para acompañar a su cliente en sus últimos pasos y para presenciar la ejecución. Sammie Thomas y la otra abogada se quedarían en el bufete, coordinando las peticiones con el Defender Group. Bonnie, la técnica legal, se mantendría en contacto con las oficinas del gobernador y del fiscal general.

La solicitud de suspensión ya se había presentado en la oficina del gobernador. Ahora esperaban una negativa. La petición de Kristi Hinze estaba lista para ser cursada. Mientras Joey Gamble no cambiara de idea (si es que lo hacía), no habría nuevas pruebas que anunciar a bombo y platillo. A medida que se alargaba la reunión, quedó de manifiesto que quedaba poco sustancial por hacer. La conversación se fue apagando. El frenesí empezaba a decaer. De repente, todos estaban cansados. Empezaba la espera.

En 1994, el año de su elección como jueza, Vivían Grale había centrado su campaña en una serie de puntos: tener criterios morales elevados, anteponer las leyes de Dios a todo lo demás, encarcelar durante más tiempo a los delincuentes y, cómo no, hacer un uso más eficaz de la sala de ejecución de Huntsville. Ganó por treinta votos, derrotando a un tal Elias Henry, juez sabio y veterano; una derrota que obtuvo seleccionando una serie de casos en los que el juez Henry había osado mostrarse compasivo con el acusado, y aireándolos mediante anuncios que lo presentaban como indulgente con los pedófilos.

Después de que salió a la luz pública la relación de Grale y Koffee, después del divorcio de la jueza y de su dimisión y deshonrosa salida de Slone, los votantes se arrepintieron y volvieron a confiar en el juez Henry, que fue elegido sin oposición. Ahora tenía ochenta y un años, y algunos problemas de salud. Corrían rumores de que quizá no pudiera llegar hasta el final de su mandato.

El juez Henry había sido amigo íntimo del padre de Robbie, fallecido en 2001. Esta amistad lo convertía en uno de los pocos jueces del este de Texas cuya presión sanguínea no sufría un brusco aumento cada vez que Robbie Flak entraba en la sala. A su vez, Henry era prácticamente el único juez del que se fiaba Robbie, quien aceptó su invitación de reunirse con él en su despacho el miércoles a las nueve de la mañana. Del objetivo de la reunión no se trató por teléfono.

– Este caso me preocupa mucho -dijo el juez Henry, una vez despachadas las formalidades de rigor.

Estaban solos, en un despacho viejo que apenas había cambiado en los cuarenta años que llevaba Robbie visitándolo. La sala de vistas estaba al lado, vacía.