– No me extraña.
Ambos tenían botellines de agua sin abrir delante de ellos, en una mesa de trabajo. El juez iba vestido como siempre, con traje oscuro y corbata naranja. Tenía un buen día, y sus ojos brillaban con intensidad. Las sonrisas destacaban por su ausencia.
– He leído la transcripción, Robbie -dijo-. Empecé la semana pasada, y lo he leído todo. También he leído la mayoría de los expedientes de apelación, y desde mi perspectiva de juez me parece increíble que la jueza Grale aceptase la confesión como prueba. Era una confesión forzada, y descaradamente anticonstitucional.
– Lo era y lo sigue siendo, juez. No seré yo quien defienda a la jueza, pero no tenía alternativa. No había ninguna otra prueba creíble. Si hubiera rechazado la confesión, Koffee se habría quedado sin nada: ni condena, ni acusado, ni sospechoso, ni cadáver. Donté habría salido de la cárcel y la prensa lo habría puesto en titulares. Ya sabe que la jueza Grale se debía a sus votantes, y en el este de Texas no reeligen a los jueces que ponen la ley por encima de la política.
– A mí me lo vas a decir.
– Cuando supo que la confesión sería presentada ante el tribunal, Koffee pudo fabricar otras pruebas. Con ruido y muchos aspavientos, convenció al jurado de que el asesino era Donté. Lo señaló con el dedo, y lloró nada más oír el nombre de Nicole. Toda una actuación. ¿Cómo es aquel dicho, juez? «Si no tienes datos, grita.» Pues él gritó lo suyo; el jurado lo creyó encantado, y ganó Koffee.
– Tú diste mucha guerra, Robbie.
– Debería haber dado más.
– ¿Y estás convencido de que es inocente? ¿Sin la menor duda?
– ¿A qué viene esta conversación, juez? A estas alturas parece un poco inútil.
– A que voy a llamar por teléfono al gobernador para pedirle que suspenda la ejecución. No sé, tal vez me escuche. El juicio no lo presidí yo; entonces estaba retirado, ya se sabe, pero tengo un primo en Texarkana que dio mucho dinero al gobernador. Lo veo bastante difícil, pero ¿qué se pierde con ello? ¿Qué tiene de malo retrasarla treinta días más?
– Nada. ¿Tiene dudas sobre su culpabilidad, juez?
– Dudas de mucho peso. Yo no habría admitido la confesión; habría metido al chivato en la cárcel, por mentir, y al payaso de los perros no le habría dejado declarar. Y a aquel chico…, ¿cómo se llamaba…?
– Joey Gamble.
– Ese, el novio blanco. Su testimonio probablemente hubiera llegado hasta el tribunal, pero era demasiado incoherente para tener peso. Ya lo dijiste tú mejor que nadie en un escrito, Robbie: la condena se basa en una falsa confesión, en un perro que se llama Yogi, en un chivato mentiroso que luego se retractó y en un novio despechado que quería vengarse. No se puede condenar a nadie con esta basura. La jueza Grale era parcial, y creo saber por qué. A Paul Koffee le cegaba su estrechez de miras y el miedo a poder equivocarse. Es un caso espantoso, Robbie.
– Gracias, juez. Llevo nueve años conviviendo con él.
– Y también peligroso. Ayer estuve reunido con dos abogados negros que conoces, buena gente. Están indignados con el sistema, pero también les asustan las consecuencias. Según ellos, si ejecutan a Drumm habrá problemas.
– Eso dicen.
– ¿Qué se puede hacer, Robbie? ¿Hay alguna manera de impedirlo? Yo no soy experto en la pena de muerte, ni sé en qué fase están tus recursos ahora mismo.
– Casi se ha vaciado el depósito, juez. Estamos alegando enajenación mental.
– ¿Con qué posibilidades?
– Muy escasas. Hasta ahora Donté no tenía ningún historial de enfermedades psíquicas. Estamos alegando que ocho años en el corredor de la muerte lo han vuelto loco. Ya sabe que los tribunales de apelación suelen ver con malos ojos las tesis que surgen a última hora.
– ¿Está loco el chico?
– Tiene problemas graves, pero sospecho que sabe lo que pasa.
– O sea que no eres optimista.
– Yo soy abogado penalista, juez. El optimismo no está en mi ADN.
Finalmente, el juez Henry desenroscó el tapón del botellín de plástico y bebió un poco de agua sin apartar la mirada de Robbie.
– De acuerdo, pues llamaré al gobernador -dijo, como si fuera la llamada salvadora.
No lo sería. En esos momentos, el gobernador recibía muchas llamadas. Robbie y su equipo las estaban generando en grandes cantidades.
– Gracias, juez, pero no espere gran cosa. Este gobernador nunca ha frenado ninguna ejecución. De hecho, quiere acelerarlas. Le tiene puesto el ojo a un escaño en el Senado, y ya cuenta los votos antes de elegir qué desayunará. Es un hipócrita sin escrúpulos ni dos dedos de frente, un mierdecilla cobarde y rastrero con mucho porvenir en la política.
– ¿O sea que tú no lo votaste?
– No, pero llámelo, por favor.
– Lo llamaré. Dentro de media hora me reúno con Paul Koffee para hablar sobre el tema. No quiero que se lleve una sorpresa. También charlaré un poco con el del periódico. Quiero que conste que me opongo a la ejecución.
– Gracias, juez, pero ¿por qué ahora? Esta conversación podríamos haberla tenido hace un año, o cinco. Es muy tarde para posicionarse.
– Hace un año casi nadie pensaba en Donté Drumm. La ejecución no era inminente. Existía la posibilidad de que lo indultase un tribunal federal, o de que anulasen el juicio y volvieran a juzgarlo. No sé, Robbie; puede que haya hecho mal en no implicarme más, pero el caso no es mío. He estado ocupado en mis propios asuntos.
– Lo entiendo, juez.
Se dieron la mano y se despidieron. Robbie bajó por la escalera trasera, para no encontrarse a ningún abogado o secretario con ganas de cháchara. Al caminar deprisa por el pasillo vacío, intentó pensar en algún otro cargo electo de Slone o del condado de Chester que se hubiese pronunciado en defensa de Donté Drumm, y se le ocurrió uno solo: el único concejal negro del ayuntamiento de Slone.
Llevaba nueve años librando una batalla larga y solitaria, que ahora estaba a punto de perder. Era imposible que una llamada del primo que había dado mucho dinero al gobernador detuviera una ejecución en Texas. La maquinaria era eficiente, y estaba bien engrasada. Una vez puesta en marcha, no había manera de frenarla.
Una brigada del ayuntamiento erigía un estrado provisional en el césped de delante del juzgado. Algunos policías conversaban nerviosos, viendo vaciarse el primer autobús de una iglesia. Bajaron diez o doce negros, que tras haber cruzado el césped, y dejando atrás los monumentos a los caídos, encontraron el lugar que buscaban, desplegaron sillas y se dispusieron a esperar. La concentración, o manifestación, o como hubiera que llamarla, estaba convocada para mediodía.
A Robbie le habían pedido que hablara, pero él no había querido. No se le ocurría nada que no exaltase los ánimos, y no deseaba que lo acusaran de incitar a la multitud. Bastantes alborotadores habría.
Según Carlos, el encargado de administrar la web, los comentarios y los blogs, el tráfico se estaba incrementando de manera drástica. Se planeaban manifestaciones para el jueves en Austin, Huntsville y Slone; también en los campus de dos de las universidades negras de Texas como mínimo.
«Dadles caña», pensó Robbie al irse en coche.
Capítulo 13
Keith llegó temprano al hospital e hizo su ronda. En aquel momento eran media docena los feligreses de St. Mark que se encontraban en diversas fases de tratamiento o recuperación. Saludó a los seis, les dirigió unas breves palabras de consuelo, les juntó las manos para rezar y salió en busca del señor Boyette para lo que prometía ser un día movido.