Movido de formas imprevistas. El señor Boyette ya se había ido. Según una enfermera, al pasar a verlo a las seis se habían encontrado su cama vacía y muy bien hecha, su bata de hospital doblada junto a la almohada y el tubo del gotero pulcramente enrollado en torno al soporte que había junto a la cama. Una hora más tarde había llamado alguien de Anchor House con el mensaje de que Travis Boyette había vuelto, y quería decirle a su médico que se encontraba bien. Keith fue en coche a Anchor House, pero Boyette no estaba. Según un supervisor, los miércoles no le tocaba trabajar. Nadie tenía la menor idea de dónde se encontraba, ni de cuándo volvería. Durante el viaje a St. Mark, Keith se aconsejó a sí mismo tener tranquilidad y no caer en el pánico; Boyette ya daría señales de vida. Después se llamó idiota por haber depositado siquiera un ápice de confianza en un asesino confeso, violador en serie y mentiroso compulsivo. Se dio cuenta, mientras sucumbía al pánico, de que su costumbre de intentar ver el lado bueno de todas las personas a quienes conocía y con quienes hablaba le había hecho ser demasiado bondadoso con Boyette. Se había esforzado demasiado en ser comprensivo, y hasta compasivo. ¡Pero si aquel hombre había asesinado a una chica de diecisiete años solo para saciar su lujuria, y ahora no parecía molesto por el hecho de que otro hombre pagase el crimen con su vida! A saber a cuántas otras mujeres habría violado.
Entró enfadado en el despacho parroquial.
– Buenos días, pastor -lo saludó animadamente Charlotte Junger, recién restablecida de la gripe.
Keith a duras penas se mostró cortés.
– Estoy encerrado en mi despacho, ¿de acuerdo? Que no me llame nadie a excepción de un tal Travis Boyette.
– De acuerdo.
Cerró la puerta, se quitó el abrigo y llamó a Dana para darle las últimas noticias.
– ¿Anda suelto por la calle? -preguntó ella.
– Pues… sí, le están tramitando la libertad condicional. Ya ha cumplido su condena, y está a punto de quedar en libertad. Supongo que se podría decir que anda suelto.
– Suerte del tumor.
– Me parece mentira que hables así.
– Perdona, a mí también. ¿Qué planes tienes?
– Solo podemos esperar. Tal vez se presente.
– Mantenme al corriente.
Keith llamó a Matthew Burns a la fiscalía, y lo puso al día del retraso. Al principio, Burns se había mostrado tibio ante la idea de verse con Boyette y filmar en vídeo su declaración, pero al final se había dejado convencer; también había accedido a hacer un par de llamadas a Texas después de haber oído a Boyette, siempre y cuando creyera sus palabras. La noticia de su desaparición le decepcionó.
Keith entró en la web de Donté Drumm para ponerse al día, como llevaba haciendo prácticamente cada hora (salvo las de sueño) desde el lunes por la mañana. Fue a los archivadores y sacó carpetas de sermones viejos. Después volvió a llamar a Dana, pero había salido a tomar café con sus amigas.
A las diez y media en punto llamó al bufete de Robbie Flak. La joven que cogió el teléfono le explicó que el señor Flak no se podía poner. Keith dijo que lo entendía, pero que había llamado el día anterior, martes, y aunque había dejado sus números de teléfono seguía sin saber nada de nadie.
– Tengo información sobre el asesinato de Nicole Yarber -dijo.
– ¿Qué tipo de información? -preguntó ella.
– Necesito hablar con el señor Flak -respondió Keith con firmeza.
– Le pasaré el mensaje -dijo ella con idéntica resolución.
– Por favor, no soy un pirado. Es muy importante.
– Sí, señor, gracias.
Decidió quebrantar el voto de confidencialidad. Preveía que eso tendría dos consecuencias posibles. En primer lugar, Boyette podía demandarlo por daños y perjuicios, aunque eso a Keith ya no le preocupaba. Ya se encargaría el tumor cerebral de cualquier futuro litigio; y si, por alguna razón, Boyette sobrevivía, le pedirían que demostrase que el quebrantamiento del voto le había causado algún perjuicio. Keith sabía poco de derecho, pero le parecía difícil que algún juez o algún miembro del jurado pudiera sentir lástima por semejante desgraciado.
La segunda consecuencia era una posible medida disciplinaria por parte de la Iglesia, pero a la luz de los hechos, sobre todo de las inclinaciones liberales del sínodo, no se imaginaba nada peor que un tirón de orejas.
«A la mierda -se dijo-. Voy a hablar.»
Escribió un e-mail a Robbie Flak. Empezaba presentándose a sí mismo, con todos los números de teléfono y direcciones posibles. A continuación describía su encuentro con un recluso anónimo en libertad condicional que había vivido en Slone en la época de la desaparición de Nicole Yarber. Tenía un largo historial delictivo, de índole violenta, y en cierta ocasión lo habían detenido y encarcelado en Slone. Keith lo había verificado. Aquel hombre había confesado ser autor de la violación y muerte de Nicole Yarber, con profusión de detalles. El cadáver estaba enterrado en lo más recóndito de las colinas del sur de Joplin, Missouri, donde el recluso en cuestión había pasado su infancia. La única persona en situación de hallar el cadáver, le decía, es el propio recluso. Llámame, por favor. Keith Schroeder.
Una hora más tarde salió de su oficina y fue otra vez en coche a Anchor House. A Boyette no lo había visto nadie. Fue al centro, para otro almuerzo rápido con Matthew Burns. Tras una cierta oposición, Matthew se dejó engatusar, sacó su móvil y llamó al bufete de Flak.
– Sí, hola -lo oyó decir Keith-, me llamo Matthew Burns. Soy fiscal en Topeka, Kansas. Quisiera hablar con el señor Robbie Flak.
El señor Flak no se podía poner.
– Tengo información sobre el caso de Donté Drumm, concretamente sobre la identidad del verdadero asesino.
El señor Flak seguía sin poder ponerse. Matthew dio sus números, el del móvil y el del despacho, e invitó a la recepcionista a entrar en la web de la fiscalía del ayuntamiento de Topeka para comprobar su legitimidad. Ella le dijo que lo haría.
– No soy ningún loco, ¿de acuerdo? Que me llame el señor Flak lo antes posible, por favor. Gracias.
Acabaron de comer y quedaron en avisarse mutuamente si recibían alguna llamada de Texas. Durante el camino de vuelta a su oficina, a Keith lo alivió tener un amigo dispuesto a echarle una mano, y además fiscal.
A mediodía, las calles del centro de Slone estaban cerradas con barreras, y el tráfico habitual se desviaba hacia otras zonas. Alrededor del juzgado había decenas de autobuses de iglesias aparcados en doble fila, pero la policía no ponía multas; tenía órdenes de mantener su presencia, preservar el orden y evitar a toda costa cualquier acción que pudiera provocar a alguien. Los ánimos estaban exaltados. La situación era tensa. La mayoría de los comerciantes habían cerrado sus tiendas, y la mayoría de los blancos había desaparecido.
La multitud, negra en su totalidad, seguía creciendo. Cientos de alumnos del instituto de Slone hicieron novillos y llegaron en manada, alborotados y con muchas ganas de hacerse oír. Los obreros de las fábricas traían sus fiambreras y comían en el césped del juzgado. Los reporteros hacían fotos y tomaban notas. Varios equipos de rodaje de Slone y de Tyler se agolparon junto al estrado de la escalinata del juzgado. A las doce y cuarto se acercó a los micrófonos Oscar Betts, presidente del capítulo local de la NAACP, [5] y tras agradecer a todos su presencia fue rápidamente al grano. Proclamó la inocencia de Donté Drumm y dijo que su ejecución no era otra cosa que un linchamiento legal; fustigó a la policía en una feroz condena, tildándola de «racista» y acusándola de estar «resuelta a matar a un inocente»; ridiculizó a un sistema judicial capaz de permitir que un jurado íntegramente blanco emitiese un veredicto sobre un inocente negro; y no se pudo resistir a preguntar a la multitud: