– ¿Cómo va a haber un juicio justo si el fiscal se acuesta con la jueza? ¿Y al tribunal de apelación le pareció bien? ¡Eso solo pasa en Texas! -exclamó.
Luego describió la pena de muerte como un oprobio, un instrumento de venganza desfasado que no disuadía a los delincuentes, ni se usaba de manera justa, y del que habían prescindido todos los países civilizados. Prácticamente todas sus frases fueron recibidas con aplausos y gritos por una multitud cada vez más enfervorecida. Exhortó al sistema judicial a que pusiera fin a aquella locura. Se burló de la Comisión de Indultos y Libertad Condicional de Texas. Tachó al gobernador de cobarde por no impedir la ejecución. Avisó de que habría disturbios en Slone y en el este de Texas, y quizá en todo el país, si el estado seguía adelante con la ejecución de un negro inocente.
Betts estuvo magistral a la hora de despertar emociones y elevar la tensión. Finalmente bajó el ritmo y, dando un giro a su discurso, pidió a la gente que se comportase y que no saliera a la calle ni aquella noche ni la siguiente.
– Con la violencia no ganamos nada -les rogó.
Al acabar presentó al reverendo Johnny Canty, pastor de la Iglesia Metodista Africana Bethel, a la que desde hacía más de veinte años pertenecía la familia Drumm. El reverendo Canty empezó con un mensaje de la familia. Agradecían el apoyo. Se mantenían firmes en su fe, y rezaban por un milagro. Roberta Drumm estaba bien, dentro de lo que cabía. Sus planes eran ir el día siguiente al corredor de la muerte y quedarse hasta el final. Acto seguido, el reverendo Canty pidió silencio y se embarcó en una oración larga y elocuente, que se inició con una súplica de compasión por la familia de Nicole Yarber, una familia que había soportado la pesadilla de la muerte de una muchacha inocente. Igual que la familia Drumm. Dio gracias al Todopoderoso por el don de la vida y la promesa de la eternidad para todas las gentes. Dio gracias a Dios por sus leyes, las más básicas e importantes de las cuales eran los Diez Mandamientos, con su prohibición «no matarás». Rezó por los «otros cristianos» que tomaban la misma Biblia, la tergiversaban y la usaban como arma para matar al prójimo.
– Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.
Canty había trabajado mucho tiempo en su oración, que pronunció despacio, con un perfecto sentido del tempo, sin usar apuntes. La multitud canturreaba, se balanceaba y emitía calurosos «amén», mientras él seguía laboriosamente sin que se vislumbrase el final. Aquello tenía mucho más de discurso que de oración. Canty saboreaba el momento. Tras rezar por la justicia, rezó por la paz; no la que elude la violencia, sino la que todavía no se ha hallado en una sociedad en la que el número de jóvenes negros encarcelados alcanza cifras récord, en la que son ejecutados con mucha más frecuencia que los de otras razas, y en la que se consideran más graves los crímenes cometidos por negros que los cometidos por blancos. Imploró misericordia, perdón y fortaleza. Pero, como la mayoría de los pastores, se alargó demasiado y empezó a perder la atención de su público, hasta que de repente la encontró de nuevo. Empezó a rezar por Donté, «nuestro hermano perseguido», un joven arrebatado a su familia hacía nueve años y lanzado a un «infierno» del que nadie escapaba con vida. Nueve años sin su familia y sus amigos, nueve años encerrado como un animal en su jaula. Nueve años cumpliendo condena por un delito que había cometido otra persona.
Desde la ventana de una pequeña biblioteca de la segunda planta, el juez Elias Henry miraba y escuchaba. Mientras el reverendo rezase, la multitud estaría controlada; era la agitación lo que le daba miedo.
En el transcurso de las décadas, Slone había conocido pocos episodios de disturbios raciales, algo cuyo mérito se atribuía el juez principalmente a sí mismo, aunque no se lo dijera a nadie más. Cincuenta años antes, cuando era un abogado joven con dificultades para pagar las facturas, había entrado a trabajar como reportero y editorialista a tiempo parcial en el Slone Daily News, que entonces era un semanario próspero, leído por todos. Ahora era un diario con problemas para subsistir y escasos lectores. A principios de los años sesenta era uno de los pocos diarios del este de Texas que reconocía que una parte considerable de la población era negra. De vez en cuando, Elias Henry escribía artículos sobre equipos deportivos negros e historia negra y, aunque no fueran bien recibidos, tampoco eran objeto de una condena abierta. En cambio, sus editoriales sí lograban irritar a los blancos. Explicaba en términos legos el verdadero sentido del pleito entre Oliver Brown y el Departamento de Educación, [6] y criticaba las escuelas segregadas de Slone y el condado de Chester. Gracias a la influencia cada vez mayor de Elias, y a los problemas de salud del propietario del periódico, este tuvo la audacia de posicionarse a favor del derecho de voto de los negros y de la equidad en sueldos y vivienda. Los argumentos de Henry eran convincentes; su razonamiento, sólido, y la mayoría de quienes leían sus opiniones se daban cuenta de que era mucho más inteligente que ellos. En 1966, Elias compró el periódico, del que fue dueño durante diez años. También adquirió una gran habilidad como abogado y como político, y se erigió en líder de su comunidad. Muchos blancos discrepaban de Elias, pero eran pocos quienes lo cuestionaban de manera pública. Cuando por fin terminó la segregación escolar, por imposición del estado central, la resistencia blanca en Slone ya se había suavizado por varios años de habilidosa manipulación por parte de Elias Henry.
Tras ser elegido juez, vendió el periódico y ocupó un lugar más elevado, desde el que con discreción no exenta de firmeza controlaba un sistema judicial que tenía fama de duro con los violentos, de estricto con quienes precisaban orientación y de compasivo con quienes necesitaban otra oportunidad. Su derrota ante Vivían Grale le produjo una crisis nerviosa.
Durante su judicatura no se habría producido la condena de Donté Drumm. Elias se habría enterado de la detención poco después de que ocurriese, habría analizado la confesión y las circunstancias que la rodeaban, y habría requerido a Paul Koffee para que los dos solos, a puerta cerrada, celebrasen una reunión extraoficial en la que el fiscal del distrito habría sido informado de que su tesis era una porquería. La confesión era claramente anticonstitucional. No llegaría hasta el tribunal. Sigue buscando, Koffee, porque aún no has encontrado al asesino.
El juez Henry miró la multitud que se arremolinaba ante el juzgado. Ni un solo rostro blanco, salvo los de los reporteros. Era una muchedumbre negra airada. Los blancos se escondían, y no simpatizaban con la causa. Era algo que Henry no había pensado ver jamás: su ciudad dividida.
– Que Dios nos coja confesados -masculló para sus adentros.
El siguiente orador fue Palomar Reed, alumno de último año en el instituto y vicepresidente del cuerpo estudiantil. Empezó con la obligada condena de la pena de muerte de Donté y luego se embarcó en una diatriba ampulosa y técnica contra la pena capital en sí, con gran énfasis en su versión texana. La multitud estuvo atenta, aunque el orador carecía del dramatismo de sus predecesores, más experimentados. Sin embargo, pronto dio pruebas de una capacidad increíble para lo teatral. Mientras miraba una hoja de papel, empezó a recitar los nombres de los jugadores negros del equipo de fútbol americano del instituto de Slone. Todos acudieron corriendo al estrado, uno por uno, y se colocaron en fila sobre el escalón más alto. Llevaban la camiseta oficial de los Slone Warriors, de color azul real. Una vez que los veintiocho estuvieron hombro con hombro, Palomar hizo un anuncio impactante: