– Estos jugadores se presentan aquí en unión con su hermano Donté Drumm. Un Slone Warrior. Un guerrero africano. Si la gente de esta ciudad, de este condado, de este estado se sale con la suya en sus esfuerzos ilegales y anticonstitucionales por matar a Donté Drumm mañana por la noche, estos guerreros no jugarán en el partido del viernes contra Longview.
La multitud estalló en una ovación masiva que hizo temblar las ventanas del juzgado. Palomar miró a los jugadores, que justo entonces, como si fuera una señal, se cogieron los faldones y se quitaron las camisetas de un tirón, para arrojarlas al suelo. Debajo llevaban camisetas idénticas de color blanco, con la inconfundible imagen del rostro de Donté sobre una palabra en mayúsculas: INOCENTE. Los jugadores hinchieron el pecho, puño en alto. La multitud los inundó en su adoración.
– ¡Mañana boicotearemos las clases! -vociferó Palomar por el micrófono-. ¡Y el viernes también! ¡Y ese día por la noche no habrá partido!
La concentración era emitida en directo por la televisión local, y la mayoría de los blancos de Slone estaban pegados al televisor. En bancos, colegios, casas y oficinas se oía murmurar lo mismo:
– Eso no pueden hacerlo, ¿verdad que no?
– Pues claro que pueden. ¿Cómo se lo impides?
– Han ido demasiado lejos.
– No, somos nosotros los que hemos ido demasiado lejos.
– ¿O sea que tú crees que es inocente?
– No estoy seguro. No lo está nadie. Ese es el problema: hay demasiadas dudas.
– Confesó.
– No han encontrado el cadáver.
– ¿Por qué no pueden retrasarlo unos días? No sé, una suspensión o algo así…
– ¿Para qué?
– Que esperen a que se haya acabado la temporada de fútbol americano.
– Yo preferiría que no hubiera disturbios.
– Si los hay, intervendrá la justicia.
– No estés tan seguro.
– Esto va a explotar.
– Que los echen del equipo.
– ¿Suspender el partido? Pero ¿qué se han creído?
– Tenemos a cuarenta chicos blancos que podrían jugar.
– ¡Hombre, pues claro!
– Tendría que expulsarlos el entrenador.
– Y al que haga novillos, que lo arresten.
– Genial. Eso es echar gasolina al fuego.
En el instituto, el entrenador del equipo miraba la manifestación en el despacho del director. El entrenador era blanco, y el director, negro. Estaban en silencio, pendientes del televisor.
En la comisaría, a tres manzanas del juzgado por la calle Mayor, el comisario Joe Radford miraba la tele en compañía del comisario adjunto. El cuerpo tenía a cuatro docenas de agentes de uniforme en plantilla, treinta de los cuales vigilaban nerviosos la concentración desde los márgenes.
– ¿Habrá ejecución? -preguntó el comisario adjunto.
– Que yo sepa, sí -contestó Radford-. He hablado hace una hora con Paul Koffee y él lo ve claro.
– Puede que necesitemos ayuda.
– Qué va. Tirarán un par de piedras, pero ya se les pasará.
Paul Koffee miraba el espectáculo a solas, desde su escritorio, con un bocadillo y unas patatas chips. Su despacho estaba detrás del juzgado, a dos manzanas. Se oían los bramidos de la multitud. Él consideraba aquellas manifestaciones como un mal necesario en un país que daba un gran valor a la Declaración de Derechos. La gente tenía derecho a reunirse -con autorización, por supuesto- y a expresar sus sentimientos. Las leyes que velaban por aquel derecho eran las mismas que regían el curso ordenado de la justicia. El trabajo de Koffee era encausar a delincuentes y encerrar a los culpables; y cuando un delito era lo suficientemente grave, las leyes de su estado le pedían obtener venganza y solicitar la pena de muerte. Era lo que había hecho en el caso Drumm. Sus decisiones, su táctica en el juicio o la culpabilidad de Drumm no le merecían el menor arrepentimiento, duda o desazón. Su labor había sido ratificada en más de una ocasión por jueces bregados en apelaciones, por decenas de eminentes juristas que, tras examinar palabra por palabra el juicio a Drumm, habían confirmado la condena. Koffee no tenía el menor remordimiento de conciencia. Claro que se arrepentía de su relación con la jueza Vivian Grale, y del sufrimiento y la vergüenza que eso había originado, pero jamás había puesto en duda el acierto de los veredictos de la magistrada.
La echaba de menos. Su amor había sucumbido a la tensión de toda la publicidad negativa que había generado. Ella había salido huyendo, y rechazaba cualquier tipo de contacto. A Koffee le faltaba poco para terminar su carrera de fiscal y, aunque odiara reconocerlo, dejaría el cargo bajo una nube de sospecha. Sin embargo, la ejecución de Drumm marcaría su cénit, y le reivindicaría; sería un momento de esplendor, que sabrían valorar los habitantes de Slone, por lo menos los blancos.
Mañana sería su mejor día.
Los miembros del bufete Flak vieron la concentración en el televisor de gran formato instalado en la sala principal de reuniones. Al final, Robbie se retiró a su despacho con medio bocadillo y una Coca-Cola light. La recepcionista había dispuesto con esmero una docena de papeles con mensajes telefónicos sobre la mesa. Le llamaron la atención los de Topeka. Había algo que le sonaba. Olvidándose del bocadillo, cogió el teléfono y llamó al móvil del reverendo Keith Schroeder.
– Con Keith Schroeder, por favor -respondió cuando alguien se puso al otro lado de la línea.
– Yo mismo.
– Soy Robbie Flak, abogado de Slone, Texas. He recibido su mensaje, y creo que hace unas horas vi un correo electrónico suyo.
– Sí, gracias, señor Flak.
– Llámeme Robbie.
– De acuerdo, Robbie. Yo soy Keith.
– Estupendo, Keith. ¿Dónde está el cadáver?
– En Missouri.
– No tengo tiempo que perder, Keith, y algo me dice que esta llamada es una absoluta pérdida de tiempo.
– Es posible, pero deme cinco minutos.
– Hable deprisa.
Keith expuso los hechos: sus encuentros con un preso anónimo en libertad condicional, la investigación de sus antecedentes, su trayectoria delictiva, su precario estado de salud y todo lo que fue capaz de embutir en cinco minutos sin interrupciones.
– Evidentemente, no le preocupa saltarse la confidencialidad -dijo Robbie.
– Sí que me preocupa, pero hay demasiado en juego. Además, aún no le he dicho su nombre.
– ¿Dónde está él?
– Ha pasado la noche en un hospital. Ha salido por su propio pie, y desde entonces le he perdido la pista. En principio, tiene que volver a la casa de reinserción a las seis en punto de la tarde. Iré a verlo.
– ¿Y lo han condenado cuatro veces por delitos sexuales?
– Como mínimo.
– Pastor, ese hombre no tiene ninguna credibilidad. Con esto yo no puedo hacer nada. No hay por dónde cogerlo. Dese cuenta de que estas ejecuciones siempre atraen a chalados,
Keith. La semana pasada se presentaron dos pirados: uno dijo que sabía dónde vive Nicole, que por cierto es stripper, y el otro dijo que la había matado él en un ritual satánico. Sobre la situación del cadáver, ni idea. El primero quería dinero, y el segundo, salir de la cárcel en Arizona. Los tribunales desprecian estas fantasías de última hora.
– Él dice que el cadáver está al sur de Joplin, Missouri, en las colinas donde vivió de niño.
– ¿Cuánto tardaría en encontrarlo?
– Eso ya no lo sé.
– Vamos, Keith, cuénteme algo que me sirva.
– Tiene el anillo de graduación de Nicole. Yo lo he visto, lo he tenido en las manos y lo he examinado: SHS 1999, con sus iniciales: ANY. Es de piedra azul, y su talla la doce aproximadamente.
– Eso ya está mejor, Keith. Me gusta. Pero ¿dónde está el anillo?