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– Supongo que colgando de su cuello.

– ¿Y a él no lo tiene localizado?

– Pues… efectivamente, ahora mismo no sé dónde está.

– ¿Quién es Matthew Burns?

– Un amigo mío, fiscal.

– Mire, Keith, le agradezco el esfuerzo. Ha llamado dos veces, ha mandado un correo electrónico y ha hecho llamar a un amigo. Muchísimas gracias. Ahora mismo estoy muy ocupado, o sea que haga el favor de dejarme en paz.

Al colgar, Robbie cogió el bocadillo.

Capítulo 14

Gilí Newton llevaba cinco años como gobernador de Texas, y aunque las encuestas arrojasen índices de aceptación muy envidiables entre su electorado, se quedaban cortas ante la opinión del propio Newton sobre su popularidad. Era de Laredo, lo más al sur de Texas. Había crecido en un rancho propiedad de su abuelo, antiguo sheriff, y tras un arduo paso por el instituto y la Facultad de Derecho, en vista de que no había ningún bufete dispuesto a contratarlo se había hecho ayudante de fiscal en El Paso. A los veintinueve años le habían nombrado fiscal de distrito, la primera de muchas campañas coronadas por el éxito; de hecho, nunca había perdido ninguna. A los cuarenta ya había mandado a cinco hombres al corredor de la muerte. A dos de ellos los había visto morir como gobernador, alegando que era su deber, puesto que de la acusación se había ocupado él mismo. Aunque los archivos no fuesen muy fiables, tenía fama de ser el único gobernador de Texas que había asistido a una ejecución durante el ejercicio de su cargo, cosa que, ciñéndose a la época contemporánea, era verdad. En las entrevistas afirmaba que verlos morir le había dado la sensación de que pasaba página. «Recuerdo a las víctimas -decía-. Pensaba todo el rato en las víctimas. Eran crímenes horrendos.»

Casi nunca desaprovechaba la oportunidad de ser entrevistado.

Descarado, gritón, vulgar (en privado), su enorme popularidad se debía a su retórica antigubernamental, al encastillamiento en sus ideas, a los comentarios escandalosos por los que nunca pedía perdón y a su amor a Texas y a su historia de independencia a toda costa. La gran mayoría de los votantes también compartían su cariño por la pena de muerte.

Ahora que Newton tenía asegurada su segunda y última legislatura, su mirada se proyectaba más allá de las fronteras de Texas, hacia una etapa de mayor trascendencia. Se le necesitaba.

El viernes a última hora de la tarde se reunió con sus dos asesores de mayor confianza, dos viejos amigos de la facultad que lo habían ayudado en todas sus decisiones importantes y en la mayoría de las secundarias. Wayne Wallcott era el abogado, o primer letrado, según proclamaba su membrete; Barry Ringfield era el portavoz, o director de comunicaciones. Un día de rutina en Austin, coincidieron los tres en el despacho del gobernador exactamente a las cinco y cuarto: se quitaron los abrigos, despidieron a las secretarias, cerraron la puerta con llave, y a las cinco y media sirvieron el bourbon, tras lo cual fueron al grano.

– Mañana se podría liar lo de Drumm -dijo Barry-. Los negros están cabreados, y tienen previstas manifestaciones en todo el estado para mañana mismo.

– ¿Dónde? -preguntó el gobernador.

– Pues mira, aquí, para empezar, en el césped sur del Capitolio. Corre el rumor de que® vendrá el reverendo Jeremiah Mays en ese pedazo de avión que tiene, para alborotar a los indígenas.

– Me encanta -dijo el gobernador.

– Ya está presentada y tramitada la solicitud de suspensión -anunció Wayne, mirando unos papeles.

Bebió un poco. El bourbon, un Knob Creek, corría por pesados vasos de cristal Waterford que llevaban el sello del estado.

– Se nota que esta vez hay más interés -dijo Barry-. Montones de llamadas, cartas y correos electrónicos.

– ¿Quién llama? -preguntó Newton.

– Los de siempre: el Papa, el presidente de Francia, dos parlamentarios holandeses, el primer ministro de Kenia, Jimmy Cárter, Amnistía Internacional, aquel bocazas de California que encabeza el grupo negro del Congreso en "Washington… Mucha gente.

– ¿Alguien importante?

– A decir verdad, no. Ha llamado dos veces el juez titular del condado de Chester, Elias Henry, y ha enviado un e-mail. Está a favor de suspender la ejecución. Dice que duda seriamente del veredicto del jurado. En Slone, de todos modos, la mayor parte del ruido son proclamas favorables a la ejecución. Allí al chico lo consideran culpable. Ha llamado el alcalde, preocupado por el hecho de que mañana por la noche pueda haber follón en esa localidad. Dice que es posible que llame para pedir ayuda.

– ¿La Guardia Nacional? -preguntó Newton.

– Supongo.

– Me encanta. -Bebieron. El gobernador miró a Barry, que además de su portavoz era también su asesor de mayor confianza, y el más taimado-. ¿Tienes algún plan?

Barry siempre tenía alguno.

– Sí, claro, pero aún no está acabado. Me gusta lo de la manifestación de mañana. Esperemos que venga el reverendo Jeremiah a atizar el fuego. Una gran multitud, con africanos a patadas; una situación tensa de las de verdad. Entonces tú subes al podio, te quedas con ellos y hablas del curso ordenado de la justicia en este estado; el papel de siempre, vaya. Luego, ahí mismo, en los escalones, con las cámaras filmando, mientras la gente te silba y te abuchea, y a lo mejor hasta te tira alguna piedra, rechazas la solicitud de suspensión. La gente se exalta, y tú sales huyendo. Se necesitan huevos, pero la cosa no tiene precio.

– Uau -dijo Newton.

Wayne se rió en voz alta.

Barry siguió hablando.

– A las tres horas se lo cargan, pero en titulares saldrá una multitud de negros furiosos. Que conste que tú tienes el cuatro por ciento del voto negro, gobernador; el cuatro por ciento. -Una pausa y un trago, aunque aún no había terminado-. A mí también me gusta el toque de la Guardia Nacional. Un poco más tarde, pero antes de la ejecución, das una rueda de prensa y anuncias que mandarás a la Guardia para sofocar los disturbios en Slone.

– ¿Estadísticas del condado de Chester?

– Tienes el setenta y uno por ciento, Gilí. Les encantas. Mandando a la Guardia los proteges.

– Pero ¿es necesaria la Guardia? -preguntó Wayne-. Si exageramos, se nos puede ir de las manos.

– Depende. Será cuestión de controlar la situación, y ya decidiremos.

– Sí, eso haremos -dijo el gobernador. La decisión ya estaba tomada-. ¿Hay alguna posibilidad de que el tribunal lo aplace en el último momento?

Wayne echó unos papeles sobre la mesa del gobernador.

– Lo dudo -dijo-. Esta mañana los abogados de Drumm han presentado una apelación, diciendo que está loco y que no advierte la gravedad de lo que va a pasar, pero son tonterías; hace una hora he hablado con Baker en la fiscalía, y él no ve nada en perspectiva. Tenemos luz verde en todas partes.

– Parece divertido -comentó el gobernador.

Por sugerencia, o insistencia, de Reeva se canceló la reunión del miércoles por la noche para rezar en la Primera Iglesia Baptista. Eso solo había pasado tres veces en la historia de la iglesia: la primera por una tormenta de hielo, la segunda por un tornado y la tercera por un apagón. Ante la incapacidad del hermano Ronnie de usar la palabra «cancelado», lo que hubo fue una mera reclasificación del acto como «vigilia de oración», y su «traslado» a otro lugar. También colaboró el tiempo, con cielos despejados y temperaturas superiores a los veinte grados.

Quedaron al anochecer en un pabellón reservado del Parque Nacional de Rush Point, a orillas del Red River, lo más cerca posible de Nicole. El pabellón estaba en un pequeño acantilado, con el río a sus pies, a unos cien metros del banco de arena, que aparecía y desaparecía en función del nivel del agua. Era donde habían encontrado los carnets del gimnasio y de estudiante de Nicole. Ya hacía tiempo que sus seres queridos lo consideraban el lugar de descanso de la chica.