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En sus numerosas visitas a Rush Point, Reeva siempre había avisado previamente a todos los medios de comunicación con los que pudiera contactar en Slone, pero el paso de los años había mitigado el interés de los reporteros, y a menudo Reeva iba sola a sus visitas, a veces con Wallis tras de ella; nunca faltaba el día del cumpleaños de su hija, y casi nunca el 4 de diciembre, el de su desaparición. Aquella vigilia, sin embargo, era muy diferente. Había algo que celebrar. En representación de Fordyce – ¡A por todas! había un equipo de dos hombres con una cámara pequeña, el mismo que ya llevaba dos días siguiendo a Reeva y a un Wallis un poco harto. También había dos equipos de noticias de la tele, y media docena de reporteros de la prensa escrita. Tanta atención inspiró a los fieles, y al hermano Ronnie le satisfizo lo nutrido de la concurrencia. ¡A sesenta kilómetros de casa!

Mientras se ponía el sol cantaron unos cuantos himnos. Después encendieron velitas y se las pasaron unos a otros. Sentada en primera fila, Reeva lloraba sin cesar. El hermano Ronnie no pudo resistirse a la oportunidad de hacer un sermón. Su grey, por otra parte, no tenía prisa en irse. Se explayó acerca de la justicia, y recurrió a un alud de citas bíblicas en apoyo del mandato de Dios de que vivamos como ciudadanos respetuosos de la ley.

Rezaron varios diáconos, y no faltaron testimonios de amigos de Nicole; el propio Wallis -previo codazo en las costillas- logró ponerse en pie y pronunciar unas palabras. A modo de remate, el hermano Ronnie se embarcó en una larga súplica de compasión, misericordia y fortaleza. Pidió a Dios que acompañase hasta el final a Reeva, a Wallis y a su familia, y estuviera a su lado en la dura prueba de la ejecución.

Al salir del pabellón, se trasladaron en solemne procesión al sepulcro provisional; y ahí, más cerca de la orilla, depositaron flores al pie de una cruz blanca. Algunos se pusieron de rodillas y volvieron a rezar. Todos se desahogaron llorando.

El miércoles a las seis de la tarde Keith cruzó la puerta de Anchor House resuelto a acorralar a Travis Boyette, y a plantarle cara. Faltaban exactamente veinticuatro horas para la ejecución, y Keith pensaba hacer todo lo posible por impedirla. Parecía totalmente imposible, pero al menos lo intentaría. De la cena del miércoles en St. Mark se ocupaba un pastor subalterno.

Boyette parecía jugar al escondite, a menos que estuviera muerto. A lo largo del día no se había presentado a su supervisor, ni había vuelto a ser visto en Anchor House. No estaba obligado a ninguna de estas dos cosas, pero era preocupante que no diera señales de vida. Sin embargo, sí tenía la obligación de presentarse a las seis para pasar la noche y de no irse sin autorización expresa antes de las ocho de la mañana. A las seis de la tarde seguía sin aparecer. Keith esperó una hora, pero no había ni rastro de Boyette. El mostrador de la entrada estaba a cargo de un tal Rudy, ex presidiario.

– Más vale que salgas a buscarlo, tío -masculló.

– No sé por dónde empezar -dijo Keith.

Le dejó a Rudy su número de móvil y empezó por los hospitales. Conducía despacio, matando el tiempo en espera de una llamada de Rudy, y entre una y otra visita miraba la calle por si veía a algún blanco raro de unos cuarenta años, cojo y con bastón. Ninguno de los hospitales del centro tenía registrado a nadie con el nombre de Travis Boyette. Tampoco merodeaba por la estación de autobuses, ni bebía con los borrachos del río. A las nueve de la noche Keith regresó a Anchor House y se sentó en una silla del mostrador de la entrada.

– Ha desaparecido -dijo Rudy.

– ¿Y ahora qué? -inquirió Keith.

– Si llega durante la noche lo pondrán de vuelta y media pero lo dejarán pasar, menos si está borracho o drogado, y entonces salta la liebre. Te dejan cagarla una vez. En cambio, si está fuera toda la noche lo más seguro es que le revoquen la condicional y lo manden otra vez a la cárcel. Estos tipos no se andan con bromas. ¿Qué le pasa a Boyette?

– A saber. Le cuesta decir la verdad.

– Me suena. Ya tengo su número. Si se presenta, lo llamo.

– Gracias.

Keith se quedó media hora más antes de irse en coche a su casa. Dana calentó lasaña. Comieron en la habitación de la tele, con bandejas. Los niños ya dormían. La tele estaba silenciada. Apenas hablaron. Hacía casi tres días que su vida estaba consumida por Travis Boyette, y estaban un poco cansados de él.

Ya de noche, quedó claro que no había nadie que quisiera salir de la estación de trenes. No había mucho trabajo jurídico que hacer, y a aquellas horas pocas cosas de peso se podían realizar en ayuda de Donté Drumm. El Tribunal Penal de Apelación de Texas no se había pronunciado sobre la alegación de trastorno mental. Fred Pryor seguía rondando por las afueras de Houston con la esperanza de tomarse alguna copa más con Joey Gamble, lo cual parecía dudoso. Podía ser perfectamente la última noche en la vida de Donté Drumm, y los miembros de su equipo jurídico necesitaban consolarse mutuamente.

Mandaron a Carlos por pizza y cerveza, y a su regreso usaron la mesa larga de la sala de reuniones para cenar. Más tarde llegó Ollie, y se montó una partida de póquer. Ollie Tufton, muy amigo de Robbie, era de los pocos abogados negros de Slone. Su cuerpo era redondo como una pelota, y aseguraba pesar ciento ochenta kilos, sin que estuviera clara su razón para querer presumir de ello. Era gritón, muy divertido y con apetitos desmesurados: comida, whisky, póquer y, por desgracia, cocaína. Robbie lo había salvado dos veces cuando estaban a punto de expulsarlo del colegio de abogados. De vez en cuando se ganaba un pellizco con accidentes de coche, pero el dinero casi siempre desaparecía. Cuando Ollie estaba en la sala, casi todo el ruido procedía de él. Se hizo con el control de la partida de póquer, encargó a Carlos dar la mano, fijó las reglas y contó sus últimos chistes verdes, sin dejar ni un momento de beber cerveza y de zamparse la pizza fría. Los jugadores eran Martha Handler (que solía ganar), Bonnie (la otra técnica), Kristi Hinze (que aún tenía miedo de jugar, y todavía más miedo de Ollie) y un investigador que también hacía de recadero a tiempo parcial llamado Ben Shoots.

Dentro de la chaqueta de Shoots, colgada en la pared, había una pistola. Robbie tenía otras dos en su despacho, ambas cargadas. Aaron Rey, siempre armado, se movía sin hacer ruido por la estación de trenes, atento a las ventanas y al aparcamiento. Como se habían recibido varias amenazas telefónicas durante el día, el bufete estaba en alerta máxima.

Robbie se llevó una cerveza a su despacho, dejó la puerta abierta y llamó a DeDe, la mujer con quien vivía; estaba haciendo yoga, y sentía una bendita indiferencia ante la ejecución que se avecinaba. Después de tres años juntos, Robbie casi estaba convencido de que la cosa tenía posibilidades. DeDe apenas manifestaba interés por las actividades de Robbie en el despacho, lo cual era beneficioso. La búsqueda de amor sincero por parte de Robbie estaba plagada de mujeres incapaces de aceptar que la convivencia estuviera muy sesgada en favor de él. La de ahora iba a la suya, y coincidían en la cama. Robbie le llevaba veinte años, y seguía loco por ella.

Llamó a un reportero de Austin, pero no dijo nada que pudiera citarse. Después habló con el juez Elias Henry y le dio las gracias por haber llamado al gobernador. Se desearon suerte, sabiendo que las siguientes veinticuatro horas tardarían mucho tiempo en olvidarse. El reloj de la pared parecía parado a las nueve y diez. Robbie siempre recordaría que fue exactamente a esa hora cuando entró Aaron Rey en su despacho y le dijo:

– Se ha incendiado la Primera Iglesia Baptista.