La batalla de Slone había empezado.
Capítulo 15
Keith no tenía conciencia de haberse quedado dormido. Hacía tres días que dormía tan poco, y a horas tan anómalas, que tenía los hábitos y los ritmos desincronizados. Cuando sonó el teléfono, habría jurado que estaba totalmente despierto. Sin embargo, fue Dana quien lo oyó primero, y tuvo que dar un golpecito a su marido. Finalmente Keith se puso, a la cuarta o la quinta.
– ¿Diga? -contestó, aturdido, mientras Dana encendía una lámpara.
Eran las doce menos veinte de la noche. No hacía ni una hora que se habían acostado.
– Eh, pastor, soy yo, Travis -dijo la voz.
– Hola, Travis -contestó Keith. Dana buscó rápidamente un albornoz-. ¿Dónde está?
– Aquí, en Topeka, en uh bar del centro, cerca de Anchor House.
Hablaba despacio, con voz pastosa. Lo segundo o tercero que pensó Keith fue que Boyette había bebido.
– ¿Por qué no está en Anchor House?
– Eso da igual. Oiga, pastor, tengo mucha hambre; no he comido nada desde esta mañana, y estoy aquí sentado solo con un café porque no tengo dinero. Estoy hambriento, pastor. ¿Se le ocurre algo?
– ¿Ha bebido, Travis?
– Un par de cervezas. Estoy bien.
– ¿Se ha gastado dinero en cerveza, pero no en comida?
– No lo he llamado para que nos peleemos, pastor. ¿Puede ayudarme a conseguir algo de comida?
– Sí, claro, Travis, pero tiene que volver a Anchor House. Lo esperan. He hablado con Rudy y dice que lo sancionarán, pero nada grave. Primero come usted algo, y luego lo llevo a donde tiene que estar.
– Ni hablar, pastor, yo no vuelvo. Quiero ir a Texas, ¿de acuerdo? Ahora mismo, digo. Tengo muchas ganas de ir. Le contaré a todo el mundo la verdad, incluido dónde está el cadáver. Tenemos que salvar al chico.
– ¿Tenemos?
– ¿Quién si no, pastor? Nosotros sabemos la verdad. Si vamos los dos, podremos impedir la ejecución.
– ¿Quiere que lo lleve ahora mismo a Texas? -preguntó Keith, mirando a los ojos a su mujer, que empezó a sacudir la cabeza.
– No hay nadie más, pastor. Tengo un hermano en Illinois, pero no nos hablamos. Supongo que podría llamar a mi supervisor, pero dudo que tuviera algún interés en ir a Texas. También conozco a un par de tipos de la casa de reinserción, pero no tienen coche. Cuando te pasas la vida en la cárcel, pastor, no sueles tener muchas amistades fuera.
– ¿Dónde está, Travis?
– Ya se lo he dicho: en un bar. Con hambre.
– ¿Qué bar?
– El Blue Moon. ¿Lo conoce?
– Sí. Pida algo de comer, que llego en un cuarto de hora.
– Gracias, pastor.
Keith colgó y se quedó sentado al borde de la cama, junto a su mujer. Estuvieron unos minutos sin decirse nada. No tenían ganas de pelearse.
– ¿Está borracho? -preguntó ella finalmente.
– No creo. Se ha tomado unas cervezas, pero parece sobrio. No sé.
– ¿Qué vas a hacer, Keith?
– Pagarle la cena, o el desayuno, o lo que sea. Esperaré a que cambie otra vez de idea. Si lo dice en serio, no tendré más remedio que llevarlo en coche a Texas.
– Sí que tienes remedio, Keith. No estás obligado a llevar a Texas a ese pervertido.
– ¿Y el chico del corredor de la muerte, Dana? Piensa en cómo estará en este momento la madre de Donté Drumm. Será el último día que vea a su hijo.
– Boyette te está tomando el pelo, Keith. Es un mentiroso.
– Puede que sí y puede que no, pero piensa en lo que está en juego.
– ¿En juego? Podría estar en juego tu trabajo. Tu reputación, tu carrera…, todo podría estar en juego. Tenemos tres hijos en los que pensar.
– Yo no voy a poner en peligro mi carrera, Dana, ni mi familia; como máximo me tirarán de las orejas. Sé lo que estoy haciendo.
– ¿Estás seguro?
– No.
Keith se quitó rápidamente el pijama y se puso unos vaqueros, unas zapatillas deportivas, una camisa y una gorra roja de béisbol de los Cardinals. Dana lo vio vestirse sin decir nada más. Él le dio un beso en la frente y salió de casa.
Cuando Keith se sentó delante de él, Boyette estaba inspeccionando una bandeja de comida impresionante. El local estaba medio lleno, con policías de uniforme en varias mesas, todos comiendo pastel, aunque ninguno de ellos pesara menos de ciento treinta kilos. Keith pidió café, sensible a la ironía de que un asesino no convicto, infractor de la libertad condicional, se diera un festín a diez metros de un pequeño escuadrón de policías.
– ¿Dónde ha estado todo el día? -le preguntó.
El tic. Un gran bocado de huevos revueltos.
– La verdad es que no me acuerdo -respondió Boyette, masticando.
– Hemos perdido todo un día, Travis. Nuestro plan era hacer el vídeo, mandárselo a las autoridades y a la prensa de Texas y esperar un milagro. Su desaparición ha desbaratado el plan.
– Ya se ha acabado el día, pastor; no le dé más vueltas. ¿Me lleva a Texas o no?
– ¿O sea que se salta la condicional?
El tic y un sorbo de café, con la mano temblando. Todo parecía afectado por un temblor constante, desde la voz hasta los ojos, pasando por los dedos.
– Ahora mismo, lo que menos me preocupa es la condicional, pastor. La mayor parte de mi tiempo lo ocupa morirme. También me preocupa el chico, en Texas. He intentado olvidarlo, pero no puedo. Y la chica. Necesito verla antes de morirme.
– ¿Por qué?
– Necesito decir que lo siento. Yo he hecho daño a mucha gente, pastor, pero solo he matado a una persona. -Miró a los policías y bajó un poco la voz-. Y no sé por qué. Era mi favorita. Quería quedármela para siempre, y al darme cuenta de que no podía ser…, pues…
– De acuerdo, Travis, ya lo he entendido; vamos a hablar de la logística. Slone queda a seiscientos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro, pero en coche son más bien novecientos, con muchas carreteras de un solo carril. Es medianoche. Si salimos antes de una hora, y corremos como locos, podríamos llegar a mediodía. Faltarían seis horas para la ejecución. ¿Tiene alguna idea de lo que haríamos cuando lleguemos?
Boyette pensó en la pregunta mientras masticaba un trozo de salchicha, totalmente impermeable a cualquier sensación de urgencia. Keith se había fijado en que comía bocados muy pequeños y los masticaba mucho, antes de dejar el tenedor y beber un poco de café o de agua. No parecía excesivamente hambriento. Lo importante no era la comida.
– Se me había ocurrido -dijo Boyette tras otro sorbo de café- que podríamos ir a la televisión local; así cuento mi historia en directo, acepto mi responsabilidad, les digo a aquellos idiotas que se han equivocado de culpable, y ellos no lo matan.
– ¿Así de fácil?
– No sé, pastor. Es la primera vez que lo hago. ¿Y usted? ¿Qué plan tiene?
– Ahora mismo es más importante encontrar el cadáver que su confesión. Francamente, Travis, teniendo en cuenta su largo historial, y lo repugnante de sus delitos, pondrán en duda su credibilidad. Desde que nos vimos, el lunes por la mañana, he estado investigando y me he enterado de varias anécdotas sobre los chiflados que aparecen cuando hay ejecuciones y empiezan a decir de todo.
– ¿Me está llamando chiflado?
– No, pero seguro que en Slone, Texas, pueden llamarlo muchas cosas. No lo creerán.
– ¿Usted me cree, pastor?
– Yo sí.
– ¿Quiere un poco de huevos con beicon? Paga usted.
– No, gracias.
El tic. Otra mirada rápida a la poli. Boyette se puso las puntas de los índices en las sienes y se hizo masajes en pequeños círculos, a la vez que hacía muecas, como si gritara. Al final se le pasó el dolor. Keith miró su reloj.