Boyette empezó a sacudir ligeramente la cabeza.
– Encontrar el cadáver tardará más tiempo, pastor. Hoy no se puede hacer.
A falta de experiencia en tales menesteres, Keith se limitó a encogerse de hombros, sin decir nada.
– O vamos a Texas, o vuelvo a la casa de reinserción a que me griten. Usted decide, pastor.
– No tengo demasiado claro por qué me corresponde decidir a mí.
– Muy sencillo: es quien tiene el coche, la gasolina y el permiso de conducir. Yo lo único que tengo es la verdad.
El coche era un Subaru todoterreno con trescientos mil kilómetros recorridos, y al menos veinte mil desde el último cambio de aceite. Dana lo usaba para llevar a los niños por todo Topeka, y el desgaste del coche con tanto trajín era más que visible. El otro coche de los Schroeder era un Honda Accord con la luz del aceite defectuosa y los neumáticos traseros de mala calidad.
– Disculpe que el coche esté tan sucio -dijo Keith, casi avergonzado, cuando entraron y cerraron las puertas.
Al principio Boyette permaneció en silencio. Se puso el bastón entre las piernas.
– Ahora es obligatorio el cinturón -dijo Keith al abrocharse el suyo.
Boyette no se movió. Durante un momento de silencio, Keith se dio cuenta de que el viaje había empezado. Tenía a Boyette dentro del coche, para un recorrido de horas o días, sin que ninguno de los dos supiera adónde los llevaría aquel pequeño viaje.
Mientras el coche se ponía en movimiento, Boyette se abrochó despacio el cinturón. La distancia entre los codos de ambos era de centímetros. Keith recibió la primera ráfaga de aliento a cerveza.
– Oiga, Travis, ¿y qué me dice de su historial con el alcohol?
Boyette respiraba profundamente, como si le tranquilizase la seguridad del coche, y también el que no se pudieran abrir las puertas desde fuera. Tardó un mínimo de cinco segundos en contestar, como era típico en él.
– Nunca me lo he planteado como un historial. No es que beba mucho. Tengo cuarenta y cuatro años, pastor, y me he pasado veintitrés y pico de ellos encerrado en varios complejos que en ningún caso tenían cantina, taberna, bar musical, club de striptease o autoservicio de veinticuatro horas. En la cárcel no te sirven copas.
– Pero hoy ha bebido.
– Tenía un par de billetes. He ido al bar de un hotel y me he tomado unas cervezas. El bar tenía tele. He visto que hablaban sobre la ejecución de Drumm en las noticias. Salía una foto del chico. Me ha afectado mucho, pastor, se lo aseguro. La verdad es que ya estaba bastante blando, como sentimental, y al ver la cara del chico casi me he atragantado. He bebido un poco más, y cuando he advertido que el reloj se iba acercando a las seis de la tarde he decidido saltarme la condicional, ir a Texas y cumplir con mi deber.
Keith tenía el móvil en la mano.
– Tengo que llamar a mi mujer.
– ¿Cómo está?
– Muy bien. Gracias por preguntar.
– Es que es tan mona…
– Tiene que olvidarse de ella. -Incómodo, Keith masculló unas cuantas frases por teléfono y lo cerró de golpe. Conducía despacio por las calles desiertas del centro de Topeka-. Bueno, Travis, estábamos planeando un largo viaje a Texas, donde usted irá a ver a las autoridades, les contará la verdad e intentará impedir la ejecución. Por mi parte, doy por supuesto que en algún momento, muy pronto, le pedirán que lleve a las autoridades hasta el cadáver de Nicole. Naturalmente, todo ello hará que lo detengan y lo encarcelen en Texas. Lo acusarán de crímenes de todo tipo, y nunca más saldrá de allí. ¿Es este el plan, Travis? ¿Estamos en sintonía?
El tic. La pausa.
– Sí, pastor, estamos en sintonía. Da igual. Para cuando me puedan encausar como Dios manda, ya estaré muerto.
– No he querido decir eso.
– Ni falta que hace. Nosotros lo sabemos, pero prefiero que en Texas nadie sepa lo de mi tumor. Darles la satisfacción de procesarme es lo que me corresponde. Me lo merezco. Yo estoy en paz, pastor.
– ¿En paz con quién?
– Conmigo mismo. Cuando haya vuelto a ver a Nicole, y le haya dicho que lo siento, estaré preparado para todo, incluida la muerte.
Keith conducía en silencio. Le esperaba un viaje maratoniano con aquel individuo, prácticamente hombro con hombro durante las diez o doce horas siguientes, y tenía la esperanza de no llegar a Slone tan loco como Boyette.
Aparcó en el camino de entrada, detrás del Accord.
– Travis -dijo-, supongo que no tiene dinero, ropa ni nada.
Aquello parecía de una obviedad dolorosa. Travis se rió entre dientes y levantó las manos.
– Aquí me tiene, pastor -dijo-, con todos mis bienes materiales.
– Ya me lo imaginaba. Espéreme aquí, vuelvo en cinco minutos.
Keith dejó el motor en marcha y entró corriendo en la casa.
Dana estaba en la cocina, preparando bocadillos, patatas chips, fruta y todo lo que encontraba.
– ¿Dónde está? -inquirió en cuanto Keith cruzó la puerta.
– Dentro del coche. No quiere entrar.
– Keith, esto no puede ir en serio.
– ¿Qué alternativas hay, Dana? -El ya tenía su decisión tomada, por desazonadora que fuese. Estaba dispuesto a pelearse duramente con su esposa, y a correr los riesgos que pudiese entrañar el viaje-. No podemos quedarnos sentados sin hacer nada, sabiendo quién es el verdadero asesino. Está aquí fuera, en el coche.
Dana envolvió un bocadillo y lo metió en una cajita. Keith sacó de la despensa una bolsa doblada de la compra y entró en el dormitorio. Para su nuevo amigo Travis encontró unos chinos viejos, un par de camisetas, calcetines, ropa interior y un jersey Packers que nunca se había puesto nadie. Se cambió de camisa, se puso su alzacuellos y una americana azul marino y metió algunas de sus cosas en una bolsa de deporte. Minutos después estaba en la cocina, donde Dana, apoyada en el fregadero, cruzaba los brazos de manera desafiante.
– Es una equivocación tremenda -declaró ella.
– Tal vez. No lo hago voluntariamente. Es Boyette el que nos eligió.
– ¿A nosotros?
– Bueno, está bien, a mí. No tiene ninguna otra manera de llegar a Texas; al menos es lo que dice, y yo lo creo.
Dana puso los ojos en blanco. Keith echó un vistazo al reloj del microondas. Estaba impaciente por marcharse, pero también se daba cuenta de que su mujer tenía derecho a algunas réplicas finales.
– ¿Cómo puedes creer algo de lo que dice? -exigió saber ella.
– Ya lo hemos hablado, Dana.
– ¿Y si en Texas te detienen?
– ¿Por qué? ¿Por intentar impedir una ejecución? Dudo que sea un delito, ni siquiera en Texas.
– Estás ayudando a un hombre a saltarse la libertad condicional, ¿no?
– Sí, en Kansas. En Texas no me pueden detener por eso.
– Pero no estás seguro.
– Oye, Dana, no me detendrán, te lo prometo. Igual me pegan un tiro, pero detenerme no me detendrán.
– ¿Tengo que tomarlo como un chiste?
– No. En absoluto. Vamos, Dana, míralo desde una perspectiva amplia. Yo creo que Boyette mató a la chica en 1998; creo que escondió el cadáver, y sabe dónde está; y creo que, si conseguimos llegar a Texas, existe la posibilidad de un milagro.
– Yo creo que estás loco.
– Quizá, pero prefiero arriesgarme.
– Piensa en el riesgo, Keith.
Él, que se había acercado poco a poco, le puso las manos en los hombros. Dana estaba rígida, y seguía con los brazos cruzados.
– Mira, Dana, yo no me he arriesgado nunca en toda mi vida.
– Ya lo sé. Es tu gran momento, ¿no?
– No, no se trata de mí. En cuanto lleguemos, me quedaré en la sombra, sin llamar la atención…