– Esquivando balas.
– Lo que sea. Estaré al margen. Es el show de Travis Boyette. Yo me limito a hacerle de chófer.
– ¿Chófer? Eres un sacerdote con familia.
– Y el sábado estaré de vuelta. El domingo diré un sermón, y por la tarde nos iremos de picnic. Te lo prometo.
Los hombros de Dana se encorvaron. Sus brazos cayeron a los lados. Keith la estrechó con fuerza, y a continuación la besó.
– Intenta entenderlo, por favor.
Ella asintió animosamente.
– Está bien -dijo.
– Te quiero.
– Yo también te quiero. Ten cuidado, por favor.
Despertaron a Robbie por teléfono a las doce y media de la noche. Cuando sonó, llevaba menos de una hora en la cama con DeDe. Ella, que se había dormido sin la ayuda del alcohol, fue la primera en dar un respingo.
– ¿Diga?
Tendió el teléfono a su pareja, que intentaba abrir los ojos, embotado.
– ¿Quién es? -gruñó.
– Despierta, Robbie, soy Fred. Tengo algo interesante.
Robbie logró despejarse, al menos hasta la siguiente fase.
– ¿Qué pasa, Fred?
DeDe ya se estaba dando la vuelta. Robbie sonrió al ver su magnífico trasero bajo las sábanas de raso.
– Me he tomado otra copa con Joey -dijo Fred-. Me lo he llevado a un club de strippers. La segunda noche consecutiva, ¿eh? No estoy seguro de que mi hígado aguante mucho más este proyecto; el suyo, seguro que no. Bueno, el caso es que lo he puesto como una cuba, y ha acabado reconociéndolo todo. Ha dicho que era mentira lo de que había visto la camioneta verde de las narices, y que la condujese un negro y todo lo demás. Ha reconocido que fue él quien llamó a Kerber con el falso chivatazo sobre Donté y la chica. Ha sido estupendo. Se desahogaba llorando mientras se tomaba cervezas, un gordo fofo pegando el rollo a las strippers. Ha dicho que él y Donté fueron amigos, en noveno y décimo curso, cuando eran dos estrellas del deporte. Ha añadido que siempre pensó que acabarían resolviéndolo los fiscales y los jueces. Le parece mentira que se haya llegado a esto. Siempre había pensado que no lo ejecutarían, que algún día saldría de la cárcel. Ahora que ya se ha convencido de que van a matarlo, tiene un dilema enorme. Piensa que es culpa de él. Yo le he dicho que sí, que lo es. Tendrá las manos manchadas de sangre. Lo he machacado a conciencia. Ha sido magnífico.
Robbie estaba en la cocina, buscando agua.
– Genial, Fred -dijo.
– Sí y no. Se niega a firmar una declaración.
– ¡Qué dices!
– No quiere. Al salir del club de strippers hemos ido a un café y le he rogado que firmase una declaración, pero es como hablar con una piedra.
– ¿Por qué no quiere?
– Por su madre, Robbie; por su madre y por su familia. No puede digerir la idea de admitir que es un mentiroso. Con la cantidad de amigos que tiene en Slone, y tal y cual… Yo he hecho todo lo que podía, pero el chico no está dispuesto a firmar.
Robbie se bebió todo un vaso de agua del grifo y se secó la boca con la manga.
– ¿Lo has grabado?
– Claro. He escuchado la cinta una vez, y estaba a punto de volver a escucharla. Hay mucho ruido de fondo. ¿Has estado alguna vez en un club de strippers?
– No me lo preguntes.
– Música a tope, mucho rap y porquerías así, pero la voz se oye. Se entiende lo que dice. Tendremos que mejorarlo.
– No hay tiempo.
– De acuerdo. ¿Qué plan tienes?
– ¿Cuánto tardarías en coche?
– Bueno, a esta hora tan bonita del día apenas hay tráfico. Puedo llegar a Slone en cuatro horas.
– Pues venga, mueve el culo y a la carretera.
– Oído, jefe.
Una hora más tarde, Robbie estaba en la cama, boca arriba, y las sombras del techo le sugerían raros pensamientos. DeDe ronroneaba como un gatito, ajena al resto del mundo. Al oírla respirar pesadamente, Robbie se preguntó cómo podían inquietarla tan poco las preocupaciones de él. Le dio envidia. Horas más tarde, cuando se despertase, su prioridad número uno sería una hora de Hot Yoga con algunas de sus horrendas amigas. Él estaría en la oficina, pegando gritos por teléfono.
Así que al final todo paraba en eso: Joey Gamble borracho, confesando sus pecados y abriendo su corazón en un club de strippers a un hombre con un micro oculto que generaba una grabación con ruido a frito, a la que no haría caso ni un solo tribunal del mundo civilizado.
La frágil vida de Donté Drumm dependería de que un testigo sin ninguna credibilidad se retractara in extremis.
SEGUNDA PARTE
EL CASTIGO
Capítulo 16
El tema del dinero se perdió en el frenesí de la partida. Al pagar seis dólares por el festín de Boyette en el Blue Moon, Keith se dio cuenta de que andaba mal de efectivo, pero después se le olvidó. Volvió a acordarse cuando ya iban por la carretera y necesitaban repostar. Pararon en una gasolinera de camioneros de la interestatal 335, a la una y cuarto de la madrugada. Era el jueves 8 de noviembre.
Mientras llenaba el depósito, Keith era consciente de que faltaban unas diecisiete horas para que Donté Drumm fuera atado con correas a la camilla de Huntsville; y aún lo era más de que el hombre a quien habría correspondido pasar por el trance de aquellas últimas horas estaba tranquilamente sentado a un par de metros de él, en la comodidad del coche, con los fluorescentes reflejándose en su cabeza blanca y lisa. Estaban justo al sur de Topeka. Texas quedaba a un millón de kilómetros. Pagó con tarjeta, y al hacer el recuento del dinero en efectivo, de su bolsillo delantero izquierdo salieron treinta y tres dólares. Se reprochó no haber utilizado el fondo de emergencia que guardaban él y Dana en un armario de la cocina. Dentro de la caja de puros solía haber unos doscientos dólares.
Una hora al sur de Topeka, el límite de velocidad aumentó hasta ciento diez kilómetros por hora, y Keith y el viejo Subaru fueron incrementando la suya hasta casi ciento veinte. Hasta entonces Boyette no había dicho nada; parecía a gusto, con las manos en las rodillas y la mirada perdida en la ventanilla derecha. Keith opto por ignorarlo. Prefería el silencio. En circunstancias normales ya era una lata estar sentado doce horas seguidas al lado de un desconocido; pero hacerlo codo a codo con alguien tan violento y raro como Boyette convertiría el viaje en algo tenso y aburrido.
Justo cuando Keith se instalaba en un silencio confortable, le acometió una oleada de sopor y se le cerraron de golpe los párpados, que se reabrieron de inmediato por una sacudida de cabeza. Su visión era borrosa, confusa. El Subaru se fue aproximando al arcén. Keith giró otra vez hacia la izquierda. Se pellizcó las mejillas. Parpadeó con toda la fuerza que pudo. Si hubiera estado solo, se habría dado bofetadas. Travis no se fijó.
– ¿Ponemos un poco de música? -dijo Keith.
Con tal de espabilar su cerebro… Travis se limitó a asentir con la cabeza.
– ¿Algo en especial?
– El coche es suyo.
En efecto. La emisora de radio favorita de Keith era la de rock clásico. Subió el volumen, y poco después aporreaba el volante, daba golpes en el suelo con el pie izquierdo y movía la boca sin cantar. El ruido despejó su cabeza. Aun así, seguía atónito por la rapidez con la que había estado a punto de quedarse grogui.
Solo faltaban once horas. Pensó en Charles Lindbergh, y en su vuelo a París en solitario: treinta y tres horas y media seguidas, sin haber dormido la noche antes de despegar de Nueva York. Más tarde, Lindbergh escribió que había estado sesenta horas despierto. Al hermano de Keith, que era piloto, le encantaba contar anécdotas.