Pensó en su hermano, en su hermana y en sus padres, y cuando ya empezaba a vencerle el sueño, habló.
– ¿Usted cuántos hermanos tiene, Travis?
«Hable conmigo, Travis. Diga lo que sea para mantenerme despierto. A conducir no puede ayudarme, porque no tiene carnet, ni seguro; el volante no lo va a tocar, o sea que ayúdeme antes de que nos estrellemos.»
– No lo sé -dijo Travis, tras el obligatorio período de ensimismamiento.
La respuesta tuvo más eficacia para mantenerlo despierto que cualquier canción de Springsteen o de Dylan.
– ¿Cómo que no lo sabe?
Un ligero tic. La mirada de Travis se había desplazado desde la ventanilla lateral hasta el parabrisas.
– Bueno… -contestó. Una pausa-. Poco después de que naciera yo, mi padre abandonó a mi madre y no he vuelto a verlo. Mi madre se enrolló con un tal Darrell, y al ser el primer hombre del que me acordaba, supuse que era mi padre. Mi madre me dijo que lo era. Yo lo llamaba papá. Tenía un hermano mayor que también lo llamaba así. Darrell era buen tío; nunca me pegó, ni nada, pero tenía un hermano que abusó de mí. La primera vez que me llevaron a juicio (creo que a los doce años), me di cuenta de que Darrell no era mi padre de verdad, y me sentó fatal. Me quedé hecho polvo. Luego Darrell desapareció.
Como tantas respuestas de Boyette, suscitaba más misterios de los que resolvía. También sirvió para poner a pleno rendimiento el cerebro de Keith. De pronto estaba completamente despejado, y resuelto a descifrar el enigma de aquel psicópata. ¿Qué otra cosa tenía que hacer durante las doce horas siguientes? Estaban en su coche. Podía preguntar lo que quisiera.
– O sea que tiene un hermano.
– Más de uno. Mi padre, el de verdad, se fue a Florida y se lió con otra mujer. Tenían la casa llena de niños, o sea que supongo que tengo medios hermanos y medias hermanas. También se ha rumoreado siempre que mi madre tuvo un hijo antes de casarse con mi padre. Me ha preguntado cuántos. Elija un número, pastor.
– ¿Con cuántos tiene contacto?
– Yo no lo llamaría contacto, aunque a mi hermano le he escrito algunas cartas. Está en Illinois. En la cárcel.
Qué sorpresa.
– ¿Por qué está en la cárcel?
– Por lo mismo que están en la cárcel todos los demás: drogas y alcohol. Como necesitaba dinero para su adicción, entró a robar, se equivocó de casa y acabó dando una paliza a un hombre.
– ¿Él le contesta?
– A veces. Nunca saldrá.
– ¿De él también abusaron?
– No, era mayor, y que yo sepa mi tío lo dejó en paz. Nunca hemos hablado del tema.
– ¿Era el hermano de Darrell?
– Sí.
– ¿O sea que no era su tío de verdad?
– Yo creía que sí. ¿Por qué hace tantas preguntas, pastor?
– Intento pasar el rato, Travis, y no quedarme dormido. Desde que lo conocí, el lunes por la mañana, he dormido muy poco. Estoy agotado, y aún nos queda mucho camino.
– No me gustan tantas preguntas.
– ¿Y qué cree que oirá en Texas? Llegamos, usted se presenta como el verdadero asesino y luego anuncia que no le gustan nada las preguntas. Vamos, Travis.
Pasaron varios kilómetros en completo silencio. Travis miraba fijamente a su derecha, donde solo había oscuridad, mientras daba golpecitos con los dedos en el bastón. Llevaba como mínimo una hora sin manifestar ningún dolor intenso de cabeza. Al mirar el indicador de velocidad, Keith cayó en la cuenta de que iba a ciento treinta, veinte más de la cuenta: motivo de multa en cualquier lugar de Kansas. Frenó un poco, y para mantener su actividad mental se imaginó una escena en que lo paraba un policía, examinaba su documento de identidad, luego miraba el de Boyette y pedía refuerzos. Un delincuente prófugo, ayudado por un pérfido pastor luterano. La carretera llena de luces azules. Esposas. Una noche en la cárcel, quizá en la misma celda que su amigo, un hombre a quien no le molestaría para nada otra noche entre barrotes. ¿Qué les diría Keith a sus muchachos?
Volvió a asentir con la cabeza. Tenía pendiente una llamada, y no encontraba el momento de hacerla. Era una llamada que indiscutiblemente pondría su cerebro a tantas revoluciones que por un momento se le olvidaría el sueño. Se sacó el móvil del bolsillo y marcó la tecla abreviada para llamar a Matthew Burns. Casi eran las dos de la madrugada. Evidentemente, Matthew tenía el sueño pesado, porque no se puso hasta el octavo pitido.
– Ojalá valga la pena -gruñó.
– Buenos días, Matthew. ¿Has dormido bien?
– Estupendamente, padre. ¿Por qué demonios me llamas por teléfono?
– No seas malhablado, hijo. Escucha. Voy en coche para Texas con un tal Travis Boyette, un señor muy amable que vino a nuestra iglesia el pasado domingo. Puede que lo vieras. Va con bastón. El caso es que Travis tiene que confesar algo a las autoridades de Texas, en un pueblecito que se llama Slone, y que vamos pitando para impedir una ejecución.
La voz de Matthew se despejó enseguida.
– ¿Te has vuelto loco, Keith? ¿Tienes dentro del coche al tío ese?
– Pues sí, hará una hora que salimos de Topeka. La razón de que te llame, Matt, es que necesito tu ayuda.
– Voy a ayudarte, Keith, con un consejo gratis: da media vuelta y arrea para aquí.
– Gracias, Matt, pero es que necesito que dentro de un par de horas hagas unas llamadas a Slone, Texas.
– ¿Qué dice Dana de todo esto?
– Muy bien, muy bien. Necesito que llames a la policía, al fiscal y quizá a un abogado defensor. Yo también los llamaré, Matt, pero quizá a ti te hagan más caso, por algo eres fiscal.
– ¿Aún estás en Kansas?
– Sí, en la interestatal 35.
– No cruces la frontera, Keith, por favor.
– Bueno, es que entonces sería un poco difícil llegar a Texas, ¿no te parece?
– ¡No cruces la frontera del estado!
– Duerme un poco. Te llamo otra vez a las seis y empezamos con los teléfonos, ¿de acuerdo?
Keith cerró su móvil, activó el buzón de voz y esperó. Sonó a los diez segundos. Era Matthew.
Habían cruzado Emporia, e iban lanzados hacia Wichita.
El relato surgió por sí solo. Quizá a Boyette también le hubiera dado sueño, o simplemente se aburriese, aunque cuanto más lo oía hablar Keith, más se daba cuenta de que estaba oyendo la retorcida autobiografía de un moribundo, un hombre consciente de que su vida no había tenido ningún sentido, pero que aun así deseaba intentarlo.
– El hermano de Darrell, lo llamábamos tío Chett, me llevaba con él a pescar; eso era lo que les decía a mis padres. No llegué a pescar el primer pez, ni a mojar el primer anzuelo. Nos íbamos a la casita que tenía en el campo, con un estanque detrás, que era donde se suponía que estaban todos los peces, aunque hasta ahí nunca llegamos. Me daba un cigarrillo y me dejaba probar su cerveza. Yo al principio no sabía qué hacía. Ni la menor idea. Era un niño de ocho años. Tenía demasiado miedo para moverme o resistirme. Recuerdo que me dolía mucho. Tenía porno infantil a montones: revistas, películas… Porquerías que tenía la generosidad de dejarme ver. Si a un niño le metes toda esa basura en la cabeza, no tarda mucho en aceptarla. Pensé que eso debía de ser lo que hacían los niños; mejor dicho, lo que les hacían los adultos a los niños. Parecía legítimo, normal. No me trataba mal; de hecho me compraba helados y pizzas, y todo lo que quisiera. Después de ir a pescar, siempre me llevaba en coche a casa, y justo antes de llegar se ponía muy serio, en plan malo y amenazador. Me decía que era muy importante que yo guardase nuestro pequeño secreto. Hay cosas que son privadas. Dentro de la camioneta tenía un arma, una pistola que brillaba mucho; más tarde me enseñó a utilizarla, pero al principio la sacaba, la dejaba encima del asiento y me explicaba que le encantaban sus secretos, y que si alguna vez llegaban a revelarse no tendría más remedio que hacerle daño a alguien. Yo incluido. Si yo se lo decía a alguien, él no tendría más remedio que matarme, y luego a cualquier persona a quien se lo hubiera dicho, incluidos Darrell y mi madre. La treta era muy eficaz. Nunca se lo dije a nadie.