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»Seguimos pescando. Yo creo que mi madre lo sabía, pero tenía sus propios problemas, sobre todo con la bebida. Se pasaba casi todo el tiempo borracha. No lo dejó hasta mucho después, cuando ya era demasiado tarde para mí. Yo tendría unos diez años cuando mi tío me dio un porro, y empezamos a fumar los dos juntos. Luego pastillas. No estaba del todo mal. Yo me veía muy enrollado: un gamberrillo que fumaba cigarrillos y porros, bebía cerveza y miraba porno. La otra parte nunca fue agradable, pero tampoco duraba mucho. Entonces vivíamos en Springfield, y un día mi madre me dijo que teníamos que irnos. Mi padre, su marido o quien narices fuera había encontrado trabajo cerca de Joplin, Missouri, donde nací yo. Hicimos las maletas en un santiamén, lo cargamos todo en un camión de alquiler y nos fugamos en plena noche. Yo estoy seguro de que tuvo algo que ver con que no habían pagado el alquiler, y probablemente con muchas otras cosas: facturas, demandas, órdenes de arresto, autos de procesamiento… A saber.

El caso es que por la mañana me desperté en una caravana de doble ancho, muy chula. El tío Chett se quedó atrás. Seguro que se le partió el alma. Al final nos encontró, cuando hacía más o menos un mes que nos habíamos ido. Me preguntó si quería ir a pescar, y yo le dije que no. Como no tenía adónde llevarme, se quedó por la casa, sin quitarme la vista de encima. Los adultos bebían, y al cabo de un rato se empezaron a pelear por dinero. El tío Chett se fue, echando pestes. No volví a verlo, pero el daño estaba hecho. Ahora, si lo viera, cogería un bate de béisbol y le esparcería los sesos por los aires. De niño me dejó bien jodido, y supongo que aquello no lo he superado nunca. ¿Puedo fumar?

– No.

– Entonces, ¿podemos parar al menos un minuto para que fume?

– Sí, claro.

Lo hicieron unos kilómetros más adelante, en un área de descanso. Durante la pausa sonó otra vez el teléfono de Keith: otra llamada perdida de Matthew Burns. Boyette se fue a dar un paseo. Keith lo vio por última vez entre los árboles, detrás de los lavabos, seguido por una nube de humo. Keith daba vueltas por el aparcamiento, tratando de hacer circular la sangre mientras vigilaba a su pasajero. Cuando Boyette desapareció en la oscuridad, Keith llegó a pensar que se había marchado. Estaba cansado del viaje. ¿Qué más daba una fuga en aquel punto? Volvería a casa, en deliciosa soledad, y aguantaría el rapapolvo de Dana y los reproches de Matthew. Con algo de suerte, nadie se enteraría de la frustrada misión. Boyette haría lo que siempre había hecho: ir de un lado para otro hasta que se muriese o volvieran a detenerlo.

Pero ¿y si le hacía daño a alguien? ¿Compartiría Keith la responsabilidad criminal?

Pasaron los minutos sin que se moviera nada entre los árboles. En un extremo del aparcamiento había una docena de tráilers aparcados, juntos, con los generadores zumbando y los camioneros dormidos.

Apoyado en su coche, Keith esperó. Estaba acobardado, con ganas de irse a casa. Deseó que Boyette se quedara en el bosque, que se adentrase entre los árboles hasta que ya no hubiera vuelta atrás y desapareciese tal cual. Entonces pensó en Donté Drumm.

De entre los árboles salió una bocanada de humo. Su pasajero no se había escapado.

Estuvieron varios kilómetros sin hablar. Boyette parecía contento de olvidarse del pasado, pese a que minutos antes se hubiera prodigado en detalles. Al primer asomo de modorra, Keith insistió.

– Estaba usted en Joplin. El tío Chett había venido y se había ido.

El tic, y diez segundos.

– Sí… Mmm… Vivíamos en una caravana, en un barrio pobre de las afueras. Siempre vivíamos en barrios pobres, aunque recuerdo que yo estaba orgulloso de tener una caravana bonita; de alquiler, aunque entonces no lo supiera. Al lado del cámping de caravanas había una carretera pequeña y asfaltada que recorría durante kilómetros las colinas del sur de Joplin, en el condado de Newton. Había riachuelos, valles y caminos de tierra; el paraíso para un niño. -Nos pasábamos horas yendo en bicicleta por los caminos, donde no podía encontrarnos nadie. A veces robábamos cerveza y alcohol de la caravana, o incluso de alguna tienda, y nos íbamos de fiesta a las colinas. Una vez, un niño que se llamaba Damian se trajo una bolsa de costo que había robado a su hermana mayor, y nos flipamos tanto que no nos aguantábamos sobre las bicicletas.

– ¿Es donde está enterrada Nicole?

Keith contó hasta once antes de oír la respuesta de Boyette.

– Supongo. Está en algún sitio de por ahí. Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de poder acordarme. Estaba bastante borracho, pastor. He intentado hacer memoria, y el otro día hasta traté de hacer un mapa, pero será difícil. Eso si llegamos tan lejos.

– ¿Por qué la enterró allí?

– No quería que la encontrase nadie, y funcionó.

– ¿Cómo sabe que funcionó? ¿Cómo sabe que no han encontrado su cadáver? La enterró hace nueve años, y los últimos seis los ha pasado en la cárcel, sin enterarse de lo que ocurría en el exterior.

– Pastor, le aseguro que no la han encontrado.

Keith se tranquilizó. Él creía a Boyette; de hecho era frustrante creer hasta ese punto a un criminal empedernido. Llegó a Wichita totalmente despierto.

Boyette se había retirado a su triste caparazón. De vez en cuando se frotaba las sienes.

– ¿Fue a juicio a los doce años? -le preguntó Keith.

El tic apareció de nuevo.

– Algo así. Sí, tenía doce. Me acuerdo de que el juez hizo algún comentario en el sentido de que era demasiado joven para embarcarme en una nueva carrera como delincuente. Qué sabría él…

– ¿Por qué delito fue?

– Entramos en una tienda y nos llevamos todo lo que pudimos: cerveza, cigarrillos, caramelos, embutidos, patatas chips… Luego nos pegamos un banquete en el bosque y nos emborrachamos. Todo fue bien, hasta que a alguien se le ocurrió mirar el vídeo. Como era mi primer delito, quedé en libertad vigilada. El otro acusado era Eddie Stuart, que tenía catorce años. Pero para él no era su primer delito, así que lo mandaron al reformatorio y no lo he vuelto a ver. Era un barrio duro, con gamberros por todas partes. Cuando no armábamos alguna, nos metíamos en líos. Darrell me gritaba, pero no siempre estaba con nosotros. Mi madre hacía lo que podía, pero no conseguía dejar de beber. A mi hermano lo encerraron a los quince años. A mí, a los trece. ¿Ha estado alguna vez en un reformatorio, pastor?

– No.

– Ya me lo parecía. Son los niños que no quiere nadie. La mayoría no son malos, al menos al entrar; es una cuestión de falta de oportunidades. Primero estuve cerca de Saint Louis. Era como todos los reformatorios, una cárcel para niños y punto. Me asignaron la litera de arriba de una sala larga, repleta de niños de las calles de Saint Louis. La violencia era brutal. Nunca había bastantes vigilantes o supervisores. Íbamos a clase, pero la educación era de chiste. Para sobrevivir tenías que entrar en alguna pandilla. Alguien miró mi ficha y vio que había sufrido abusos sexuales, así que fui presa fácil de los vigilantes. Después de dos años de infierno, me soltaron. Dígame usted, pastor, qué puede hacer un quinceañero al volver a la calle después de dos años de tortura…

Miró a Keith, como si esperase una respuesta. Keith se encogió de hombros, con la vista al frente.