Выбрать главу

– El sistema de justicia para menores solo es un caldo de cultivo de delincuentes profesionales. La sociedad quiere encerrarnos para siempre, pero es demasiado estúpida para darse cuenta de que algún día acabaremos saliendo; y cuando salimos no es nada bonito. Fíjese en mí, por ejemplo. Me gusta pensar que a los trece años, cuando entré, no era un caso perdido. Ahora bien, deje pasar otros dos años llenos de violencia, odio, palizas y abusos, y a los quince, cuando salga, la sociedad tendrá un problema. Las cárceles son fábricas de odio, pastor, y la sociedad siempre quiere que haya más. Eso no funciona.

– ¿Está culpando a otros por lo que le pasó a Nicole?

Boyette espiró, apartando la vista. Era una pregunta cuyo peso lo hizo flaquear.

– No lo entiende, pastor -contestó por fin-. Lo que hice estuvo mal, pero no pude evitarlo. ¿Y por qué no lo pude evitar? Pues por lo que soy. Yo no nací así. No me convertí en un hombre con muchos problemas por mi ADN, sino por las exigencias de la sociedad: encerradlos, castigadlos hasta que se queden tiesos, y si de paso os salen unos cuantos monstruos, pues mala suerte.

– ¿Y el otro cincuenta por ciento?

– ¿A quiénes se refiere?

– La mitad de los presos que salen en libertad condicional no vuelven a meterse en líos, ni vuelven a ser detenidos.

A Boyette no le gustó la estadística. Cambió de postura, y clavó la vista en el retrovisor de la derecha. Se metió en su caparazón, y ya no dijo nada más. Se durmió cuando iban por el sur de Wichita.

A las 3.40 de la madrugada volvió a sonar el teléfono. Era Matthew Burns.

– ¿Dónde estás, Keith? -quiso saber.

– Duerme un poco, Matthew. Perdona que te haya molestado.

– Me está costando dormir. ¿Dónde estás?

– A unos cincuenta kilómetros de la frontera de Oklahoma.

– ¿Aún llevas a tu amigo?

– Sí, sí. Ahora duerme. Yo solo echo cabezaditas.

– He hablado con Dana y está muy preocupada, Keith. Yo también. Nos parece que estás perdiendo la cabeza.

– Es probable. Eso me conmueve. Relájate, Matthew, estoy haciendo lo que tengo que hacer, y pase lo que pase sobreviviré. Ahora mismo, en quien pienso es en Donté Drumm.

– No cruces la frontera del estado.

– Ya te había oído.

– Me alegro. Solo quería que constase en acta que te aviso otra vez.

– Me lo apunto.

– Bueno, Keith, escúchame. No tenemos ni idea de lo que puede pasar cuando lleguéis a Slone y tu colega empiece a soltar la lengua. Doy por supuesto que atraerá a las cámaras como los bichos muertos de la carretera llaman a los cuervos. Tú quédate al margen, Keith. No llames la atención, ni hables con ningún periodista. Está claro que pasará una de dos cosas. Primera hipótesis: la ejecución se hará tal como está previsto. En ese caso habrás hecho todo lo posible, y será el momento de volver corriendo a casita. Boyette tiene la opción de quedarse o buscar a alguien que lo traiga. A ti, en el fondo, no te importa. Vuelve y ya está. Hay bastantes posibilidades de que nadie se entere de tu aventurilla en Texas. Segunda hipótesis: que se posponga la ejecución. En ese caso habrás ganado, pero no lo celebres. Mientras las autoridades cogen a Boyette, tú te vas disimuladamente y vuelves a casa. En ambos casos, es mejor que no te dejes ver. ¿Queda claro?

– Creo que sí. Una pregunta: ¿adónde voy cuando lleguemos a Slone? ¿A la fiscalía, a la policía, a la prensa, a la defensa…?

– A ver a Robbie Flak, que es el único que quizá te haga caso. Ni la policía ni el fiscal tienen ningún motivo para escuchar a Boyette. Ellos ya tienen al culpable, y solo esperan la ejecución. El único que podría creeros es Flak, y parece muy capaz de armar follón, eso está claro. Si Boyette cuenta una buena historia, Flak ya se ocupará de la prensa.

– Es lo que había pensado. Pienso llamar a Flak a las seis. Dudo que esté durmiendo mucho.

– Antes de empezar a hacer llamadas, habla conmigo.

– De acuerdo.

– Ah, Keith. Sigo pensando que estás loco.

– No lo dudo, Matthew.

Keith se guardó el teléfono en el bolsillo. Pocos minutos más tarde, el Subaru salió de Kansas y entró en Oklahoma. Keith iba a ciento treinta por hora. Por otra parte, llevaba su alzacuellos, y se había convencido de que ningún policía decente haría demasiadas preguntas a un clérigo cuyo único delito era el exceso de velocidad.

Capítulo17

La familia Drumm pasó la noche en un motel económico de las afueras de Livingston, a menos de siete kilómetros en coche del correccional Alian B. Polunsky, donde llevaba más de siete años encerrado Donté. El motel hacía un negocio moderado con las familias de los presos, incluido un culto bastante curioso como era el de las extranjeras casadas con reclusos del corredor de la muerte. En todo momento había unos veinte condenados que se casaban con europeas a quienes no podían ni tocar. No eran bodas a las que el estado otorgase validez, pero las parejas se consideraban casadas y lo llevaban lo más lejos posible. Ellas se carteaban entre sí, y a menudo viajaban juntas a Texas para ver a sus maridos. Todas se alojaban en el mismo motel.

Por la noche cuatro de ellas habían cenado en una mesa cerca de los Drumm. Normalmente se las reconocía por su fuerte acento y su manera sugerente de vestir. Les gustaba llamar la atención. En sus países eran famosas de segunda fila.

Donté había rechazado todas las propuestas de matrimonio. Durante sus últimos días había desestimado ofertas de libros, peticiones de entrevistas, propuestas matrimoniales y la posibilidad de aparecer en Fordyce – ¡A por todas! No había querido reunirse ni con el capellán de la cárcel ni con su propio pastor, el reverendo Johnny Canty. Había renunciado a la religión. No quería saber nada de aquel Dios a quien con tanto fervor adoraban los devotos cristianos que se empeñaban en matarlo.

Roberta Drumm se despertó a oscuras en la habitación 109. Durante el último mes había dormido tan poco que ahora la mantenía despierta el cansancio. El médico le había dado somníferos, pero el efecto era el contrario: la ponían nerviosa. En la habitación hacía calor. Apartó las sábanas. En la otra cama, a un par de metros, estaba su hija Andrea, que parecía dormida. Sus hijos Cedric y Marvin estaban en la habitación de al lado. Las normas de la cárcel les permitían visitar a Donté desde las ocho de la mañana hasta la medianoche de aquel día, que para él sería el último. Tras la despedida final, se lo llevarían a la cámara de ejecuciones de la cárcel de Huntsville.

Faltaban varias horas para las ocho de la mañana.

Se seguía un horario fijo, en el que todos los movimientos los dictaba un sistema célebre por su eficacia. A las cinco de la tarde la familia se presentaba en un despacho de la cárcel de Huntsville; desde ahí, un breve trayecto en furgón los llevaba a la cámara de ejecuciones, donde se los conducía a una exigua sala de testigos, justo antes de que se administrasen las sustancias químicas. Veían al condenado sobre la camilla, ya con los tubos en los brazos; oían sus últimas palabras, esperaban unos diez minutos a que se le declarase oficialmente muerto y se iban rápidamente. Desde ahí se trasladaban a una funeraria de la zona, a recoger el cadáver para llevárselo a casa.

¿Era un sueño, una pesadilla? ¿Estaba realmente ahí, despierta, a oscuras, pensando en las últimas horas de su hijo? Pues claro. Ya hacía nueve años que vivía con la pesadilla, desde el día en que le habían dicho que Donté no solo estaba detenido, sino que había confesado. La pesadilla era un libro del grosor de su Biblia, en el que cada capítulo era otra tragedia, y cada página estaba llena de tristeza e incredulidad.