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Andrea hizo crujir y temblar la cama barata al desplazarse de un lado a otro. Después se quedó quieta, respirando profundamente.

Para Roberta, aquello había sido una sucesión de horrores: el terrible impacto de ver por primera vez a su hijo en la cárcel, con mono naranja y los ojos desorbitados de miedo; el dolor de barriga al imaginárselo en prisión, lejos de su familia, rodeado de delincuentes; la esperanza de un juicio justo, antesala de la impresión que le produjo entender que de justo no tenía nada; su llanto en voz alta, desatado, al anunciarse la condena a muerte; la última imagen de su hijo cuando se lo llevaban de la sala los agentes, corpulentos, orgullosos de hacer aquel trabajo; el sinfín de apelaciones y esperanzas desvanecidas; las incontables visitas al corredor de la muerte, donde había asistido al lento deterioro de un joven fuerte y sano. Durante el proceso Roberta había perdido amigos, pero no le importaba, francamente. Algunos se tomaban con escepticismo las proclamas de inocencia; otros se cansaban de que hablase tanto sobre su hijo. Roberta, sin embargo, estaba consumida, y tenía poco más que decir. ¿Cómo podía saber alguien lo que era aquello para una madre?

Y la pesadilla no se acabaría nunca; ni hoy, cuando lo ejecutase finalmente el estado de Texas, ni la semana siguiente, cuando ella lo enterrase; tampoco en algún momento del futuro en que llegara a saberse la verdad, si se sabía.

Los horrores suman, y había muchos días en los que Roberta Drumm dudaba de tener la fuerza necesaria para levantarse de la cama. Estaba tan cansada de fingirse fuerte…

– ¿Estás despierta, mami? -le preguntó Andrea en voz baja.

– Ya sabes que sí, cielo.

– ¿Has dormido algo?

– No, creo que no.

Andrea apartó las sábanas con los pies y estiró las piernas. La habitación estaba muy oscura. No se filtraba ninguna luz de fuera.

– Son las cuatro y media, mami.

– Yo no veo nada.

– Es que mi reloj brilla en la oscuridad.

Entre los hijos de la familia Drumm, la única con título universitario era Andrea, maestra de parvulario en una localidad cercana a Slone. Estaba casada, y quería estar en su casa, en su cama, muy lejos de Livingston, Texas. Cerró los ojos, tratando de dormirse, pero a los pocos segundos ya miraba nuevamente el techo.

– Mami, tengo que decirte algo.

– ¿Qué, cielo?

– Nunca se lo he contado, ni se lo contaré a nadie. Hace mucho, mucho tiempo que lo tengo en la conciencia, y quiero que lo sepas antes de que se lleven a Donté.

– Te escucho.

– Después del juicio, cuando ya se lo habían llevado, hubo un momento en que empecé a dudar de su versión. Creo que buscaba una razón para dudar de él. Lo que decían tenía cierta lógica. Yo me imaginaba a Donté tonteando con aquella chica, con miedo a que lo pillasen, y me la imaginaba a ella intentando romper sin que él quisiera. Aquella noche, mientras yo dormía, Donté podía haber salido sin que nadie lo notase. Luego, cuando oí su confesión durante el juicio, reconozco que me incomodó. Nunca llegaron a encontrar el cadáver. Quizá la razón de que no pudieran localizarlo fue que él lo tiró al río. Yo intentaba encontrar alguna lógica a todo lo que había pasado, y por eso me convencí de que probablemente fuera culpable, de que probablemente no se habían equivocado de persona. Le seguí escribiendo, y visitando, y todo eso, pero estaba convencida de que era culpable. Curiosamente, durante una temporada eso hizo que me sintiera mejor. Duró meses. Puede que todo un año.

– ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

– Robbie. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a Austin para la vista de apelación directa?

– Perfectamente.

– Fue un año después del juicio, más o menos.

– Yo estaba allí, cielo.

– Estábamos sentados en aquella sala tan grande, mirando a aquellos nueve jueces, todos blancos, con aspecto de importantes con sus togas negras y sus rostros imperturbables, y esos aires que se daban; al otro lado de la sala estaba la familia de Nicole, y la bocazas de su madre, y Robbie se levantó a hablar en nuestro favor. Lo hizo tan bien… Repasó el juicio, recalcando lo débiles que eran las pruebas. Se burló del fiscal y del juez. No tenía miedo de nada. Atacó la confesión, y por primera vez sacó a relucir el hecho de que la policía no le hubiera dicho nada sobre la persona anónima que había llamado por teléfono para acusar a Donté. Me quedé impactada. ¿Cómo podían reservarse pruebas la policía y el fiscal? En cambio, al tribunal aquello no le quitó el sueño. Recuerdo que, al ver la pasión que ponía Robbie en su argumentación, caí en la cuenta de que él, el abogado, el blanco rico de la parte rica de la ciudad, no tenía ninguna duda de que mi hermano era inocente. Y en ese mismo momento le creí. Qué vergüenza tuve por haber dudado de Donté…

– No pasa nada, cielo.

– No se lo digas a nadie, por favor.

– Descuida. Ya sabes que te puedes fiar de tu madre.

Se incorporaron, cada una al borde de su cama, y se cogieron de las manos, con las frentes en contacto.

– ¿Quieres llorar o rezar? -dijo Andrea.

– Rezar lo podremos hacer luego, pero llorar no.

– Es verdad. Vamos a llorar como Dios manda.

El tráfico de las horas previas al alba fue aumentando a medida que se aproximaban a Oklahoma City. Boyette tenía la frente apoyada en la ventanilla derecha, y la boca abierta, en una mueca de baboso patetismo. Entraba en su segunda hora de sueño. Keith se alegraba de estar solo. Había parado cerca de la frontera del estado para comprar un café «para llevar», un mejunje de máquina espantoso que en circunstancias normales habría arrojado a la cuneta. Sin embargo, compensaba de sobra en cafeína sus carencias de sabor: Keith estaba a tope, con la cabeza dándole vueltas, y el indicador de velocidad exactamente trece kilómetros por hora encima del límite.

En la última parada, Boyette había pedido una cerveza. En vez de eso, Keith le había comprado una botella de agua. Encontró una emisora de bluegrass de Edmonton y la escuchó a bajo volumen. A las cinco y media llamó a Dana, que no dijo gran cosa. Al sur de Oklahoma City, Boyette se despertó de golpe.

– Creo que me he quedado dormido -dijo.

– La verdad es que sí.

– Pastor, estas píldoras que tomo afectan mucho a la vejiga. ¿Podemos hacer una parada?

– Sí, claro -convino Keith.

¿Qué iba a decirle? Estuvo pendiente del reloj. En algún punto al norte de Dentón, Texas, saldrían de la autopista y se dirigirían al este por carreteras de dos carriles. No tenía ni idea de cuánto tardarían. Según sus cálculos, llegarían a Slone entre las doce y la una del mediodía. Como era lógico, las paradas no los hacían ir más deprisa.

Pararon en Norman, y compraron más café y agua. Boyette logró quemar dos cigarrillos, chupando y soplando con la misma rapidez que si fueran los últimos, mientras Keith echaba gasolina a toda prisa. Un cuarto de hora más tarde volvían a estar en la interestatal 35, rumbo al sur por las llanuras de Oklahoma.

Como religioso, Keith se sintió obligado a explorar como mínimo el tema de la fe. Empezó con ciertos titubeos.

– Ya ha hablado de su niñez, Travis -dijo-. No hace falta volver sobre el tema, pero tenía curiosidad por saber si de pequeño tuvo algún contacto con una iglesia o un predicador.

Había vuelto el tic. También la reflexión.

– No -dijo Boyette. Al principio no parecía que fuera a decir más-. A mi madre nunca la vi ir a la iglesia. Casi no tenía familia. Yo creo que no venían porque se avergonzaban de ella. Está claro que Darrell no era religioso. Al tío Chett le habría ido bien una buena dosis de religión, pero estoy seguro de que a estas horas está en el infierno.