Reacciones diversas en la mesa.
– El condenado tiene derecho a una declaración final. Si ustedes pudieran hablar con él, ¿qué le dirían?
Reeva se echó a llorar mientras masticaba, y se tapó los ojos.
– ¿Por qué? Pero ¿por qué? -gimió-. ¿Por qué mataste a mi nenita?
– Esto a Sean le encantará -susurró el ayudante de producción al cámara.
Los dos disimulaban la sonrisa.
Reeva recuperó la compostura, y, mal que bien, la familia siguió desayunando.
– ¡Wallis! -espetó Reeva en un momento dado a su marido, que apenas hablaba-. ¿En qué piensas?
Wallis se encogió de hombros, como si no pensara en nada.
Justo al final del desayuno se presentó por casualidad el hermano Ronnie. Se había pasado toda la noche viendo arder su iglesia, y necesitaba dormir, pero la familia de Reeva también lo necesitaba a él. Le preguntaron por el incendio. Se le veía claramente angustiado. Fueron al fondo de la casa, a la habitación de Reeva, donde se sentaron muy juntos en torno a una mesita de centro. Mientras se cogían todos de la mano, el hermano Ronnie dirigió la oración. Haciendo un esfuerzo de dramatismo, con la cámara a poco más de medio metro de su cabeza, imploró fortaleza y valor para que la familia soportase lo que le esperaba en aquel día tan difícil. Dio gracias a Dios por la justicia. Rezó por su iglesia, y por sus miembros.
No mencionó a Donté Drumm ni a su familia.
Tras unas diez incursiones en el buzón de voz, por fin respondió una persona de carne y hueso.
– Bufete de abogados Flak -dijo rápidamente.
– Con Robbie Flak, por favor -respondió Keith, animándose.
Boyette se volvió a mirarlo.
– El señor Flak está reunido.
– Claro, claro. Mire, es que es muy importante. Me llamo Keith Schroeder. Soy pastor luterano en Topeka, Kansas. Ayer hablé con el señor Flak. Ahora mismo voy para Slone, y tengo en mi coche a un hombre que se llama Travis Boyette. El señor Boyette violó y mató a Nicole Yarber, y sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo llevo a Slone para que pueda explicar su versión. Es imprescindible que hable con Robbie Flak. Ahora mismo.
– Ah, de acuerdo. ¿Puedo dejarlo en espera?
– Yo no se lo puedo impedir.
– Un momentito.
– Dese prisa, por favor.
Lo puso en espera, salió de detrás del mostrador, junto a la puerta principal, y corrió por la estación de trenes, reuniendo al personal. Robbie estaba en su despacho, con Fred Pryor.
– Robbie, tienes que oír esto -dijo ella.
Su expresión y su voz eran inequívocas: había que oírlo. Todos fueron a la sala de reuniones y se apiñaron en torno a un teléfono con altavoz. Robbie pulsó un botón.
– Soy Robbie Flak -dijo.
– Señor Flak, soy Keith Schroeder. Hablamos ayer por la tarde.
– Sí. El reverendo Schroeder, ¿verdad?
– Sí, pero ahora Keith a secas.
– Le he puesto por el altavoz. ¿Le importa? Está conmigo todo mi bufete, y algunas personas más. Unas diez en total. ¿Le importa?
– No, tranquilo.
– Y está encendida la grabadora. ¿Le importa?
– No, no. ¿Algo más? Mire, es que llevamos toda la noche de viaje. Deberíamos llegar a Slone hacia mediodía. Traigo a Travis Boyette, que está dispuesto a contar su historia.
– Háblenos de Travis -dijo Robbie.
En torno a la mesa no se movía nadie. Todos contenían la respiración.
– Tiene cuarenta y cuatro años. Nació en Joplin, Missouri, se ha pasado la vida delinquiendo y está fichado por delitos sexuales como mínimo en cuatro estados. -Keith echó un vistazo a Boyette, que miraba por la ventanilla como si estuviese en otra parte-. El último sitio donde ha estado es una cárcel de Lansing, Kansas. Ahora se halla en libertad condicional. En la época de la desaparición de Nicole Yarber vivía en Slone, en el Rebel Motor Inn. Seguro que lo conocen. En enero de 1999 lo detuvieron en Slone por conducir borracho. Hay copia de su arresto.
Carlos y Bonnie tecleaban como locos en sus portátiles, rastreando internet a toda prisa para encontrar información sobre Keith Schroeder, Travis Boyette y el arresto en Slone.
Keith siguió hablando.
– De hecho, estuvo encarcelado en Slone mientras tenían detenido a Donté Drumm. Boyette pagó la fianza, salió y se escapó de la ciudad. De ahí pasó a Kansas, donde lo pillaron tras haber intentado violar a otra mujer. Ahora está acabando la condena.
En la mesa hubo miradas tensas. Todos respiraron.
– ¿Y ahora por qué ha decidido hablar? -preguntó Robbie, acercándose más al altavoz.
– Se está muriendo -respondió Keith sin rodeos. A esas alturas ya no tenía ningún sentido suavizar las cosas-. Dice que tiene un tumor cerebral, un glioblastoma de grado cuatro que no se puede operar. Según él, los médicos le han dicho que le queda menos de un año de vida. Asegura que quiere cumplir con su deber. Cuando estaba en la cárcel perdió de vista el caso Drumm. Dice que suponía que las autoridades de Texas acabarían dándose cuenta de que se habían equivocado de persona.
– ¿Está en el coche, con usted?
– Sí.
– ¿Puede oír nuestra conversación?
Keith conducía con la mano izquierda, y tenía el móvil en la derecha.
– No -dijo.
– ¿Tú desde cuándo lo conoces, Keith?
– Desde el lunes.
– ¿Y le crees? Si es verdad que es violador en serie, y que ha delinquido toda la vida, preferirá mentir a decir la verdad. ¿Cómo sabes que tiene un tumor cerebral?
– Lo he comprobado. Es verdad. -Keith miró a Boyette, que seguía con la mirada perdida en la ventanilla-. Yo creo que todo es verdad.
– ¿Qué quiere?
– De momento, nada.
– ¿Dónde estáis ahora?
– En la interestatal 35, no muy lejos de la frontera con Texas. ¿Cómo funciona eso, Robbie? ¿Hay alguna posibilidad de impedir la ejecución?
– Sí, hay una posibilidad -dijo Robbie, mirando a los ojos a Samantha Thomas, que se encogió de hombros, asintió y pronunció un débil «quizá».
Robbie se frotó las manos.
– Está bien, Keith -dijo-, te cuento lo que tenemos que hacer: reunirnos con Boyette y hacerle muchas preguntas. Si sale bien, prepararemos una declaración jurada para que la firme y la presentaremos junto con una petición. Tenemos tiempo, pero no demasiado.
Carlos dio a Samantha una foto de Boyette, recién impresa de una web de la Dirección General de Prisiones de Kansas. Ella señaló la cara.
– Que se ponga -susurró.
Robbie asintió con la cabeza.
– Keith -dijo-, me gustaría hablar con Boyette. ¿Me lo podrías pasar?
Keith bajó el móvil.
– Travis -dijo-, es el abogado. Quiere hablar con usted.
– Yo no -contestó Boyette.
– ¿Por qué? Estamos yendo a Texas para hablar con él. Pues aquí lo tenemos.
– No. Ya hablaremos al llegar.
La voz de Boyette se oía claramente por el altavoz. A Robbie y los demás les alivió saber que Keith iba efectivamente acompañado. Quizá no fuera un loco que les tomaba el pelo en el último momento.
Robbie insistió.
– Si pudiéramos hablar con él ahora, empezaríamos a trabajar en su declaración; así ahorraríamos tiempo, que no es algo que nos sobre.
Keith se lo comunicó a Boyette, cuya reacción fue sorprendente: lanzó el tronco bruscamente hacia delante, a la vez que se cogía la cabeza con las manos. Intentó sofocar un grito, pero se le escapó un «¡Aaahhh!» muy fuerte, seguido por arcadas guturales, como si estuviera muriéndose entre horrendos dolores.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Robbie.