Y llegó, dieciséis días después de la desaparición de Nicole. A las 4.33 de la madrugada sonó dos veces el teléfono del detective Drew Kerber, que al final lo cogió. Aunque estaba agotado, no había dormido bien. Apretó instintivamente un botón para grabar la llamada. He aquí la grabación, reproducida mil veces desde entonces:
Kerber: ¿Diga?
Voz: ¿Es el detective Kerber?
Kerber: Sí. ¿De parte?
Voz: No tiene importancia. Lo importante es que sé quién la mató.
Kerber: Necesito su nombre.
Voz: De eso nada, Kerber. ¿Quiere que hablemos de la chica?
Kerber: Adelante.
Voz: Salía con Donté Drumm. Un gran secreto. Ella intentaba romper, pero él no la dejaba.
Kerber: ¿Quién es Donté Drumm?
Voz: Vamos, detective, que a Drumm lo conoce todo el mundo. Es el asesino. La pilló a la salida del centro comercial y la tiró por el puente de la carretera 244. Está en el fondo del Red River.
La llamada se cortó. Siguieron su rastro hasta una cabina de una tienda abierta las veinticuatro horas de Slone, donde acababa la pista.
El detective Kerber ya conocía los rumores sordos de que Nicole salía con un jugador negro de fútbol americano, pero nadie había podido verificarlos. El novio de Nicole lo desmentía rotundamente. Según él, llevaban un año saliendo de modo intermitente, y estaba seguro de que Nicole aún no era sexualmente activa. Sin embargo, como tantos rumores demasiado soeces para no escucharlos, aquel no desapareció. Era tan repugnante, y con tanto potencial explosivo, que hasta entonces Kerber no había querido comentárselo a los padres de Nicole.
Kerber se quedó mirando el teléfono. Luego sacó la cinta, fue en coche a la comisaría de Slone, se preparó una cafetera y volvió a escuchar la grabación. Estaba eufórico, impaciente por dar la noticia a su equipo de investigación. Ahora encajaba todo: los amores adolescentes e interraciales -lo cual seguía siendo tabú en el este de Texas-, la tentativa de ruptura por parte de Nicole y la reacción violenta de su amante despechado. Tenía toda la lógica del mundo.
Ya tenían al culpable.
Dos días más tarde, Donté Drumm fue detenido y acusado del secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato de Nicole Yarber. Confesó, y reconoció haber arrojado el cadáver al Red River.
Robbie Flak y el detective Kerber tenían a sus espaldas una relación rayana en lo violento. A lo largo de los años habían chocado varias veces en casos criminales. El odio de Kerber al abogado era el mismo que sentía por todos los sinvergüenzas que representaban a criminales. Flak, por su parte, consideraba a Kerber un matón, un policía sin escrúpulos y un hombre peligroso con placa y pistola, dispuesto a todo con tal de lograr una condena. Una vez, durante una declaración memorable ante un jurado, Flak pilló a Kerber mintiendo descaradamente, y para subrayar lo evidente le gritó al testigo:
– Usted es un mentiroso de mierda, ¿no, Kerber?
El resultado fue una amonestación, una acusación de desacato, la exigencia de que pidiera disculpas a Kerber y a los miembros del jurado y una multa de quinientos dólares, pero su cliente fue absuelto, que era lo único importante. En toda la historia del Colegio de Abogados del condado de Chester, ninguno de sus miembros había sido acusado tan a menudo de desacato como Robbie Flak, récord del que se enorgullecía claramente.
En cuanto oyó la noticia de la detención de Donté Drumm, empezó a llamar como un loco por teléfono, y salió para el barrio negro de Slone, que conocía bien. Lo acompañaba Aaron Rey, un antiguo pandillero que había estado en la cárcel por distribución de droga y que ahora tenía un trabajo remunerado para el bufete Flak como guardaespaldas, recadero, chófer, investigador y todo lo que Robbie pudiera necesitar. Rey llevaba como mínimo dos pistolas encima, y otras dos en una cartera; todas legales, ya que Flak le había devuelto sus derechos civiles, y ahora podía incluso votar. Si de algo andaba escaso Robbie Flak en Slone no era precisamente de enemigos, aunque todos ellos conocían a Aaron Rey.
La madre de Drumm trabajaba en el hospital. Su padre era camionero para una serrería del sur de la localidad. El matrimonio y sus cuatro hijos vivían en una casita de madera blanca con luces navideñas en torno a las ventanas y una guirnalda en la puerta. El pastor de la familia llegó poco después de Robbie. Estuvieron varias horas hablando. Los padres estaban desorientados, destrozados, furiosos y con un miedo cerval; también agradecidos por la visita del señor Flak. No sabían qué hacer.
– Puedo intentar que pongan el caso en mis manos -dijo Robbie.
Accedieron.
Nueve años más tarde seguía en las mismas manos.
El lunes 5 de noviembre, Robbie llegó temprano a la estación. Había trabajado el sábado y el domingo, y no se sentía nada descansado a causa del fin de semana. Estaba de un humor taciturno, por no decir de perros. Le esperaban cuatro días de puro caos, una vorágine de acontecimientos, algunos previstos, otros en absoluto. El jueves a las seis de la tarde, pasado el temporal, vio que probablemente tendría que ir a la cárcel de Huntsville y, en una sala de testigos llena a rebosar, cogerle a Roberta Drumm la mano mientras el estado de Texas le inyectaba a su hijo sustancias químicas en cantidad suficiente como para matar a un caballo.
Sería su segunda visita a Huntsville.
Apagó el motor de su BMW, pero no conseguía desabrocharse el cinturón. Con el volante en las dos manos, miraba sin ver por el retrovisor.
Llevaba nueve años peleándose por Donté Drumm. Jamás había librado una guerra tan feroz. Durante el absurdo juicio en el que habían declarado culpable del asesinato a Donté, Robbie había luchado como un loco. Había insultado a los tribunales de apelación, eludido la ética y esquivado la ley; había afirmado la inocencia de su cliente en artículos enervantes, y pagado a expertos para que pergeñasen novedosas teorías que no convencían a nadie. Había importunado al gobernador hasta el punto de que ya no le devolvía nadie sus llamadas, ni siquiera los últimos del escalafón. Había presionado a políticos, grupos pro inocencia, [3]asociaciones religiosas, colegios de abogados, defensores de los derechos civiles, la ACLU, [4] Amnistía Internacional, abolicionistas de la pena de muerte y todo aquel que pudiese hacer algo para salvar a su cliente, por remota que fuera la posibilidad; y ni por esas se paraba el reloj, sino que cada día era más fuerte su tictac.
Durante ese tiempo, Robbie Flak se había gastado todo su dinero, quemado todos los puentes e indispuesto con casi todos sus amigos, y estaba al borde del agotamiento y a punto de zozobrar. Llevaba tanto tiempo desgañitándose que ya no lo escuchaba nadie. Para la mayoría de los observadores solo era otro abogado gritón que pregonaba a los cuatro vientos la inocencia de su cliente, lo cual no era precisamente nada raro.
El caso lo había puesto al límite, y cuando se acabase, cuando el estado de Texas lograse al fin ejecutar a Donté, Robbie tenía serias dudas de poder seguir. Sus planes eran irse a vivir a otro lugar, vender sus fincas, jubilarse, mandar a la mierda a Slone y a Texas e instalarse en las montañas, por ejemplo en Vermont, donde en verano hacía fresco y donde estaba abolida la pena de muerte.
Se encendieron las luces de la sala de reuniones. Ya había alguien dentro, haciendo los preparativos para aquella semana infernal. Finalmente, Robbie bajó del coche y entró. Habló con Carlos, uno de sus técnicos legales de toda la vida, y estuvieron unos minutos tomando café. El tema de conversación pasó rápidamente al fútbol americano.