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En la zona de visitas hay dos salas privadas para uso de los abogados. Son algo más amplias que las cabinas para visitas, y al ser espacios totalmente cerrados nadie puede escuchar lo que se dice, ni los vigilantes, ni el personal de la cárcel, ni otros presos o letrados. El último día, los condenados tienen derecho a ver a su familia y a sus amigos en una de las salas de abogados. También hay una separación de plexiglás, y todas las conversaciones se realizan mediante los teléfonos negros dispuestos a ambos lados. Imposible tocarse.

Los fines de semana, en la sala de visitas hay mucho ruido y ajetreo; en cambio, los laborables tienen poco movimiento. Los miércoles están reservados a los medios de comunicación. Lo típico es que un hombre «con fecha» sea entrevistado por un par de reporteros de la localidad en la que se produjo el asesinato. Donté había rechazado todas las peticiones para entrevistarlo.

A las ocho de la mañana, cuando la familia entró en la zona de visitas, había una sola persona, una tal Ruth, vigilante. La conocían mucho. Era una persona atenta, que tenía simpatía por Donté. Les dio la bienvenida y les hizo saber cuánto lo sentía.

Cuando entraron Roberta y Cedric, Donté ya estaba en la cabina de abogados. Detrás de él, por la ventana de una puerta, se veía a un vigilante. Como siempre, Donté aplicó la palma izquierda al plexiglás y Roberta hizo lo mismo al otro lado. Aunque el contacto nunca llegara a producirse, ellos lo veían como un abrazo largo y afectuoso. Donté no había tocado a su madre desde el último día de su juicio, en octubre de 1999, cuando un vigilante les había permitido un breve abrazo mientras a él se lo llevaban de la sala de vistas.

Donté cogió el teléfono con la mano derecha.

– Hola, mamá -dijo, sonriendo-. Gracias por venir. Te quiero.

Sus manos seguían juntas, presionando el cristal.

– Yo también te quiero, Donté -dijo Roberta-. ¿Cómo estás hoy?

– Igual. Ya me he duchado y afeitado. Todos me tratan muy bien. Me he puesto ropa limpia y calzoncillos nuevos. Es todo muy bonito. Aquí, justo antes de matarte, se ponen de lo más simpáticos.

– Te veo muy bien, Donté.

– Yo a ti también, mamá. Estás tan guapa como siempre.

Durante una de sus primeras visitas, Roberta había llorado tanto que no podía parar. Después Donté le había explicado por carta lo angustioso que era verla tan destrozada. En la soledad de su celda, Donté lloraba horas y horas, pero no soportaba ver a su madre en la misma situación. Quería que lo visitase siempre que fuera posible, pero el llanto le resultaba más perjudicial que beneficioso. Ya no había habido más lágrimas, ni por parte de Roberta, Andrea, Cedric y Marvin, ni de ningún otro pariente o amigo. Roberta se lo dejaba bien claro a cada visitante: si no te puedes controlar, vete.

– Esta mañana he hablado con Robbie -dijo Roberta-, y tiene uno o dos planes más para las últimas apelaciones. Además, el gobernador aún no se ha pronunciado sobre tu petición de aplazamiento, o sea que aún hay esperanza, Donté.

– No hay ninguna esperanza, mamá; no te engañes.

– No podemos rendirnos, Donté.

– ¿Por qué? No podemos hacer nada. Cuando Texas quiere matar a alguien, lo hace. La semana pasada mataron a uno, y tienen a otro en capilla para este mismo mes. Lo de aquí es una cadena de montaje. No hay quien lo pare. De vez en cuando, si tienes suerte, lo aplazan; a mí hace dos años me pasó, pero tarde o temprano se te acaba el tiempo. A ellos les da igual que seas culpable o inocente, mamá; lo único que les importa es demostrarle al mundo lo duros que son. En Texas no se andan con tonterías. Con Texas no se juega. ¿Te suena?

– No quiero que te enfades, Donté -dijo ella suavemente.

– Lo siento, mamá, pero moriré enfadado. No puedo evitarlo. Aquí algunos se van de manera pacífica, cantando himnos, recitando la Biblia y suplicando perdón. La semana pasada un tipo dijo: «Padre, te encomiendo mi espíritu». Otros no dicen ni mu; solo cierran los ojos y esperan el veneno. Luego hay algunos que se van dando guerra. Todd Willingham, que murió hace tres años, siempre repitió que era inocente. Decían que había quemado a sus tres hijas pequeñas incendiando la casa, pero él también estaba dentro, y sufrió quemaduras. Era un luchador. Aprovechó sus últimas palabras para ponerlos de vuelta y media.

– Tú no hagas eso, Donté.

– No sé qué haré, mamá. Puede que nada. Puede que me quede tumbado, con los ojos cerrados, empiece a contar y, al llegar a cien, me vaya flotando. Pero tú no estarás allí, mamá.

– Ya lo hemos hablado, Donté.

– Pues volvemos a hacerlo. No quiero que lo veas.

– Yo tampoco quiero, te lo aseguro, pero sí estaré.

– Voy a hablar con Robbie.

– Ya he hablado yo con él, Donté. Sabe cómo me siento.

Donté apartó lentamente su mano izquierda del cristal, lo mismo que Roberta, que dejó el teléfono en la repisa y se sacó del bolsillo una hoja de papel. A partir del mostrador de entrada estaba prohibido llevar bolso. Desdobló el papel y cogió el teléfono.

– Donté -dijo-, esto es una lista de las personas que han llamado o han pasado preguntando por ti. Les había prometido que te lo comunicaría.

Donté asintió con la cabeza e intentó sonreír. Roberta leyó los nombres: vecinos, amigos de toda la vida, de la misma calle, compañeros de clase, feligreses queridos y algunos parientes lejanos. Donté escuchaba en silencio, aunque se le veía distraído. Roberta siguió leyendo. Añadía a cada nombre un comentario o una anécdota sobre la persona.

La siguiente fue Andrea. Cumplido el ritual de las manos, describió el incendio de la iglesia baptista, la tensión en Slone y los temores de que la situación empeorase. Donté parecía contento con la idea de que los suyos ofrecieran pelea.

Hacía años que la familia había aprendido que era importante llegar a la sala de visitas con los bolsillos llenos de monedas. Había máquinas expendedoras por todas las paredes, y los vigilantes entregaban la comida y la bebida a los presos durante las visitas. Donté había perdido mucho peso en la cárcel, pero le volvían loco unos bollos de canela muy glaseados. Mientras Roberta y Andrea se ocupaban de la primera tanda de visitas, Marvin compró dos bollos y un refresco, y Ruth se los llevó a Donté. La comida basura lo animó.

Mientras Cedric leía el periódico cerca de la sala de abogados, el director salió a saludarlo amablemente. Quería comprobar que todo funcionaba bien, y que en su cárcel todo iba sobre ruedas.

– ¿Puedo ayudar en algo? -preguntó, como si se acercaran las elecciones.

Se esforzaba mucho por dar una imagen comprensiva. Cedric se levantó, reflexionó un poco y luego exteriorizó su enfado.

– ¿Me toma el pelo? Está a punto de acabar con la vida de mi hermano por algo que no hizo y ahora me viene con la chorrada de que quiere ayudar.

– Nos limitamos a hacer nuestro trabajo.

Ruth se estaba acercando.

– Mentira, a menos que su trabajo les permita matar a gente inocente. Si quiere ayudar, pare esa ejecución de mierda.

Marvin se interpuso entre los dos.

– No perdamos la calma -dijo.

El director se apartó y dijo algo a Ruth, con quien habló en tono serio al ir hacia la puerta. No tardó en irse.

El Tribunal Penal de Apelación de Texas (TPAT) tiene competencia exclusiva en los casos de asesinato castigados con la muerte, y es el tribunal de última instancia en ese estado antes de que un preso pase a la justicia federal. Tiene nueve miembros, todos electos, y todos con el requisito de presentarse en el ámbito estatal. En 2007 aún se ceñía a una regla tan arcaica como que todas las alegaciones, peticiones, apelaciones, documentos y demás tuvieran que presentarse en papel. De presentación electrónica, nada de nada: tinta negra sobre papel blanco, a toneladas. Cada presentación de un documento tenía que incluir doce copias, una por juez, una para el escribano, otra para el secretario y otra para el archivo oficial.