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Era un trámite extraño y farragoso. El tribunal federal del distrito oeste de Texas, situado a pocas manzanas del TPAT, adoptó la presentación electrónica de documentos a mediados de la década de 1990. Con el cambio de siglo, y los avances tecnológicos consiguientes, las presentaciones en papel se estaban quedando rápidamente obsoletas. En el ámbito jurídico, tanto el de los tribunales como el de los bufetes, el archivo electrónico adquirió una popularidad mucho mayor que la del papel.

El jueves a las nueve de la mañana se notificó al bufete Flak y a los letrados del Defender Group que el TPAT había desestimado la alegación de demencia. El tribunal no consideraba que Donté estuviera mentalmente enfermo. Era lo previsto. Minutos después de que se recibiera la notificación, la petición idéntica fue archivada electrónicamente en el juzgado federal del distrito este de Texas, en Tyler.

A las nueve y media, una letrada del Defender Group, Cicely Avis, entró en el despacho del secretario del TPAT con el último alegato de los abogados de Donté Drumm. Era una petición de inocencia nada menos, basada en las declaraciones de Joey Gamble grabadas en secreto. Cicely, como era de rigor, se presentó con alegatos similares. Ella y el secretario se conocían bien.

– ¿Qué falta ahora? -preguntó el segundo al procesar la petición.

– Seguro que algo habrá -dijo Cicely.

– Suele haberlo.

Una vez terminado el papeleo, el escribano devolvió a Cicely una copia sellada y le dio los buenos días. En vista de la evidente urgencia del asunto, entregó a mano una copia de la petición en los despachos de los nueve jueces. Resultó que tres de ellos se encontraban en Austin, mientras que los otros seis estaban desperdigados por el resto del estado. El juez presidente, un tal Milton Prudlowe, llevaba mucho tiempo formando parte del tribunal y, aunque viviera la mayor parte del año en Lubbock, tenía un pequeño apartamento en Austin.

Prudlowe y su pasante leyeron el alegato, prestando especial atención a las ocho páginas de grabación transcrita del desahogo que había tenido Joey Gamble la noche anterior, la del club de strippers de Houston. Entretenida lo era, pero distaba mucho de constituir un testimonio bajo juramento, y apenas cabía duda de que Gamble negaría haber hecho tales declaraciones al ser confrontado con ellas. Se habían grabado sin ningún tipo de consentimiento, y todas ellas olían a sordidez. Se notaba que el joven bebía mucho. Además, aunque se pudieran presentar sus declaraciones, y aunque fuera cierto que había mentido durante el juicio, ¿qué demostraba eso? En opinión de Prudlowe, casi nada. Donté Drumm había confesado. Así de fácil y sencillo. A Milton Prudlowe nunca le había preocupado el caso Drumm.

Siete años antes, él y sus colegas habían sido los primeros en estudiar la apelación directa de Donté Drumm. Se acordaban muy bien, no por la confesión, sino porque el cadáver no había aparecido. Aun así, se confirmó la sentencia con el parecer unánime del tribunal. Ya hacía tiempo que la jurisprudencia de Texas tenía zanjado el tema de los juicios por asesinato sin pruebas claras de este último. Algunos de los elementos habituales no eran necesarios, y punto.

Prudlowe y su pasante estuvieron de acuerdo en que aquel último alegato carecía de valor. Acto seguido, el pasante consultó a los de los otros jueces, y en una hora ya se hizo circular una denegación preliminar.

Boyette estaba en el asiento trasero, donde llevaba casi dos horas. Se había tomado una pastilla, que evidentemente surtía un magnífico efecto. No se movía, ni hacía el menor ruido, aunque la última vez que Keith lo había mirado parecía respirar.

Para no dormirse, y para hacer hervir su sangre, Keith llamó dos veces a Dana. Discutieron, y ninguno de los dos se retractó ni pidió disculpas por haberse pasado de la raya. Después de cada conversación, Keith se sintió muy despierto, echando chispas. Llamó a Matthew Burns, que estaba en su despacho del centro de Topeka, con muchas ganas de ayudar. Pero poco podía hacer él.

Keith se despertó de golpe en el momento en que el Subaru empezaba a deslizarse por el arcén derecho de una carretera de dos carriles, cerca de Sherman, Texas. Estaba furioso. Paró en la primera tienda de veinticuatro horas y pidió un vaso grande de café bien cargado. Echó tres sobres de azúcar y dio cinco vueltas a la tienda. Al regresar al coche, vio que Boyette no se había movido. Se bebió rápidamente el café caliente y salió disparado. Su móvil empezó a sonar. Lo cogió del asiento del copiloto.

Era Robbie Flak.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– No sé. En la carretera 82, yendo hacia el oeste, en las afueras de Sherman.

– ¿Por qué tardas tanto?

– Hago lo que puedo.

– ¿Qué posibilidades tengo de hablar ahora mismo por teléfono con Boyette?

– Pocas. Está roque en el asiento trasero, y sigue muy mareado. Además, ha dicho que no hablará antes de llegar.

– Es que no puedo hacer nada hasta que hable con él, ¿sabes, Keith? Tengo que saber lo que está dispuesto a decir. ¿Reconocerá haber matado a Nicole Yarber? ¿Tú me puedes contestar?

– Pues mira, Robbie, la cosa está así. Hemos salido de Topeka en plena noche. Estamos corriendo como locos para llegar a tu bufete, y el único objetivo de Boyette, según dijo al salir de Topeka, era descargar su conciencia, reconocer la violación y el asesinato e intentar salvar a Donté Drumm. Eso es lo que ha dicho. Ahora bien, con este tipo no hay nada previsible. Que yo sepa, ahora mismo podría estar en coma.

– ¿Y si le tomaras el pulso?

– No, no le gusta que lo toquen.

– Bueno, pues date prisa, puñeta.

– No digas palabrotas, por favor. Soy pastor, y no me gustan.

– Perdón. Date prisa, por favor.

Capítulo20

Los rumores sobre la manifestación circulaban desde el lunes, pero los detalles aún no estaban ultimados. Al principio de la semana faltaban varios días para la ejecución, y en la comunidad negra existía la ferviente esperanza de que algún juez se despertase y la impidiera. A medida que se aproximaba la hora, los negros de Slone no pensaban quedarse cruzados de brazos, y menos los más jóvenes. El cierre del instituto les había infundido vigor y libertad para buscar el modo de armar ruido. Hacia las diez de la mañana la gente empezó a congregarse en el parque Washington, en la esquina de la calle Diez y el Martin Luther King Boulevard. Con la ayuda de los móviles y de internet, el gentío fue aumentando, y en poco tiempo eran un millar los negros que se arremolinaban inquietos, con la seguridad de que algo iba a pasar, pero sin saber exactamente qué. Llegaron dos coches de la policía, que aparcaron algo más lejos, a una distancia prudencial de la multitud.

Trey Glover era el tailback titular del instituto de Slone. Tenía un todoterreno con las lunas tintadas, unos neumáticos exageradamente grandes, unos tapacubos de cromo relucientes y un equipo de sonido capaz de romper cristales de las ventanas. Lo aparcó en la calle, abrió las cuatro puertas y puso White Man's Justice, una airada canción rap de T. P. Slik. La canción electrizó a la multitud. Acudieron muchos otros, alumnos de instituto en su mayor parte, aunque el acto también atrajo a los parados, a algunas amas de casa y a unos cuantos jubilados. Con la llegada de cuatro miembros de la banda de los Warriors, con dos tambores y dos bombos, se formó un conjunto de percusión. Empezó a sonar a coro «Liberad a Donté Drumm», que fue propagándose por el barrio. Lejos del parque, en la distancia, alguien tiró petardos, y durante unas décimas de segundo todos pensaron que podían ser disparos. Se lanzaron bombas de humo, y la tensión creció en cuestión de minutos.