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– ¿Viste a los Cowboys? -preguntó Carlos.

– No, no pude. He oído que Preston tuvo el día.

– Más de doscientos metros. Tres touchdown.

– Yo ya no soy de los Cowboys.

– Yo tampoco.

Un mes antes, Rahmad Preston había estado en la sala de reuniones, firmando autógrafos y posando para las fotos. Primo lejano de un preso ejecutado en Georgia diez años atrás, había adoptado la causa de Donté Drumm y tenía grandes planes de enrolar a otros pesos pesados de los Cowboys y de la Liga Nacional de Fútbol (la NFL) que apoyasen la causa. Pensaba hablar con el gobernador, con la comisión de libertad condicional, con peces gordos del mundo empresarial, con políticos, con un par de raperos a quienes decía conocer bien y tal vez con gente de Hollywood. Encabezaría tal desfile que el estado no tendría más remedio que cambiar de postura. Al final, sin embargo, lo de Rahmad había resultado ser mera palabrería. Enmudeció de golpe; estaba «recluido», al decir de su agente, que lo atribuyó a que la causa distraería demasiado al gran jugador. Robbie, que veía conspiraciones por todas partes, sospechaba que la dirección de los Cowboys y su red de empresas patrocinadoras habían ejercido algún tipo de presión sobre Rahmad.

A las ocho y media toda la plantilla ya estaba en la sala, y Robbie dio por empezada la reunión. En aquel momento no tenía socios -el último se había ido por diferencias que aún estaban dirimiéndose en los tribunales-, pero sí a dos abogados a sueldo, dos técnicos legales, tres secretarias y Aaron Rey, que nunca se apartaba de su lado y que tras quince años con Robbie sabía más de derecho que la mayoría de los técnicos curtidos. También estaba en la reunión un abogado de Aranesty Now, un grupo pro derechos humanos con sede en Londres que había dedicado miles de horas de personal cualificado a las apelaciones del caso Drumm. Desde Austin participaba por teleconferencia un abogado, un letrado experto en apelaciones proporcionado por el Texas Capital Defender Group, el grupo texano de defensa de los condenados a muerte.

Robbie expuso sus planes para la semana. Quedaron definidos los deberes, distribuidas las tareas y aclaradas las responsabilidades. Intentó parecer optimista, esperanzado y confiado en la inminencia de un milagro.

El milagro se fraguaba lentamente a unos seis mil quinientos kilómetros al norte, en Topeka, Kansas.

Capítulo 3

Algunos datos fueron fáciles de confirmar. Llamando por teléfono desde St. Mark, sin desviarse de su cometido -el seguimiento de quienes tenían la bondad de visitar su iglesia-, Dana conversó con el supervisor de Anchor House, la casa de reinserción, que dijo que Boyette llevaba tres semanas con ellos. La duración prevista de su «estancia» era de noventa días. Después, si nada se torcía, sería un hombre libre, sujeto, eso sí, a una serie de requisitos bastante rigurosos que establecía la libertad condicional. En esos momentos el centro alojaba a veintidós inquilinos, exclusivamente varones, y estaba bajo la jurisdicción de la Dirección General de Prisiones. A Boyette se le pedía lo mismo que a todos: que saliera cada mañana a las ocho y volviera cada tarde a las seis, para cenar. Estaba bien visto que buscasen trabajo. El supervisor solía tenerlos ocupados en el mantenimiento de la casa, y en trabajos esporádicos a tiempo parcial. Boyette trabajaba cuatro horas al día (a siete dólares por hora) mirando cámaras de seguridad en el sótano de un edificio del gobierno. Era responsable, pulcro, hablaba poco y de momento no había dado ningún problema. Por lo general todos se portaban muy bien, ya que cualquier infracción de una regla, o cualquier incidente desagradable, podía devolverlos a la cárcel. Veían, palpaban y olían la libertad, y no tenían ganas de fastidiarla.

Sobre el bastón, el supervisor sabía poco. Boyette ya lo llevaba el primer día, al llegar. Sin embargo, dentro de un grupo de delincuentes aburridos hay poca intimidad, pero cotilleos a raudales; concretamente, circulaba el de que Boyette había recibido una tremenda paliza en la cárcel. En cuanto a su repulsiva trayectoria, la conocían todos, y no se acercaban demasiado a él. Era un hombre raro, reservado, que dormía solo en un cuartito, detrás de la cocina, mientras el resto lo hacía en las literas de la sala principal.

– Aunque aquí tenemos de todo -dijo el supervisor-, desde asesinos hasta carteristas, y no hacemos muchas preguntas.

Dando algún que otro rodeo, o tal vez muchos, Dana aludió de pasada a un problema médico anotado por Boyette en la tarjeta de visita que había tenido la amabilidad de rellenar (una solicitud de oración). En realidad, no había tal tarjeta. Dana pidió rápidamente perdón al Todopoderoso, justificando su mentira (pequeña e inofensiva) por lo que estaba en juego. El supervisor dijo que sí, que al ver que no paraba de hablar de sus migrañas se lo habían llevado al hospital. A aquellos tipos les encantaba la atención médica. En St. Francis le habían hecho un montón de pruebas, pero el supervisor no sabía nada más. El que Boyette tuviera unas cuantas recetas ya era algo personal, un tema médico que no les competía a ellos.

Dana le dio las gracias y le recordó que St. Mark estaba abierto a todo el mundo, incluidos los hombres de Anchor House.

A continuación llamó al doctor Herzlich, cirujano del tórax en St. Francis y feligrés de St. Mark desde hacía mucho tiempo. Dana no tenía la menor intención de indagar en el estado de salud de Travis Boyette; habría sido pasarse de la raya, y un entremetimiento que seguro que no llevaría a buen puerto. Dejaría que su marido charlase con el doctor a puerta cerrada; tal vez así, con sus voces discretas y profesionales, consiguieran hallar un terreno común. Saltó directamente el contestador, y dejó el recado de que Herzlich telefonease a su marido.

Mientras Dana llamaba por teléfono, Keith estaba pegado al ordenador, enfrascado en el caso de Donté Drumm. La página web era muy completa. Hacer clic aquí para un resumen de diez páginas con los principales datos. Hacer clic allá para una transcripción completa del juicio (mil ochocientas treinta páginas). Hacer clic más allá para los expedientes de apelación, con pruebas y testimonios (otras mil seiscientas páginas, más o menos). Había un historial judicial de trescientas cuarenta páginas, con los veredictos de los tribunales de apelación. También había un anexo sobre la pena de muerte en Texas, y otros para la galería fotográfica de Donté, Donté en el corredor de la muerte, el Fondo de Defensa de Donté Drumm, cómo ayudar, artículos de prensa y editoriales, y condenas y confesiones erróneas. El último correspondía a Robbie Flak, abogado.

Keith empezó por el resumen de los datos. Rezaba así:

En otros tiempos, la localidad texana de Slone, de cuarenta mil habitantes, estallaba en aplausos cada vez que Donté Drumm corría por el campo como intrépido linebacker, pero ahora aguarda nerviosa su ejecución.

Nacido en Marshall, Texas, en 1980, Donté Drumm fue el tercer hijo de Roberta y Riley Drumm. El cuarto nació cuatro años más tarde, poco después de que la familia se instalase en Slone, donde Riley encontró trabajo para una constructora de desagües. Los Drumm se incorporaron a la Iglesia Metodista Africana Bethel, en la que siguen participando activamente. Aquí en esta iglesia Donté fue bautizado a los ocho años. Estudió en los colegios públicos de Slone, y a los doce años destacó como deportista. De buena talla física y una velocidad excepcional, se convirtió en todo un fenómeno en el campo. A los catorce años entró como linebacker del primer equipo del instituto de Slone, donde cursaba el primer año. Fue titular tanto en segundo como en tercer curso, y ya tenía apalabrado jugar para la Universidad Estatal del Norte de Texas cuando, durante el primer cuarto del primer partido de su último año de instituto, una lesión grave de tobillo puso fin a su trayectoria deportiva. La operación salió bien, pero ya era demasiado tarde. Le retiraron la oferta de beca. La cárcel le impidió acabar los estudios. Su padre, Riley, murió de una enfermedad cardíaca en 2002, mientras Donté esperaba la ejecución.