Sospechando de buenas a primeras algo raro, la policía puso en marcha un gran dispositivo para encontrar a Nicole. Hubo miles de voluntarios, y durante varios días y semanas la ciudad y el condado fueron registrados más a fondo que en toda su historia, pero no se encontró nada. Las cámaras de vigilancia del centro comercial no fueron de ninguna ayuda, porque estaban demasiado lejos y les faltaba definición. Nadie comunicó haber visto salir a Nicole del centro comercial y acercarse a su coche. Cliff Yarber ofreció cien mil dólares de recompensa a cambio de cualquier información. En vista de que esa suma resultó ineficaz, la elevó a doscientos cincuenta mil.
El primer avance en la investigación se produjo el 16 de diciembre, a los doce días de la desaparición de Nicole. Dos hermanos estaban pescando en un banco de arena de Red River, cerca de un embarcadero que recibía el nombre de Rush Point, cuando uno de los dos pisó un trozo de plástico. Era el carnet del gimnasio de Nicole. Al remover el barro y la arena, encontraron otro: el del instituto de Slone, que la acreditaba como alumna. Uno de los hermanos reconoció el nombre. Fueron directamente en coche a la comisaría de Slone.
Rush Point queda a algo más de sesenta kilómetros al norte del límite municipal.
Los investigadores de la policía, con el detective Drew Kerber al mando, tomaron la decisión de reservarse la noticia de los carnets del gimnasio y del instituto, con el argumento de que la mejor estrategia era encontrar el cadáver en primer lugar. Su búsqueda del río hasta varios kilómetros al este y al oeste de Rush Point fue tan exhaustiva como inútil. La policía del estado aportó varios equipos de buzos, pero no apareció nada más. Se puso sobre aviso a las autoridades, hasta casi doscientos kilómetros río abajo, con la petición de que estuvieran alertas.
– Keith, el auditor. Línea dos -anunció Dana por el interfono.
Keith echó un vistazo a su reloj: las once menos diez de la mañana. Sacudió la cabeza. En un momento así, a quien menos ganas tenía de oír era al auditor de la iglesia.
– ¿Hay papel en la impresora? -preguntó.
– No lo sé -replicó Dana-. Voy a mirarlo.
– Cárgala, por favor.
– A sus órdenes.
Keith pulsó a regañadientes la línea dos e inició una conversación anodina pero no muy extensa sobre las finanzas de la iglesia a fecha de 31 de octubre. Escuchaba las cifras a la vez que tecleaba, imprimiendo las diez páginas de resumen de los hechos, las treinta de artículos y editoriales de prensa, un resumen de la práctica de la pena de muerte en Texas y el testimonio de Donté sobre la vida en el corredor de la muerte. Ante el aviso de que faltaba papel en la impresora, pulsó sobre la galería fotográfica de Donté y miró las imágenes. Donté de niño, con sus padres, dos hermanos mayores y una hermana pequeña; varias instantáneas de Donté como linebacker, una foto policial en primera plana del Slone Daily News; Donté esposado, al entrar en el juzgado; más fotos del juicio; y, por último, las fotos anuales de la cárcel, desde la mirada chulesca de la de 1999 hasta el rostro enjuto y ya envejecido a los veintisiete años de la de 2007.
Al acabar de hablar con el auditor, Keith salió del despacho y se sentó delante de su esposa, que ordenaba los papeles de la impresora, mirándolos por encima.
– ¿Has leído esto? -preguntó Dana, enseñándole un fajo de papel.
– ¿El qué? Hay cientos de páginas.
– Escucha. -Empezó a leer-: «El hecho de que no se haya encontrado el cadáver de Nicole Yarber podría haber entorpecido el proceso en algunas jurisdicciones, pero no en Texas. De hecho, Texas es uno de los estados donde rige una jurisprudencia bien definida según la cual la acusación de un homicidio puede seguir adelante aunque no existan pruebas claras de que se haya producido el delito en cuestión. No siempre es necesario un cadáver».
– No, no he llegado tan lejos -dijo Keith.
– ¿A que parece increíble?
– No sé qué decir.
Sonó el teléfono. Lo cogió Dana, que informó bruscamente a su interlocutor de que el pastor no se podía poner.
– Bueno, pastor -dijo al colgar-, ¿cuál es el plan?
– Ninguno. El paso siguiente, el único que se me ocurre ahora mismo, es volver a hablar con Travis Boyette. Si admite que sabe dónde está o estaba el cadáver, lo presionaré para que reconozca que es el asesino.
– ¿Y si lo reconoce?
– No tengo ni idea.
Capítulo 4
El investigador siguió a Joey Gamble durante tres días antes de establecer contacto con él. Gamble ni se escondía ni fue difícil de localizar. Trabajaba como subdirector en un enorme almacén de repuestos de coche a buen precio en Mission Bend, un barrio de las afueras de Houston. Era su tercer trabajo en cuatro años. Tenía a sus espaldas un divorcio, y tal vez otro en el horizonte. Ya no vivía con su segunda mujer; se habían retirado a terreno neutral, donde los abogados permanecían a la espera. No había mucho que disputarse, al menos en términos de bienes. Tenían un solo hijo, un niño pequeño con autismo cuya custodia, en el fondo, no deseaban ni el padre ni la madre, así que de todos modos se peleaban.
La ficha de Gamble era tan antigua como el caso mismo. El investigador se la sabía de memoria. Al salir del instituto jugó durante un año en un equipo universitario de fútbol americano, y luego dejó los estudios. Estuvo unos años en Slone, trabajando en varias cosas y pasando casi todo el tiempo libre en el gimnasio, donde tomaba esteroides y se iba convirtiendo en un coloso. Presumía de querer dedicarse profesionalmente al culturismo, pero al final, cansado del esfuerzo, se casó con una chica de la zona, se divorció, se fue a vivir a Dallas y la vida lo llevó hasta Houston. Según el anuario del instituto de la promoción de 1999, si no le salía bien lo de la NFL pensaba dedicarse a explotar un rancho ganadero.
Ninguna de las dos posibilidades le había salido bien. Cuando el investigador se dio a conocer, Joey tenía un sujetapapeles en la mano, y miraba ceñudo un muestrario de limpiaparabrisas. En el largo pasillo no había nadie. Era lunes, casi mediodía, y la tienda estaba prácticamente vacía.
– ¿Tú eres Joey? -preguntó el investigador, con una sonrisa forzada bajo el poblado bigote.
Joey miró la tarjeta de plástico que tenía sobre el bolsillo de la camisa.
– Servidor.
Trató de corresponder a la sonrisa. A fin de cuentas era una tienda, y había que adorar al cliente; claro que aquel tipo no parecía un cliente.
– Me llamo Fred Pryor. -La mano derecha salió disparada como la de un boxeador buscando la barriga del adversario-. Soy investigador privado. -Joey la cogió casi por instinto de autodefensa. Se las estrecharon durante unos segundos incómodos-. Encantado.
– Mucho gusto -dijo Joey, con el radar a pleno funcionamiento.
Pryor era un individuo de unos cincuenta años, pecho fornido y una cara redonda de hombre duro, cuyo pelo gris requería cuidados matinales. Llevaba una americana azul corriente, pantalones marrones de poliéster de cintura demasiado estrecha y, cómo no, botas en punta, bien abrillantadas.