– ¿Investigador de qué tipo? -preguntó Joey.
– No soy poli, Joey; soy investigador privado, debidamente acreditado por el estado de Texas.
– ¿Lleva pistola?
– Sí. -Pryor se abrió la americana, dejando a la vista una Glock de nueve milímetros sujeta con arnés bajo la axila izquierda-. ¿Quieres ver el permiso? -preguntó.
– No. ¿Para quién trabaja?
– Para la defensa de Donté Drumm.
Los hombros se le encorvaron un poco, los ojos se le pusieron en blanco, y expulsó aire en un rápido suspiro de contrariedad, como diciendo: «Otra vez no». Pryor, sin embargo, que se lo esperaba, intervino rápidamente.
– Te invito a comer, Joey. Así hablamos. Hay un mexicano a la vuelta de la esquina. Quedamos dentro de media hora, ¿de acuerdo? Es lo único que pido. Comes gratis, y a cambio me dedicas algo de tiempo. Es probable que después nunca vuelvas a verme.
La oferta del día era bufet libre de quesadillas por seis dólares cincuenta. El médico le había aconsejado adelgazar, pero a Joey le podía la comida mexicana, sobre todo en su versión americana, con doble de grasa y frito exprés.
– ¿Qué quiere? -preguntó.
Pryor miró a su alrededor, como si le escuchase alguien.
– Media hora. Mira, Joey, no soy poli; no tengo autoridad, orden judicial ni derecho a pedirte nada, pero tú conoces mejor que yo la historia.
Más tarde, Pryor informó a Robbie Flak que en ese instante el chico se desinfló, dejó de sonreír y se le cerraron los ojos a medias, adoptando un aire de sumisión y tristeza. Era como si fuera consciente de que tarde o temprano llegaría aquel día. Entonces Pryor tuvo la certeza de que se les presentaría una oportunidad.
Joey miró su reloj.
– Llegaré en veinte minutos -dijo-. Pídeme un cóctel margarita de la casa.
– Hecho.
Pryor pensó que quizá fuera problemático beber alcohol con la comida (al menos para Joey), aunque también podía ayudar.
Servían la margarita de la casa en una especie de jarra transparente redondeada, con capacidad para dar de beber a varios hombres sedientos. Al ir pasando los minutos se formó condensación en el cristal, y el hielo empezó a derretirse. Entre sorbitos de té helado con limón, Pryor mandó un mensaje a Flak: «He quedado a comer con JG. Hasta luego».
Joey, puntual, logró embutir sus nada desdeñables proporciones entre la mesa y el banco. Se acercó el vaso, cogió la caña y aspiró una cantidad impresionante de bebida alcohólica. Pryor habló de cualquier cosa, hasta que la camarera tomó nota y se fue. Entonces se le acercó y fue al grano.
– El jueves ejecutan a Donté. ¿Lo sabías?
Joey asintió lentamente. Afirmativo.
– Lo vi en el periódico. Además, ayer por la noche hablé con mi madre y me dijo que el pueblo está que arde.
La madre de Joey seguía en Slone. Su padre vivía en Oklahoma. Quizá estuvieran separados. También había un hermano mayor, en Slone, y una hermana pequeña que se había ido a vivir a California.
– Estamos tratando de impedir la ejecución, Joey, y necesitamos que nos ayudes.
– ¿Quiénes?
– Trabajo para Robbie Flak.
Joey estuvo a punto de escupir.
– ¿Todavía anda por ahí aquel loco?
– Pues claro que sí. En eso no cambiará. Ha representado a Donté desde el primer día, y estoy seguro de que el jueves por la noche estará en Huntsville, a las duras y a las maduras. Eso si no conseguimos impedir la ejecución.
– En el periódico ponía que se han acabado los recursos. Ya no hay nada que hacer.
– Es posible, pero no hay que dar nada por perdido. ¿Cómo vamos a darlo por perdido, habiendo una vida humana en juego?
Dio otra chupada a la caña. Pryor tuvo la esperanza de que fuera un borracho pasivo, de los que beben y es como si se fundieran con el mobiliario, en contraste con los conflictivos, los que se echan dos copas entre pecho y espalda y espantan a la clientela.
Joey hizo ruido con los labios.
– Supongo que tú estás convencido de que es inocente, ¿no? -dijo.
– Pues sí, siempre lo he estado.
– ¿Basándote en qué?
– Basándome en la falta total de pruebas físicas, y en que Donté tuviera una coartada y estuviera en otro sitio; basándome en que su confesión es más falsa que un billete de tres dólares; basándome en que ha superado al menos cuatro pruebas del polígrafo; y basándome en que siempre ha negado cualquier implicación. Y ya que ha salido el tema, Joey, basándome en que tu declaración en el juicio no había quien se la creyese. Tú no viste ninguna camioneta verde en el aparcamiento, cerca del coche de Nicole. Era imposible. Saliste del centro comercial por la entrada del cine. Ella había aparcado en el lado oeste, en la otra punta del centro. Te inventaste el testimonio para ayudar a la poli a pillar al sospechoso.
No hubo explosión, ni rabia. Joey lo encajó bien, como un niño a quien pillan in fraganti con una moneda robada y es incapaz de decir nada.
– Sigue -dijo.
– ¿Quieres oírlo?
– Seguro que ya lo he oído.
– ¡Ya lo creo que sí! Lo oíste hace ocho años en el juicio. Se lo explicó el señor Flak al jurado. Tú estabas colado por Nicole, pero ella por ti no. El típico drama de instituto. Salíais muy de tarde en tarde, pero nada de sexo; una relación bastante tormentosa. En un momento dado, sospechaste que salía con otro. Resultó ser Donté Drumm, lo cual, en Slone y en muchos otros pueblos, podía crear problemas de los gordos.
Nadie estaba seguro, pero los rumores corrían como la pólvora. Es posible que ella buscara algo con él, aunque él lo niega; de hecho, lo niega todo. Luego ella desapareció, y tú viste la oportunidad de cargarte al tío. Y vaya si te lo cargaste: lo mandaste al corredor de la muerte, y ahora estás a punto de ser culpable de que lo maten.
– ¿O sea que toda la culpa la tengo yo?
– Pues sí. Tu testimonio lo situaba en el lugar del crimen; al menos el jurado lo interpretó así. Casi era cómico, de tan incoherente, pero el jurado se moría de ganas de creerlo. Tú no viste ninguna camioneta verde. Era mentira. Te lo inventaste. También fuiste tú quien llamó al detective Kerber por teléfono y le dio el falso chivatazo. El resto ya es historia.
– Yo no llamé a Kerber.
– Claro que sí. Lo han demostrado los expertos. Ni siquiera intentaste cambiar la voz. Según nuestros análisis, habías bebido, pero no estabas borracho. Se te atropellaron algunas palabras. ¿Quieres ver el informe?
– No. El tribunal no lo admitió a juicio.
– Eso fue porque no nos enteramos de tu llamada hasta después del juicio, y porque lo escondieron la poli y la acusación, lo cual debería haber bastado para que anulasen el juicio; pero claro, eso aquí en Texas no suele pasar.
Llegó la camarera con una bandeja de quesadillas muy calientes, todas para Joey. Pryor cogió su ensalada de tacos y pidió más té.
– Entonces, ¿quién la mató? -dijo Joey tras algunos mordiscos generosos.
– ¡Quién sabe! Ni siquiera hay pruebas de que esté muerta.
– Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto.
– Ya, pero el cadáver no. Que sepamos, podría estar viva.
– Eso tú no lo crees.
Un trago de margarita, para deshacer el nudo.
– No, la verdad es que no. Yo estoy seguro de que está muerta, aunque ahora mismo da igual. Se nos echa el tiempo encima, Joey, y necesitamos que nos ayudes.
– ¿Qué se supone que tengo que hacer?
– Retractarte, retractarte y retractarte. Firmar una declaración con la verdad. Decirnos qué viste realmente aquella noche, o sea: nada.
– Vi una camioneta verde.