En Texas, el Houston Chronicle, periódico que había ido abandonando gradualmente la pena de muerte, pero que no había llegado a pedir su abolición, dedicó toda la portada a presentar el caso a lo grande. Era una versión condensada de la rueda de prensa, con grandes fotos de Donté, Nicole y Robbie en la página uno, y unas diez más en la cinco. Los artículos -seis en total- se cebaban en los errores cometidos y despellejaban a Drew Kerber, Paul Koffee y la jueza Vivian Grale. La identidad de los malos estaba clara. Las culpas eran ineludibles. Un reportero seguía el rastro del Tribunal Penal de Apelación de Texas, y era evidente que sus miembros no tendrían donde esconderse. Su presidente, Milton Prudlowe, no estaba localizable, ni hacía comentario alguno, al igual que los ocho jueces restantes. El secretario, Emerson Pugh, se negaba a hacer declaraciones. En cambio, quien tenía mucho que decir era Cicely Avis, la abogada del Defender Group que había intentado entrar en el despacho de Pugh el jueves a las cinco y siete de la tarde. Poco a poco iban conociéndose los detalles, y era previsible que apareciesen más novedades. Otro reportero del Chronicle pisaba los talones al gobernador y de su personal, todos ellos en plena retirada, evidentemente.
Las reacciones variaban a lo largo y a lo ancho del estado. Los periódicos que por norma general tenían fama de políticamente moderados -los de Austin y San Antonio- pedían una abolición sin reservas de la pena de muerte. El periódico de Dallas pidió públicamente una moratoria. En cuanto a los periódicos firmemente alineados a la derecha, se mostraban moderados en sus editoriales, pero no podían resistirse a informar largo y tendido sobre los sucesos de Slone.
Por televisión, todos los programas de entrevistas del domingo por la mañana hallaron espacio para la noticia, aunque el tema principal siguiera siendo la campaña de las presidenciales. Por cable, Donté Drumm llevaba veinticuatro horas siendo la principal noticia, desde la rueda de prensa de Robbie, y no daba muestras de bajar al segundo puesto. Como mínimo, una de las subtramas se había considerado bastante importante como para tener su propio título: cada media hora se podía ver «La búsqueda de Travis Boyette». En internet, la noticia hacía estragos y el número de visitas que recibía era cinco veces superior a cualquier otro tema. Los bloggers en contra de la pena de muerte despotricaban sin mesura.
Por trágica que fuese, la noticia supuso un regalo descomunal para la izquierda. En la derecha, como era de prever, reinaba la calma. Quienes apoyaban la pena de muerte era difícil que cambiasen de criterio, al menos de la noche a la mañana, aunque parecía imperar la sensación general de que lo mejor en aquel momento era no decir nada. Los programas por cable y los comentaristas de emisoras de onda media de la derecha pura y dura se limitaban a ignorar la noticia.
En Slone, el domingo seguía siendo día de culto. En la Iglesia Metodista Africana Bethel, el toque de las ocho de la mañana congregó a mucha más gente de lo habitual para una serie de actos que incluían catequesis, desayuno de oración para los hombres, prácticas de coro, clases de Biblia, café con donuts, y en último término la hora de culto, que se prolongaría mucho más allá de los sesenta minutos. Unos venían con la esperanza de ver a alguno de los Drumm, preferiblemente a Roberta, y darle -en la medida de lo posible- un pésame discreto, pero la familia Drumm necesitaba descansar, y se quedó en su casa. Otros acudían por necesidad de hablar, oír los cotilleos y prestar o recibir apoyo.
Motivos al margen, cuando el reverendo Johnny Canty subió al púlpito y dio una afectuosa bienvenida a los presentes, el santuario estaba a reventar. No tardó mucho en salir el tema de Donté Drumm. Habría sido fácil agitar a los fieles y atizar el fuego, disparando contra todas las dianas a su alcance, pero no era eso lo que deseaba el reverendo Canty. Lo que hizo fue hablar de Roberta, del buen talante con que había resistido la presión, de su angustia al ver morir a Donté, de su fortaleza y de su amor a sus hijos. Habló de la sed de venganza, y de la otra mejilla que ofreció Jesús. Rezó pidiendo paciencia, tolerancia y la sensatez propia de la gente de bien como respuesta a lo ocurrido. Habló también de Martin Luther King, y de su valor al desencadenar el cambio mediante el rechazo de la violencia. Contraatacar es algo natural en el ser humano, pero el segundo golpe lleva al tercero, y al cuarto. Agradeció a sus feligreses que hubieran depuesto las armas y hubieran abandonado las calles.
La noche, en Slone, había sido de una calma sorprendente. Canty recordó a los suyos que ahora el nombre de Donté Drumm era famoso, todo un símbolo que haría cambiar las cosas.
– No lo ensuciemos con más sangre ni violencia.
Tras media hora de calentamiento, los fieles se distribuyeron por la iglesia para realizar las actividades propias de cualquier mañana de domingo.
A menos de dos kilómetros, los miembros de la Primera Iglesia Baptista empezaron a llegar para una ceremonia anómala. Seguía habiendo cinta amarilla de la policía en los escombros de su santuario, donde no habían terminado aún las pesquisas. La novedad era una gran carpa blanca en un aparcamiento, bajo la que se alineaban las sillas plegables y las mesas llenas de comida. La gente iba vestida de manera informal, y el ambiente, por lo general, era optimista. Tras un desayuno rápido, entonaron himnos, viejas melodías religiosas cuyo ritmo y letra sabían de memoria. El presidente de los diáconos habló sobre el incendio, y de algo más importante: la nueva iglesia que edificarían. Tenían un seguro, tenían fe, y si era necesario pedirían préstamos, pero de las cenizas surgiría un santuario nuevo y hermoso, todo para gloria del Señor.
Reeva no estaba presente. No había salido de su casa, y a decir verdad no se la echó mucho de menos. Sus amigos eran conscientes de cuánto sufría ahora que habían encontrado a su hija, aunque en el caso de Reeva los nueve últimos años habían sido un sufrimiento constante. Como no podía ser de otra manera, se acordaron de las vigilias junto al Red River, de las sesiones maratonianas de oración, de las filípicas interminables en la prensa y de la aceptación entusiasta de la condición de víctima, todo lo cual formaba parte de un esfuerzo por vengarse del «monstruo» de Donté Drumm. Ahora que se habían equivocado de monstruo en la ejecución, y que Reeva había disfrutado viéndolo morir, pocos feligreses de su iglesia tenían ganas de verla. Por suerte, ella tampoco quiso verlos.
El hermano Ronnie estaba sumido en la desesperación. Había presenciado sin culpa alguna el incendio de su iglesia, pero también había visto morir a Donté, no sin cierto grado de satisfacción. Algo de pecaminoso tenía que haber en ello. Él era baptista, una rama que destacaba por su creatividad en la búsqueda de nuevas versiones del pecado, y necesitaba que lo perdonasen. Así se lo dijo a su congregación: les desnudó su alma, reconociendo haberse equivocado, y les pidió que rezasen por él. Se lo veía sinceramente humillado y angustiado.