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Los preparativos del funeral de Nicole seguían en marcha. El hermano Ronnie explicó que había hablado por teléfono con Reeva -la cual no aceptaba visitas-, y que ya se colgarían los detalles en la web de la iglesia cuando lo decidiera la familia. Nicole seguía en Missouri, cuyas autoridades no habían dicho cuándo la entregarían.

La carpa estaba sometida a una estrecha vigilancia. Al otro lado de la calle, en un solar que no era propiedad de la iglesia, merodeaban más de veinte reporteros, la mayoría con cámaras. De no ser por la presencia de varios policías bastante suspicaces, los reporteros habrían estado dentro de la tienda, grabando todo lo que se dijera, y molestando.

Slone nunca estuvo más dividida que aquel domingo por la mañana, pero incluso en horas tan bajas se consiguió cerrar filas. Desde el jueves, el número de reporteros y de cámaras había aumentado gradualmente, y en la ciudad todos palpaban cierto ambiente de asedio. El hombre de la calle ya no hablaba con los periodistas. «Sin comentarios», era la única respuesta de las autoridades. A los funcionarios judiciales fue imposible sonsacarles ni una sola palabra; y en algunos sitios, la policía reforzó su presencia y endureció su actitud. Cualquier reportero que intentase acercarse al domicilio de los Drumm se exponía a ser tratado sin contemplaciones. La funeraria donde reposaba Donté era un territorio estrictamente prohibido. La casa de Reeva la vigilaban varios primos y amigos, aunque también la policía andaba cerca, por si se entrometía algún payaso con cámara. En cuanto a Robbie Flak, sabía cuidarse solo de sobra, pero en su casa y en su bufete había patrullas cada hora. Por eso el domingo por la mañana los cristianos devotos que participaron en el culto de la Iglesia Metodista Africana Bethel y en el de la Primera Iglesia Baptista pudieron hacerlo sin intrusos. De ello se ocupó la policía de Slone.

En la iglesia luterana de St. Mark, el reverendo Keith Schroeder subió al púlpito y sorprendió a sus feligreses con un sermón cuyo principio fue el más trepidante de su historia.

– El jueves pasado, el estado de Texas ejecutó a un inocente. Es casi imposible que se os haya pasado por alto la noticia. La mayoría ya conocéis los hechos, pero lo que no sabéis es que el verdadero asesino estuvo aquí el domingo pasado, sentado entre nosotros. Se llama Travis Boyette, y tiene más de una condena a sus espaldas; hace unas semanas salió de la cárcel de Lansing y fue asignado a una casa de reinserción de la calle Diecisiete, aquí, en Topeka.

De los doscientos asistentes, ni uno solo parecía respirar. Quienes venían con la intención de echar una cabezadita se despertaron de golpe. A Keith lo divirtieron las miradas raras que le dirigían.

– No, no es broma -prosiguió-. Y aunque me gustaría poder decir que lo que atrajo al señor Boyette a nuestra iglesia fue su fama de ofrecer buenos sermones, lo cierto es que vino porque estaba preocupado. Estuvo en mi despacho a primera hora del lunes para hablar de sus problemas. Después viajó a Texas, y trató de impedir la ejecución de Donté Drumm, pero no pudo. Luego, de alguna manera, se escapó.

El propósito inicial de Keith había sido describir sus aventuras en Texas, pronunciando sin duda el más fascinante de los sermones habidos y por haber. A él no le daba miedo la verdad. Quería contarla. Suponía que tarde o temprano su iglesia lo averiguaría, y estaba resuelto a dar la cara. Sin embargo, Dana había sostenido que lo más sensato era esperar a haberse reunido con un abogado. Reconocer un delito sin el asesoramiento de un letrado, sobre todo de manera tan pública, parecía arriesgado. Al final se salió con la suya, y Keith se decidió por un mensaje diferente.

Como pastor, se negaba en redondo a mezclar la política y la religión. En el púlpito se había mantenido al margen de cuestiones como los derechos de los homosexuales, el aborto y la guerra. Prefería transmitir las enseñanzas de Jesús: amar al prójimo, ayudar a los menos afortunados, perdonar a los demás porque se ha sido perdonado y acatar las leyes divinas.

Ahora bien, tras presenciar la ejecución Keith era una persona distinta, o en todo caso un predicador distinto. De pronto era mucho más importante abordar la injusticia social que hacer que sus feligreses se encontrasen a gusto cada domingo. Empezaría a tratar todos los temas, siempre desde la perspectiva cristiana, no la de los políticos, y si alguien se molestaba, peor para él. Estaba cansado de jugar sobre seguro.

– ¿Jesús presenciaría una ejecución sin tratar de evitarla? -preguntó-. ¿Le parecerían bien a Jesús unas leyes que nos permiten matar a quienes han matado?

En ambos casos, la respuesta era no. Keith se pasó toda una hora explicando los motivos, en el sermón más largo de toda su carrera.

El domingo, antes de que anocheciera, Roberta Drumm salió con sus tres hijos, las parejas de estos y sus cinco nietos y caminó unas cuantas manzanas hacia el parque "Washington. Era el mismo recorrido que habían hecho el día anterior, con la misma intención. Al llegar, y encontrarse con los jóvenes reunidos en el parque, les hablaron de la muerte de Donté, en conversaciones de tú a tú, y del efecto que estaba teniendo sobre todos. El rap dejó de sonar. La gente guardó un silencio respetuoso. En un momento dado, unas cuantas personas rodearon a Roberta y escucharon cómo pedía civismo.

– Por favor -dijo Roberta con voz fuerte y elocuente, señalando algunas veces con el dedo, para mayor énfasis-, no profanéis el recuerdo de mi hijo con más sangre derramada. No quiero que se recuerde el nombre de Donté Drumm como causante de disturbios raciales en Slone. Nada de lo que hagáis aquí en la calle ayudará a nuestra gente. La violencia engendra más violencia, y al final perderemos. Por favor, marchaos a casa y abrazad a vuestras madres.

Donté Drumm ya era una leyenda para los suyos. La valentía de su madre los impulsó a marcharse a sus casas.

Capítulo37

El lunes por la mañana, el instituto de Slone no abrió sus puertas. Aunque la tensión parecía remitir, la dirección del centro y la policía seguían nerviosas. Podía haber nuevas peleas y bombas de humo, que al extenderse a la calle rompieran la frágil tregua. Los alumnos blancos estaban dispuestos a volver a clase y reintegrarse a la rutina y las actividades normales. En términos generales, lo ocurrido durante el fin de semana los había impactado, e incluso horrorizado; estaban tan estupefactos por la ejecución de Drumm como sus amigos negros, y con muchas ganas de hablar de ella e intentar dejarla atrás. En toda la ciudad se comentaba la incorporación de los jugadores blancos a la sentada del partido contra Longview, una sencilla manifestación de solidaridad que se consideraba un acto de disculpa de proporciones colosales. Se había cometido un error gigantesco, pero la culpa la tenían otros. Veámonos, démonos la mano y zanjemos el tema. A la mayoría de los alumnos negros no les seducía la idea de seguir con la violencia. Ellos tenían las mismas rutinas y actividades que sus amigos blancos, y también querían volver a la normalidad.

La dirección del instituto volvió a reunirse con el alcalde y con la policía. Una de las palabras más socorridas para describir el ambiente en Slone era «polvorín». El número de exaltados era suficiente en ambos bandos para causar problemas. Seguían grabándose llamadas anónimas. Había amenazas de violencia en cuanto reabriese el instituto, y al final se decidió que lo más seguro era esperar hasta después del funeral de Donté Drumm.

A las nueve de la mañana, el equipo de fútbol americano se reunió con sus entrenadores en el vestuario del campo. Fue una reunión a puerta cerrada a la que acudieron los veintiocho jugadores negros, así como sus compañeros blancos, sumando un total de cuarenta y uno. La idea de la reunión era de Cedric y de Marvin Drumm, ex jugadores de los Warriors (aunque a un nivel muy inferior al de su hermano). Juntos, dirigieron unas palabras al equipo. Agradecieron a los jugadores blancos la valentía de haberse unido a la protesta de los de Longview. Hablaron de su hermano con cariño, emocionados, y dijeron que no le habría parecido bien ninguna división. El equipo era el orgullo de la ciudad, y si lograba curar sus heridas habría esperanza para todos. Ambos apelaron a la unidad.