Keith y Dana se miraron, dudando. Era su primera visita en común a un bufete de abogados, y esperaban que fuese la última.
– 1Mire, señor Laird -dijo Keith-, la verdad es que no quiero tenerlo sobre mi cabeza. Soy culpable de lo que hice. Si he cometido un delito, aceptaré el castigo. Nuestra pregunta es muy sencilla: ¿ahora qué?
– Déjenme unas horas para que hable con el fiscal del distrito. Si él está dispuesto, llegaremos enseguida a un acuerdo, y no habrá más que hablar. Con algo de suerte, pasará usted inadvertido.
– ¿Cuándo podría ser eso?
Elmo se encogió de hombros nuevamente.
– Esta semana.
– ¿Y me promete que Keith no irá a la cárcel? -preguntó Dana, casi en tono de súplica.
– Prometerlo no, pero es muy poco probable. Nos vemos mañana a primera hora y lo hablamos.
Sentados en el coche, ante el bufete de Laird, Keith y Dana contemplaron el lateral del edificio.
– Me parece mentira que tú y yo estemos aquí, hablando de declararte culpable y preocupados por que te puedan meter en la cárcel -dijo ella.
– ¿A que es genial? A mí me encanta.
– ¿Cómo dices?
– Mira, Dana, tengo que decirte que, aparte de nuestra luna de miel, esta última semana ha sido la más genial de mi vida.
– Tú estás enfermo. Has pasado demasiado tiempo con Boyette.
– La verdad es que echo un poco de menos a Travis.
– Conduce, Keith. Estás perdiendo la chaveta.
Oficialmente, el gobernador estaba enfrascado en los presupuestos del estado, y tenía demasiado trabajo para hacer comentarios sobre el caso Drumm; por lo que a él respectaba, era un caso cerrado.
Extraoficialmente estaba encerrado en su despacho con Wayne y Barry, los tres aturdidos y con resaca, devorando analgésicos y rezongando sobre las decisiones a tomar. La prensa había acampado frente al edificio, hasta el punto de filmar su salida de la Mansión del Gobernador a las siete y media de la mañana, junto a su brigada de seguridad -cosa que hacía cinco días por semana-, como si ahora aquel movimiento fuera un notición. En la oficina estaban hasta arriba de llamadas, faxes, correos electrónicos, cartas, gente y hasta paquetes.
– Estamos con la mierda hasta el cuello -dijo Barry-, y la cosa empeora sin parar. Ayer, treinta y un editoriales de costa a costa, y hoy diecisiete más. A este ritmo, habrá salido uno en todos los periódicos del país. Por cable se pasan el día de cháchara. Salen expertos en cantidad, dando consejos sobre lo que hay que hacer ahora.
– ¿Y qué hay que hacer ahora? -preguntó el gobernador.
– Moratorias, moratorias. Renunciar a la pena capital, o como mínimo estudiarla a fondo.
– ¿Y las encuestas?
– Según las encuestas estamos jodidos, pero aún es demasiado pronto. Deja que pasen unos días y que se diluya el impacto, y nos meteremos otra vez en el mercado, poco a poco. Yo sospecho que perderemos unos cuantos puntos, pero calculo que al menos el sesenta y cinco por ciento sigue a favor de la inyección letal. ¿Wayne?
Wayne estaba enfrascado en su portátil, pero no perdía palabra.
– Sesenta y nueve, que sigue siendo mi número favorito.
– Ni uno ni otro -dijo el gobernador-: sesenta y siete. ¿Todos de acuerdo?
Barry y Wayne levantaron enseguida los pulgares. Ya estaba en marcha la apuesta estándar: cada uno de los tres ponía cien dólares.
El gobernador se acercó por enésima vez a su ventana favorita, pero no vio nada.
– Tengo que hablar con alguien. Aquí dentro, ignorando a la prensa, parece que me esconda.
– Es que te escondes -dijo Barry.
– Concertadme una entrevista con alguien de confianza.
– Siempre nos queda la Fox. Hace dos horas he hablado con Chuck Monahand, y estaría encantado de que charles con él. Es inofensivo, y tiene unos índices de audiencia bastante buenos.
– ¿Nos dará las preguntas con antelación?
– Pues claro. Está dispuesto a todo.
– Me gusta. ¿Wayne?
Wayne hizo crujir los nudillos con fuerza suficiente como para romperlos.
– No tan deprisa -dijo-. ¿Qué urgencia tienes? Pues claro que estás atrincherado, pero deja que amaine la tormenta. Vamos a pensar dónde estaremos dentro de una semana.
– Yo diría que aquí mismo -replicó Barry-, encerrados con llave, devanándonos los sesos para decidir qué hacemos.
– Es que es un momento tan importante… -precisó el gobernador-. Me da mucha rabia dejar que pase.
– Deja que pase -dijo Wayne-. Ahora mismo tienes mala imagen, jefe; eso no hay quien lo arregle. Lo que nos hace falta es tiempo, mucho tiempo. Yo digo que bajemos la cabeza, esquivemos las balas y dejemos que la prensa se cebe en Koffee, la poli y el tribunal de apelación. Que pase un mes. Agradable no será, pero el reloj no se parará.
– Yo digo que vayamos a la Fox -comentó Barry.
– Y yo que no -replicó Wayne-. Propongo que nos montemos una misión comercial a China y pasemos diez días fuera. Así exploramos mercados extranjeros, más salidas para los productos texanos y más puestos de trabajo para nuestra gente.
– Ya lo hice hace tres meses -protestó Newton-. Odio la comida china.
– Darías una imagen de debilidad -repuso Barry-. Escaparse justo cuando surge la mayor noticia desde el último huracán… Mala idea.
– Estoy de acuerdo. No nos vamos.
– ¿Así que puedo ir yo a China? -preguntó Wayne.
– No. ¿Qué hora es?
El gobernador llevaba un reloj de pulsera, y en el despacho había como mínimo tres relojes más. Aquella pregunta, al caer la tarde, solo podía significar una cosa. Barry se acercó al mueble bar y sacó una botella de bourbon Knob Creek.
El gobernador se sentó detrás de su gran escritorio y bebió un trago.
– ¿Cuándo tendrá lugar la siguiente ejecución? -preguntó a Wayne.
Su abogado tecleó y miró fijamente su portátil.
– Dentro de dieciséis días.
– Vaya por Dios -dijo Barry.
– ¿Quién es? -preguntó Newton.
– Drifty Tucker -contestó Wayne-. Hombre, blanco, cincuenta y un años, del condado de Panola. Mató a su mujer al pillarla en la cama con el vecino. También le disparó al vecino, ocho veces. Tuvo que recargar.
– ¿Eso es delito? -preguntó Barry.
– Para mí no -respondió Newton-. ¿No ha alegado inocencia?
– No, demencia. Pero parece que lo que le ha fastidiado es lo de recargar.
– ¿Podríamos hacer que lo suspendiese algún tribunal? -preguntó Newton-. Yo preferiría ahorrármelo.
– Lo estudiaré.
El gobernador bebió un poco más y sacudió la cabeza.
– Justo lo que nos falta ahora -masculló-: otra ejecución.
De repente, Wayne reaccionó como si le hubieran dado una bofetada.
– Fijaos en esto: Robbie Flak acaba de poner una demanda en el tribunal del estado del condado de Chester en la que cita a varios acusados, entre ellos el honorable Gilí Newton, gobernador. Cincuenta millones de dólares en concepto de daños y perjuicios por la ejecución indebida de Donté Drumm.
– No puede -dijo el gobernador.
– Pues acaba de hacerlo. Parece que ha mandado una copia por correo electrónico a todos los acusados, y a todos los periódicos del estado.