– La historia, reverendo Schroeder. Entera.
– Tardaríamos horas, y ahora mismo no estoy dispuesto a dedicarle tanto tiempo.
– ¿Cuándo conoció a Travis Boyette?
– No hace ni una semana, el lunes pasado.
– ¿Y él, en ese momento, reconoció haber asesinado a Nicole Yarber?
Del secreto de confesión seguro que no quedaba nada. Boyette había retransmitido su confesión al mundo entero. No seguían en pie muchos secretos. Aun así, ciertas cosas debían quedar en la intimidad. Keith no estaba obligado a responder a la pregunta, ni a ninguna otra, todo fuera dicho. No le daba miedo la verdad; de hecho, estaba decidido a no esconderla. Si era tan fácil seguir sus huellas, pronto llamarían otros reporteros. Más valía zanjarlo de una vez.
– Lo que estoy dispuesto a decir es lo siguiente, señorita Keene. Travis Boyette visitó nuestra iglesia el domingo de la semana pasada. Como tenía ganas de hablar, volvió al día siguiente. Él confió en mí, y acabamos desplazándonos a Slone, Texas, adonde llegamos el jueves pasado, hacia mediodía. Boyette estaba decidido a impedir la ejecución, porque Donté Drumm era inocente. Salió por la tele, admitió ser el asesino e hizo las declaraciones que todos hemos visto. El señor Flak me pidió que lo acompañara a Huntsville. Yo accedí a regañadientes, y una cosa llevó a la otra; conocí a Donté, y presencié la ejecución sin haberlo previsto en absoluto. La mañana siguiente, Boyette condujo al señor Flak y otras personas, yo entre ellas, al lugar de Missouri donde había enterrado a la chica. Después se puso enfermo, y me lo llevé a un hospital de Joplin, del que logró marcharse por su propio pie. Yo me fui a mi casa en coche, y desde entonces no he tenido ningún contacto con Boyette.
La reportera digirió todo aquello en silencio.
– Reverendo Schroeder, tengo unas mil preguntas.
– Y yo llego tarde a un entrenamiento de fútbol. Buenos días.
Keith colgó, y salió rápidamente del despacho.
Fordyce – ¡A por todas! tenía una franja de sesenta minutos en la hora de mayor audiencia del lunes por la noche. El acontecimiento había recibido una publicidad descarada durante todo el fin de semana. Sean Fordyce se dirigió al mundo en directo desde Slone, Texas, donde seguía yendo de acá para allá en busca de otro incendio, o con algo de suerte un cadáver o una bomba. La primera media hora era el espectáculo de Reeva, con muchas lágrimas y ganas de que se produjera la ejecución. Salían filmaciones de Nicole bailando cuando era niña en una función, y otras en las que daba brincos al borde del campo, animando a los Warriors. También salía un clip de Donté lesionando a un jugador. Y mucha Reeva, con la entrevista posterior a la ejecución como momento estelar. No había duda de que daba una imagen tonta, casi patética, y era obvio que Fordyce la hacía caer en la trampa. Salían primeros planos de ella hablando a grito pelado, justo antes de quedarse muda al ver por primera vez el vídeo de Boyette. El momento en que este último mostraba el anillo de graduación de Nicole afectaba visiblemente a Reeva, que a partir de entonces ya no salía más. En la segunda mitad, Fordyce pasaba un popurrí de vídeos y entrevistas, y no mostraba nada que no se supiera. Era un desastre. Resultaba irónico que un charlatán tan amigo de la pena de muerte airease una exclusiva sobre la ejecución de un inocente, pero a Sean Fordyce se le pasó por alto la ironía. A él, lo único que le importaba eran los índices de audiencia.
Keith y Dana lo vieron. Durante sus caóticas horas en Slone, y con el propio frenesí del viaje, Keith no había visto nada de la familia de Nicole. Había leído sobre Reeva en internet, pero no la había oído hablar. Al menos el programa de Fordyce servía para algo. Como no había tenido trato con Reeva, pudo compadecerse de ella sin dificultad.
Llevaba horas postergando una llamada telefónica. Mientras Dana preparaba a los niños para irse a dormir, él se retiró al dormitorio y llamó a Elmo Laird. Se disculpó por molestarlo en su casa, pero la situación estaba cambiando muy deprisa, y Keith consideraba importante la llamada. Elmo le dijo que no se preocupase. Después de que Keith le explicara en detalle la conversación con Eliza Keene, Elmo dio a entender que quizá hiciera bien en preocuparse.
– Probablemente no haya sido buena idea -fue su primera respuesta.
– Es que ella ya lo sabía, señor Laird: los datos, los papeles, la foto… Lo sabía todo. Habría sonado ridículo intentar negarlo.
– No tiene ninguna obligación de hablar con la prensa, ¿sabe?
– Ya lo sé, pero no estoy huyendo de nadie. Yo hice lo que hice. La verdad está sobre la mesa.
– Me doy cuenta, pastor, pero usted me ha contratado para asesorarlo.
– Lo siento. No entiendo de legalismos. Ahora mismo, todo esto de la ley, y de sus trámites interminables, me supera.
– Claro, es lo que suele pasarles a mis clientes. Por eso me contratan.
– ¿O sea que la he fastidiado?
– No necesariamente, pero prepárese para que se arme la de Dios es Cristo, con perdón por la expresión, pastor. Yo preveo que saldrá en las noticias. No estoy seguro de que la historia de Drumm dé para muchos artículos más, pero está claro que la aparición de usted le dará un sesgo nuevo.
– Estoy hecho un lío, señor Laird. Ayúdeme. ¿En qué afectará a mi caso que salga en las noticias?
– Vamos, Keith, que lo de usted ni siquiera es un caso. No lo han acusado de nada, y es muy posible que no lo acusen nunca. Esta tarde he hablado con el fiscal del distrito; somos amigos, y aunque se ha quedado fascinado con su historia, no lo he visto impaciente por procesarlo. Tampoco es que lo haya desestimado… Mucho me temo que la clave volverá a ser Boyette. Ahora mismo, probablemente sea el prófugo más famoso del país. ¿Ha visto que hoy le han acusado por asesinato en Missouri?
– Lo he visto hace un par de horas -respondió Keith.
– Como su rostro sale en todas partes, es posible que lo cojan. A Kansas dudo que vuelva. Que se lo queden en Missouri. Si lo encierran antes de haber hecho daño a nadie, creo que el fiscal de nuestro distrito dará el asunto por zanjado.
– ¿Y la publicidad sobre mi implicación?
– Ya veremos. Aquí, muchos le admirarán por lo que hizo. A mí no me parece que haya mucho margen para criticarlo por intentar salvar a Donté Drumm, y menos sabiendo lo que sabemos. Saldremos de esta, pero no más entrevistas, por favor.
– Descuide, señor Laird.
Capítulo 39
Después de cuatro horas de sueño irregular, Keith se levantó de la cama y fue a la cocina. Echó un vistazo a la CNN, sin observar nada nuevo, y abrió su portátil para ver qué sucedía en Houston. En Chron.com había varios artículos, empezando por Robbie y sus demandas. Flak salía en una foto, con papeles en la mano, subiendo al juzgado del condado de Chester. También lo citaban in extenso, con declaraciones previsibles sobre el hecho de perseguir hasta la tumba a los culpables de la injusta muerte de Donté Drumm. Respecto a los acusados, incluido el gobernador, no había comentarios.
El siguiente artículo explicaba las reacciones de varios grupos del estado contrarios a la pena de muerte, y Keith se enorgulleció de ver que los encabezaba ATeXX. Exigían una serie de reacciones drásticas: la moratoria habitual de las ejecuciones, que se investigase a la policía de Slone, al Tribunal Penal de Apelación de Texas, al concepto de clemencia del gobernador, al propio juicio, a Paul Koffee y su oficina, etc. El plan era manifestarse el martes a mediodía ante el Capitolio del estado de Austin, la Universidad Estatal Sam Houston de Huntsville, la Universidad del Sur de Texas y unos diez centros más.
El miembro de mayor antigüedad del Senado de Texas era un abogado negro de Houston, Rodger Ebbs, personaje batallador con mucho que decir sobre el tema. Ebbs exigía que el gobernador convocase una sesión urgente de la asamblea legislativa, para que se pudiera poner en marcha una investigación oficial sobre todos los aspectos del caso Drumm. Como vicepresidente del Comité de Finanzas del Senado, Ebbs gozaba de considerable influjo sobre todos los aspectos de los presupuestos del estado. Prometió suspender el gobierno del estado si no se celebraba una sesión especial. No hubo comentarios por parte del gobernador.