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De pronto salía en las noticias Drifty Tucker, la siguiente persona en el calendario de ejecuciones. La fecha prevista era el 28 de noviembre, a algo más de dos semanas vista, y su caso, que llevaba una década en letargo, atraía grandes dosis de atención.

El artículo de Eliza Keene ocupaba el cuarto lugar de la lista. Al clicar sobre él, Keith se vio en la foto, con Robbie, Aaron y Martha Handler, todos muy serios, saliendo de la estación de trenes para el viaje a Huntsville. El titular rezaba: «Un pastor de Kansas presenció la ejecución de Drumm». Keene presentaba la historia a grandes rasgos, y atribuía a Keith varias declaraciones. También ella había presenciado una ejecución, años atrás, y le intrigaba que pudiesen autorizar a alguien como testigo con tan poca antelación. En la cárcel, nadie hacía comentarios al respecto. Como era de prever, Keene se había puesto en contacto con el bufete Flak para que le dijeran unas palabras, pero no había encontrado a nadie dispuesto a hablar. Un inspector de Anchor House dijo que el reverendo Schroeder había pasado al menos dos veces durante la semana anterior, en busca de Boyette. Su firma constaba en el libro de registro. El supervisor de Boyette no decía ni pío. Aproximadamente la mitad del artículo hablaba de Keith y Boyette, y de su loca carrera hacia Texas para evitar la ejecución. Salía una foto más pequeña de este último, hecha el jueves anterior, cuando se dirigía a los reporteros. La segunda mitad del artículo daba un giro y se demoraba en los posibles problemas de Keith con la justicia. ¿Podían procesar al pastor por haber ayudado conscientemente a huir a un criminal, infringiendo así la libertad condicional? Para llegar al fondo del asunto, Keene había llamado a una serie de expertos, y citaba a un profesor de Derecho de la Universidad de Houston: «El acto en sí lo honra, pero está claro que infringe la ley. Ahora que Boyette anda suelto, sospecho que al pastor le convendría consultar a un abogado».

«Gracias, bocazas -se dijo Keith-. Ah, y según mi abogado la infracción no está tan clara. No te iría mal investigar un poco antes de salir en el periódico.»

También hablaba un abogado defensor criminalista de Houston: «Es posible que haya una infracción, pero a mí, desde una perspectiva general, este hombre me parece un héroe. Me encantaría defenderlo ante un jurado».

¿Un jurado? Elmo Laird tenía la esperanza de zanjarlo todo con una discreta autoinculpación, y un rápido tirón de orejas. Al menos así lo recordaba Keith. Para cubrir todos los puntos de vista, la señorita Keene había chateado con un ex fiscal de Texas, y lo citaba así: «Un delito es un delito, independientemente de las circunstancias. Yo no tendría ninguna benevolencia. El hecho de que sea pastor carece de importancia».

En el quinto artículo se seguía investigando ferozmente lo ocurrido en la oficina del gobernador durante las últimas horas previas a la ejecución. De momento, el equipo de periodistas no había logrado destapar a ningún miembro de dicha oficina que reconociese haber visto el vídeo en el que Boyette hacía su confesión. El correo electrónico había salido del bufete Flak a las 15.11; Robbie, obviamente, era el primero en facilitar los datos de su servidor. No así la oficina del gobernador, de la que no salía nada; sus más estrechos ayudantes, y otros que no lo eran tanto, se habían puesto de acuerdo para no decir palabra, aunque probablemente aquello no durase mucho: cuando empezaran las investigaciones, y saliesen las primeras citaciones, empezarían a echarse mutuamente las culpas.

A las seis y dos minutos de la mañana sonó el teléfono. En la identificación ponía «desconocido». Keith saltó sobre él, antes de que se despertasen Dana y los niños. Un hombre con acento muy marcado, que podía ser francés, dijo buscar al reverendo Keith Schroeder.

– ¿Y usted quién es?

– Me llamo Antoine Didier, y trabajo en Le Monde, un periódico de París. Me gustaría hablar sobre el asunto Drumm.

– Lo siento, pero no tengo nada que comentar. -Keith colgó, y esperó a que volviera a sonar. Así fue. Lo cogió y respondió de modo brusco-: Sin comentarios, señor.

Volvió a colgar. Dentro de la casa había cuatro teléfonos. Corrió a activar el no molestar en los cuatro. En el dormitorio, Dana empezaba a despertarse.

– ¿Quién llama? -preguntó, frotándose los ojos.

– Los franceses.

– ¿Los qué?

– Levántate. Quizá hoy sea un día muy largo.

Lazarus Flint era el primer guardaparques negro del este de Texas. Llevaba más de treinta años supervisando el mantenimiento de Rush Point a orillas del Red River, y hacía nueve que él y sus dos subordinados cuidaban con paciencia el lugar sagrado al que la familia y los amigos de Nicole Yarber hacían sus excursiones, y en el que realizaban sus vigilias. Los había observado durante muchos años. De vez en cuando hacían acto de presencia, y se sentaban cerca de la cruz improvisada; y ahí, sentados, lloraban y encendían velas mirando constantemente el río, el río lejano, como si les hubiera quitado a Nicole. Como si albergasen la seguridad de que era allí donde descansaba. Una vez al año, en el aniversario de la desaparición de Nicole, su madre hacía su peregrinación anual a Rush Point, siempre rodeada de cámaras, y con grandes gemidos y aspavientos. Entonces encendían más velas, llenaban de flores el pie de la cruz y traían recuerdos, toscas obras de arte y carteles con mensajes. Se iban cuando ya era de noche, y siempre, al marcharse, rezaban en la cruz.

Lazarus, que era de Slone, nunca había creído que Donté fuera culpable. A un sobrino suyo lo habían metido en la cárcel por un allanamiento de morada con el que no tenía nada que ver, y Lazarus, como la mayoría de los negros de Slone, nunca se había fiado de la policía. «Se equivocaron de persona», había dicho muchas veces desde lejos, al ver la que armaban los parientes y amigos de Nicole.

El martes a primera hora, mucho antes de que llegasen los primeros visitantes a Rush Point, aparcó la camioneta cerca del santuario y empezó a desmantelar aquellos trastos de manera lenta y metódica. Arrancó la cruz del suelo. Con el paso de los años se habían ido sucediendo varias cruces, cada una mayor que la anterior. Levantó el bloque de granito recubierto de cera donde ponían las velas. Había cuatro fotos de Nicole, dos plastificadas y las otras dos con marco de cristal. Una chica muy guapa, pensó al dejarlas en su camioneta. Una muerte horrible, pero la de Donté también lo fue. Recogió figuritas de porcelana de animadoras, tabletas de arcilla con mensajes impresos, obras de bronce sin ningún significado perceptible, desconcertantes óleos sobre tela y varios ramos de flores marchitas.

A su juicio, todo aquello no era más que basura.

«Qué desperdicio», se dijo al irse con la camioneta: de energías, de tiempo, de lágrimas, de emociones, de odio, de esperanza, de oraciones… La chica estaba a más de cinco horas de distancia, enterrada por otro en las colinas de Missouri. Nunca había estado cerca de Rush Point.

Paul Koffee entró en el despacho privado del juez Henry el martes a las doce y cuarto. Era la hora de comer, pero no se veían alimentos. El juez Henry se quedó detrás de su escritorio. Koffee se sentó en un sillón de cuero muy profundo, que ya conocía de sobra.

Koffee no había salido de su cabaña desde el viernes por la noche. Durante el lunes no había llamado a su despacho, y sus subordinados desconocían por completo su paradero. Sus dos comparecencias ante la justicia, ambas con el juez Henry, habían sido pospuestas. Se le veía demacrado, cansado y pálido, con ojeras todavía más marcadas. Su actitud jactanciosa de fiscal había desaparecido.