– El índice es el hombrecillo -murmuró con aquella voz pueril que la habría llevado a sentirse incómoda de haber tenido compañía-. Este es el dedo sanguijuela, el que usa el médico. El siguiente recibe el nombre de hombre largo. Es el tocador o rebañador. ¿Lo comprendes? Es con el que te toco la nariz… -Unos golpes decididos en la puerta hicieron que la priora saltara de su asiento junto a la ventana-. ¿Quién es?
– Idónea, señora.
– Idónea, entra, en nombre de Dios.
La segunda priora, una monja anciana cuyo rostro estaba tan descarnado y picado de viruelas como la carne excesivamente salada, apenas aguardó a que la invitara a pasar. Fingió presurosa una reverencia, pero era evidente que le resultaba imposible contener su entusiasmo.
– Ha sufrido un ataque. Habla con una voz que no es la suya.
Como siempre, Agnes miró con actitud compasiva el semblante poco agraciado de Idónea.
– Está luchando con Dios.
No era necesario explicitar a quién se referían. Sor Clarice, la monja loca de Clerkenwell, había sido concebida y parida en los túneles que discurrían por debajo del convento.
– ¿Dónde está?
– En la cámara pintada.
Ya había reinado la infelicidad en la Casa de María. Ciertas hermanas habían provocado un gran escándalo durante el mandato de Joyeuse de Mordaunt, la tía de Agnes, cuyos achaques evidentes le impidieron sujetar con mano firme a su grey. A doscientas yardas del convento, se alzaba el más que celebrado priorato de San Juan de Jerusalén, casa de los caballeros hospitalarios. Extenso conjunto de edificios de piedra, capillas, huertos, jardines, estanques con peces, viviendas de madera y letrinas, que se extendían por el sur hasta Smithfield y por el oeste hasta el río Fleet; se trataba de una institución antigua, más sagrada si cabe por las reliquias con que varios pontífices le habían obsequiado, entre las cuales figuraban un frasquito con leche de los senos de la Virgen María, un retal de la lona de la vela de la embarcación de san Pedro, una pluma de las alas de Gabriel y fragmentos de los panes y los peces multiplicados. Hacía poco, un hombre mudo y ciego de nacimiento había recuperado esos sentidos con una gota de la leche de la Santísima Madre. El priorato desempeñaba la función de templo y albergue para los viajeros, así como de hospital y de granja agrícola, aunque veinte años antes también se había hecho famoso por el libertinaje de los hombres que vivían entre sus muros. Según lo que había dicho el legado cardenalicio que el Papa envió para investigar la cuestión, el priorato había albergado «diversiones nerviosas y demoníacas», así como «danzas y juegos lascivos».
Hubo consenso en que la culpa era, básicamente, de la proximidad de las monjas jóvenes. Comentaron lo impacientes que estaban por cruzar el terreno comunal de Clerkenwell a fin de confesarse con los sacerdotes destinados al priorato, y no tardó en quedar de manifiesto que la confesión no era su propósito principal. El cillerero del priorato comentó con la cocinera del convento que habían visto a las hermanas bailando y tañendo el laúd; según su explicación, «el diablo bailoteaba sobre sus cabezas». Algunas monjas se colgaron del cuello sartas de cascabeles, lo que llevó a la cocinera a denominarlas «vacas del demonio». Se dijo que, por solidaridad, la responsable de las novicias abandonó su vara de abedul y se sumó al desenfreno. También repararon en que varias hermanas muy jóvenes estuvieron ausentes durante las vísperas y las completas. La señora Joyeuse de Mordaunt padecía de parálisis, y resultó imposible hacerle entender la gravedad de los informes.
El caos fue tal que el prior de San Juan se sintió obligado a solicitar audiencia secreta con el obispo de Londres. Este ordenó el correspondiente castigo, le recordó el texto según el cual «El mal tendrá lo que se merece» y entrevistó personalmente a las monjas del convento de Santa María. Por el informe del procedimiento, se supo que había habido muchas carreras, saltos y vuelos, muchas sorpresas y descubrimientos entre los monjes y las hermanas. También habían sucedido otras atrocidades. Algunas monjas reconocieron que, en el cobertizo de los carros y en el horno, habían tenido encuentros clandestinos con los criados del convento; hasta el templo propiamente dicho se había convertido en punto de citas. Los ciudadanos solían decir que a las hermanas les gustaba tener el jengibre caliente en la boca, y en ese momento el aforismo popular quedó definitivamente consolidado. En consecuencia, despidieron a un cocinero, un portero, un jardinero y un vaquero, a la vez que las monjas descarriadas caían en desgracia y eran enviadas a otros conventos. Según el obispo, mediante su dispersión pretendían que su ardor se convirtiese en frialdad.
El descubrimiento más escandaloso fue el último; sor Eglantine, la enfermera, reveló que entre el priorato y el convento existía una sucesión de pasadizos subterráneos. Su construcción era anterior a la fundación de sendos centros religiosos y, aunque fue imposible deducir su propósito original, en años recientes había sido utilizado como conveniente vía de entrada y de salida por los que no querían ser vistos. En el informe secreto del obispo, enviado a Roma sellado y lacrado, también se revelaba que ciertos niños nacidos de la unión ilícita entre monje y hermana permanecían en dichos túneles hasta que cumplían la edad en la que, sin provocar escándalo, se incorporaban a la vida de las congregaciones religiosas. Clarice, cuyo comportamiento tanto perturbaba el sosiego de Agnes de Mordaunt, era uno de esos niños.
La venganza divina fue fulminante. El mismo año del nacimiento de Clarice, 1381, el desastrado ejército de Wat Tyler tomó por asalto el priorato de San Juan y lo incendió; el prior en persona fue decapitado en Clerkenwell Green. Mientras el fuego causaba estragos, y como muestra de su debilidad y desvalimiento, las monjas de la Casa de María condujeron a Joyeuse de Mordaunt a la presencia de los rebeldes y dijeron a Tyler: «La Virgen nos protege».
Tyler rió y levantó el sombrero a modo de saludo; ya había mojado las plumas con la sangre del prior. Las hermanas temían una violación en masa, y sólo tuvieron que soportar un puñado de comentarios salaces. El convento se salvó pero, tres meses después, la anciana priora murió de apoplejía. Sus últimas palabras fueron: «La cabeza cayó antes de que se pusiera el sombrero».
Agnes de Mordaunt se acomodó el velo y el griñón, a fin de asegurarse de que llevaba la frente cubierta, y siguió a la hermana Idónea al exterior de la cámara; con una cinta larga ató el mono a la base del taburete que contenía el orinal, cogió el báculo y descendió por la escalera de piedra hasta el refectorio. Antes de ver a sor Clarice, quería comprobar que las demás estaban tranquilas. Estaban a punto de terminar la carne con pan. Sor Bona, la segunda chantresa, leía en voz alta la Vitis Mystica yexplicaba los cinco sentidos del oído, la vista, el olfato, las sensaciones y la masticación. Cuando Agnes entró, sor Bona interrumpió la lectura y las otras se pusieron en pie.