Gilbert se apoyó en la vara y habló con Magga en voz baja:
– Me dio miedo decirle dónde estamos por temor a que se desanimara.
– Jamás en este mundo.
Pasaron bajo un puente de piedra de doble arco; más allá de la hilera de casas de vecindad y hospederías en las que Magga reconoció Turnmill Street, se alzaba un molino de viento. La comadre de Bath hablaba con Rose; la señora Alice señaló la barcaza que se deslizaba suavemente.
Gilbert volvió a la carga.
– ¿Cuál es la vía de agua más ancha y menos peligrosa sobre la cual se puede caminar? -Magga negó con la cabeza-. El rocío. Responda a esta pregunta. ¿Qué es lo que nunca se congela?
– No lo sé. ¿Cómo pretende que lo sepa?
– El agua caliente. -Se trataba del juego conocido como «el desconcertado Baltasar», que al marino le encantaba-. ¿Cuál es la más limpia de las hojas? -Aunque dedujo la respuesta, Magga no replicó-. La hoja de acebo, ya que nadie se limpia el culo con ella.
– Gilbert, tendré que taparme los oídos. ¿Qué preguntará a continuación?
– ¿Cuántos rabos de ternero hacen falta para llegar de la tierra al cielo?
– ¡Gilbert!
– Sólo uno, siempre y cuando sea lo bastante largo.
El agua se tornó más limpia y el aire más puro cuando atravesaron Smithfield y llegaron a los campos pertenecientes a la Casa de María en Clerkenwell. Oswald Koo, el administrador, arrastraba una carretilla llena de sacos. Magga señaló el conjunto de edificios situados tras él.
– De allí procede la monja. -La hospedera se persignó-. Que el Espíritu Santo la proteja.
– Ha profetizado la muerte de Ricardo.
– La han involucrado en los juegos entre reyes, pero no es un entretenimiento en el que deba entrometerse.
– A menos que quiera ser reina.
– Claro que no. La monja, no. Es una buena doncella. Es una mujer consagrada a Dios.
En ese punto el río trazaba una curva hacia el oeste, seguía la línea del valle y perdía ímpetu. En los campos contiguos habían colocado tablas y escudos para practicar la ballestería, y había marcas de piedra para celebrar sesiones de lanzamiento de jabalina.
– En Suecia he visto un río cuyo nombre no recuerdo y que todavía existe -dijo el marino-. El sábado discurre rápido y el resto de la semana permanece inmóvil o apenas se mueve. En el mismo país hay otro río que por la noche se congela, aunque durante el día no se ve escarcha.
A Magga le encantaban los cuentos que el marino narraba sobre el mundo lejano. Le había hablado de los hombres que sólo tienen un pie, pero tan grande que cuando se tumban y reposan la sombra protege a su cuerpo entero del sol. Le había descrito a los niños de Etiopía, cuyos cabellos son blancos, y a los habitantes de Ormuz, donde hace tanto calor que los cojones les llegan a las rodillas. Gilbert había visto la montaña, de siete millas de altura, en la que se había posado el arca de Noé. En la costa de la India había un pozo que, de hora en hora, cambiaba de olor y de sabor. En Sumatra existía un mercado en el que compraban y vendían niños tiernos como alimento, ya que consideran que es la mejor carne y la más sabrosa del mundo.
Habían llegado a la agradable campiña, y en los campos circundantes los animales de la aldea todavía pastoreaban entre los rastrojos. Ya habían sembrado el trigo y el centeno, y habían erigido una gran imagen de madera de la Virgen para propiciar una buena cosecha. Coke Bateman, el molinero, estaba arrodillado ante la imagen.
– Hábleme de los extraños habitantes de la tierra -solicitó Magga.
El marino se concentró brevemente en un recodo del río, que giraba hacia el noroeste y se internaba entonces en el bosque.
– Los hombres de Caffolos cuelgan a sus amigos de los árboles cuando agonizan. Piensan que es mejor que se los coman los pájaros, que son los ángeles de Dios, antes de que lo hagan los asquerosos gusanos de la tierra. -Magga escuchaba con gran atención-. En otra isla que responde al nombre de Tracoda, los hombres se alimentan de carne de serpiente. Viven en cuevas y, en lugar de hablar, sisean como víboras [21].
– ¿Es posible?
– Todo es posible bajo la luna.
– Como dice Hendyng.
Ambos rieron. La frase «como dice Hendyng» o «por citar a Hendyng» estaba en boga en Londres para rematar un comentario ingenioso o una máxima. «Por citar a Hendyng, los muertos no tienen amigos» era una de las expresiones favoritas, junto con «Por citar a Hendyng, jamás le digas a tu enemigo que te duele el pie» y «Como dice Hendyng, es mejor regalar una manzana que comérsela».
Magga deslizaba la mano por el agua.
– ¿Sabe pescar con los dedos? -inquirió el marino. La hospedera apartó rápidamente la mano, como si la hubieran pillado en una transgresión-. Hay que mezclar azafrán e incienso. Luego extiende el polvo en el dedo en el que lleva el anillo de oro.
– ¿En éste?
– Sí. Ha de mojarse el dedo en ambas orillas del río y entonces los peces acudirán a su mano.
– Gilbert, ¿seguro que es así?
– El que aprende de joven jamás olvida.
– Por citar a Hendyng.
El marino se puso a cantar cuando la gabarra pasó bajo un puente de madera que parecía de construcción antigua:
Soy una liebre, no soy venado,
en cuanto huyo dejo un pedo.
Podéis ver mi capucha,
mi corazón es nada y mi cabeza
de madera ha quedado.
Gilbert Rosseler dejó de cantar y se puso a tararear la música. Pasaron junto a otro molino de viento, situado en la ribera oeste; el agua había creado un pequeño estanque, en el que los patos metían y sacaban sus picos de vivos colores. Drago, el criado del canónigo, dormía en la orilla. El marino comenzó a hablar de los hombres sin cabeza, que tenían los ojos y la boca en la espalda; mencionó una raza de personas con las orejas tan grandes que rozaban el suelo. En África, existía una tribu de enanos que obtenían su alimento del perfume de las manzanas silvestres, y si viajaban y perdían ese olor, fallecían. En la tierra de Preste Juan, había un mar de guijos y de sal sin una sola gota de agua; crecía y menguaba con gran oleaje, como otros mares, y jamás se estaba quieto. Había una tierra lejana totalmente sumida en la oscuridad; los habitantes de los países vecinos no se atrevían a entrar por temor a las penumbras, aunque desde la tierra de las sombras les llegaban las voces de los hombres, el tañido de las campanas y el relincho de los caballos.